Eri había despertado un poquito antes, pero ya no tenía sueño, vivir en el mundo de papá era tan divertido y emocionante que ya no quería pasar el día dormida. Las cosas eran confusas, a veces parecía que el abuelo era el dueño de ese mundo, pero papá la había llevado a vivir ahí, no tenía sentido que fuera de nadie más. Tal vez de mamá... si, seguramente, porque papá nunca hacía nada sin consultarla.
¡Qué grande era el castillo! Le cabían muchos extraños, a Eri le encantaba conocer nuevas personas, le habían dicho que no hablara con extraños, pero... ¿Cómo si no los iba a conocer? El señor cochero, el abuelo, el señor de la panzota, la señora Reina... ese era su nombre? debía ser, porque la reina era Eri, el señor de la puerta le decía siempre que era la reina dragón...
No entendía nada, el dragón verde le había dicho "traidora" y "deforme" no sabía lo que significaba nada de eso, y papá no había querido explicarle. Nadie trataría tan feo a una reina, así que decidió que ella no era la reina dragón, esa era otra persona, ella era "Verrim Draconis" la princesa dragón. Qué bonito sonido, aunque su nombre sonaba tonto junto al de papá, pero con todo, sentía bonito al decirlo en voz alta. Erifreya, Erifreya, siempre la hacía sonreir.
Se puso su vestido azul, su corona, y su collar verde, se vió en el espejo e hizo un puchero, sin sus cuernos la corona se le caía al correr, la espalda de su vestido se veía solita sin sus alas. Además quería seguir intentando volar, había estado tratando desde la primera vez que vio el cielo, pero no lo iba a lograr si no practicaba, así que dejó el collar en su cajón junto a la espada bebé que le dió papá. Ella quería llevarla pero mamá siempre se enojaba, le había hecho algo raro y ahora no podía sacarla de su funda. Mejor obedecer, o papá frunciría el ceño y eso le daba mucho miedo. Por lo menos le dejaban bailar con la espada de madera si papá tenía el dia libre. Eri quería ser tan asombrosa como él. En fin, arropó a su muñeca en la cama para que descansara de cuidarla toda la noche y salió.
Hora de los dulces. A la gente le gustaba darle dulces, en especial la señora Reina, sus caramelos de miel eran exquisitos, además ella le había enseñado esa palabra. Luego podía ir corriendo a desayunar con mamá, la mitad de las veces también estaba papá, pero nunca eran dos días seguidos. El rey panzón y el abuelo no estaban nunca en el desayuno, pero siempre en la cena.
—¿Hoy vas a entrenar con papá Eri? —Le preguntó mamá mientras se comía esas frutas moradas que le gustaban.
—No, solo me lleva a bailar con espadas cuando desayuna —Papá se había vuelto a perder un pollo riquísimo, que era como exquisito pero más rico.
—Es verdad, hoy estará ocupado otra vez... ¿vas a salir a jugar al patio del castillo?
—Quiero ir a la ciudad, mami, ¿Puedo? Los señores de sombrero siempre me cuidan si me pierdo. —Eri había salido sola unas pocas veces, en todos lados había señores con sombreros de metal y unos palos, si necesitaba algo ellos siempre la conocían y la ayudaban.
—Está bien amor, regresa antes de la hora de cenar, y llévate tu collar de esmeraldas.
Eri hizo un puchero —¿Tengo que hacerlo? Quiero tratar de volar hoy.
—Si Eri, tienes que acostumbrarte, pronto vamos a ir a un lugar donde la gente no te conoce. Además no quiero que estés saltando de lugares altos otra vez, sé que no te haces daño pero ya arruinaste tu vestido rosa. Ve póntelo y avisaré a los guardias que te vigilen hoy.
Se fue haciendo caras a mamá cuando no la veía, no la dejaban quemar cosas ni volar, solo porque ellos no podían. No era justo. Fue de regreso a su cuarto a encontrar que la doncella había vuelto a tender mal la cama, había dejado a su muñeca sobre la almohada pero sin arropar ¿Así cómo iba a dormir?, la arregló y buscó el collar en su cajón, se lo puso y su corona se cayó. Mejor dejarla, pero si no podía llevar su corona... se puso el cinturón de su daga alrededor de la cintura y salió corriendo antes de que mamá la viera.
Lo primero era visitar al señor cochero, era muy amable y tenía caballitos, olían feo pero eran geniales, además quería ver si se había curado su cabeza desde la última vez.
Corrió fuera de los muros del castillo saludando a cada soldado que veía, encontró los establos donde trabajaba el señor cochero muy muy lejos casi a la salida de la ciudad. La recibió un niño un poco más grande que ella, tenía el cabello revuelto y le faltaba un diente...
—Princesa Erifreya, que bueno que vino. —Eri se enfadó, no le gustaba que le hablaran como a los adultos, pero desde el dia de su nombre casi todos lo estaban haciendo.
—¡Koro! Dime Eri, o ya no te voy a querer.
—Está bien Eri —Le sonrió con su cara más tonta, que niño tan malo, de seguro solo la estaba molestando. La hizo pasar a donde estaban los caballitos y el señor cochero.
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Se puso muy contenta al ver que el señor cochero ya no usaba la venda en su cabeza. Incluso le dejó acariciarle la cicatriz, se sentía raro. Después de un rato, Eri le preguntó si podía regresar en unos días a verlo, él le dijo que partiría pronto para acompañar al rey panzón y llevarle sus cosas al castillo de Meyrin, eso no era justo, además, la mitad de ese castillo era de ella, y la otra mitad se la había dado a papá. Su vieja cama todavía estaba ahí. Pero le prometió que podría volver para jugar con Koro. Eso era bueno por lo menos, Koro podía ser molesto pero también era divertido. Le había enseñado que poner cosas raras en los zapatos de la gente era muy chistoso si podías ver cómo se los ponían.
Se despidió y se fue a seguir con sus visitas, la señora que había hecho su vestido de fiesta, unas viejitas que siempre le daban dulces en la plaza, la señora del vestido raro que vivía en la casa tan grande y vacía donde se casaron sus papás... toda la gente que alguna vez la había tratado bien recibía su visita de vez en cuando, no podía visitarlos a todos siempre, y por supuesto los que le daban dulces la veían más seguido. Incluso el señor grunón que siempre se quejaba pero terminaba dándole galletas, Eri pensaba que a lo mejor era panadero, porque siempre tenía galletas calientitas cuando ella llegaba. Aunque su casa no parecía una panadería. Él era uno de sus favoritos, porque le contaba historias de papá, como una vez que salvó a una princesa de un dragón blanco justo afuera de su casa.
Eri era muy especial, era una princesa y un dragón, era como si las historias siempre trataran de ella, eso las hacía más diverdidas.
Por la tarde quiso ir a la plaza, a esa hora Koro y otros niños jugaban todos juntos, esta vez iba a asegurarse de jugar despacito para no lastimar a nadie, bueno, hasta ahora solo había roto una pelota, pero de todos modos Mikorin había llorado y a Eri le había costado mucho que la perdonara. En concreto cuatro de los dulces de miel de la señora Reina. Cuando llegó sus amigos no estaban jugando, parecía que los habían regañado, y no veía a Mikorin.
—Koro ¿Porqué todos están tristes? —El niño apretaba los puños con fuerza y bajaba la cabeza, como si no quisiera verla.
—Unos niños grandes —respondió por fin —Mikorin trajo la pelota nueva que le dieron sus papás, era de muchos colores y de esas que rebotan menos pero no se ponchan... y entonces ellos vinieron y se la quitaron, no pude evitarlo, eran muy grandes...
Eri notó el cardenal en la mejilla de Koro, los niños grandes le habían pegado fuerte. Otros niños tenían moretes en sus brazos y una niña estaba llorando quedito.
—Eso no es justo, ¿Y Mikorin?
—Se fue a su casa, lloró mucho como siempre. Uno de esos niños le pegó en su pancita cuando le quitó la pelota.
Eri se enojó muchísimo, ¿Cómo alguien podía hacer llorar a Mikorin y pegarle a sus amigos? Ella lo había hecho sin querer, y siempre se sentía mal, esos niños tenían que sentirse muy mal, tenían que pedir perdón.
—Koro, ven conmigo, los voy a acusar. —Los señores de sombrero de metal tenían que ayudar, mamá siempre decía que si algo malo pasaba debía decirle a ellos. Pero ninguno quiso hacerles caso, decían que un pleito de niños no era importante.
El puchero de Eri no se iba, tenía ganas de llorar, los adultos a veces no servían para nada, a lo mejor sus sombreros los hacían tontos de tanto que pesaban. Mamá seguramente ayudaría, pero no quería ir con ella porque se había llevado la daga. Entonces hizo algo que el abuelo siempre le decía, le rezó a la diosa de la paz. Tal vez fue el cerrar los ojos un ratito, o pensar en otra cosa, pero como fuera, Eri estaba más calmada.
Al abrir sus ojitos, se le ocurrió. Si los niños grandes tenían una pelota nueva iban a jugar con ella, así que tomó a Koro del brazo y se lo llevó a la plaza pequeña cerca del mercado. Despacito, por supuesto, sin lastimarlo.
—¡Esos son! —Koro señaló a cuatro niños de unos diez u once años que jugaban con la pelota robada. Eri se les acercó con aire de princesa, como le había enseñado la señora Reina. La espalda recta, la cabeza alta, sosteniendo la mirada.
—Esa pelota es de mi amiga Mikorin, yo rompí su vieja pelota y ahora no tiene ninguna, así que necesito que me la regreses.
—Vete niña, esta es nuestra pelota ahora, se ve que tus padres son ricos, pero no puedes tener todo lo que quieres.
—No lo sé, nunca los he probado, pero creo que a mamá le gusta el sabor de papá... No me distraigas niño, hoy nos toca jugar en la plaza con la pelota y tengo muchas ganas de jugar.
Los cuatro niños los rodearon, Eri sabía que era fuerte, mas fuerte que ellos, demasiado fuerte, si le pegaban o a Koro iba a tener que pelear, pero... se lo había prometido a papá...
Koro le quitó su colgante de esmeralda, había ido a su ceremonia y sabía lo que iba a pasar. Los cuernos y Alas de Eri reaparecieron.
—¡Oh no! ¡Es la princesa dragón! ¡Papá dice que quemó vivos a varios hombres en el camino de Meyrin!
—Mi mamá me dijo que embrujó a la princesa Runa.
—¡Es un monstruo!
Corrieron lejos dejando la pelota, y algunas otras cosas atrás. Koro se reía y celebraba, tomó la pelota en sus manos con una cara feliz. Eri, muy muy despacito, con un dedito, le pegó en la frente. Koro cayó al suelo de todos modos, Eri le quitó su collar, y se lo volvió a poner.
—Koro... ¿Sabías que me iban a tener miedo? ¿Tú me tienes miedo?
—Yo no te tengo miedo Eri, ni siquiera si me pegas. Ellos te tienen miedo porque sus papás creen que eres un dragón.
—Yo soy un dragón, —dijo con ojos húmedos, volviéndose a quitar el collar —y soy una princesa, está en mi nombre.
—Eres Eri, es lo único que me importa mi, o a Mikorin, o a mi papá o a todas esas personas que visitas.
Eri se limpió las lágrimas con su vestido.
—¿Sabes Koro? A veces no eres un tonto.
Llevaron la pelota a casa de Mikorin, era la niña más pequeña de su grupo, frágil y llorona, Eri le regaló muchos de los dulces que le habían dado ese día para poder verla sonreir más. Aunque la pelota había sido suficiente.
Esa noche, a la hora de cenar, Eri tuvo a toda su familia junta, hasta el abuelo, el rey panzón, y la señora Reina, todos le preguntaron por su dia, la felicitaron, la regañaron, la consolaron, y papá la abrazó con orgullo, por haber cumplido su promesa de nunca lastimar a otros...
Dias como hoy, era lindo ser quien era.