Hace dieciocho años.
El pequeño corría, corría, no podía detenerse, no debía detenerse, la duda significaba la muerte, la tardanza era el desastre, el fallo, la tragedia. Quería llorar, rendirse y gritar maldiciones a los cuatro vientos, pero no podía, debía correr, pedir ayuda a los soldados.
La ciudad de Cormin no era tan grande, tenía un muro y un castillo, el señor de la ciudad no tenía tan grandes tesoros, no estaba preparada para el ataque de un dragón, mucho menos uno como ese. Había caído en plena noche desde un cielo menos negro que su fuego, o su corazón.
El niño sentía el calor de las llamas a su espalda como el horno de herrero de su padre, por más que corría lejos de la ciudad, el calor no disminuía. A veces le parecía ver una luz intensa que lo alcanzaba e iluminaba el camino. Pero no miraba atrás. El campamento de los matadragones estaría a pocas horas de marcha, quizá hasta vinieran en camino, seguro podían ver...
"No tiene caso correr"
El sonido de cascos contra el camino de piedra y el tintinear de armaduras le dio esperanza, agotado, se quedó de pie esperando ver un batallón de valientes soldados cargando hacia la ciudad.
El sonido venía de detrás.
Los matadragones habían estado en la ciudad desde el principio, por supuesto, ¿Por qué otro motivo acamparían tan cerca? Ahora corrían en retirada vencidos y asustados, pasaron a su lado sin apenas mirarle, como a uno más de los adoquines del camino.
Miró atrás, no quedaba nada por qué luchar de todos modos, el enorme dragón no había dejado piedra sobre piedra en la ciudad, sólo quedaba un páramo llameante que muy despacio dejaba paso a la oscuridad de la noche. Y en el centro de la destrucción, como una montaña tornasol, el rey dragón contemplaba su obra.
No le salían las lágrimas, el nudo en su garganta no lo dejaba gritar, cayó de rodillas rendido al fin, sin despegar los ojos de la horrible escena. Tenía siete años solamente. Apenas los bastantes para entender, si bien tarde, que no lo habían enviado a buscar ayuda, sino que lo habían engañado para que huyera, por supuesto que ni su padre, ni su hermano, ni ninguno de los muchos hombres valientes de la ciudad podrían siquiera distraer al monstruo. Todos habían sido calcinados para que él huyera.
Despertó en un catre viejo y polvoso, olía a sudor y estiércol de caballo, el sol asomaba por la entrada de una tienda mal cerrada y peor instalada. Le dolían las piernas, se sentía mareado, los ojos le ardían, pero estaba vivo.
Un hombre en armadura asomó por la entrada, al verlo de pie llamó a su capitán. En un instante un hombre alto en armadura ligera entró con el yelmo bajo el brazo.
—Muchacho —Le dijo — La diosa te ha protegido, sobreviviste al rey Dragón, muchos de nosotros no lo hicieron por desgracia.
—Yo... —el niño estaba aún confundido, el dolor y el mareo le impedían pensar —otros? —Preguntó con la voz tan hueca como la esperanza que albergaba, apenas un hilo de voz.
—Lo siento chico, hemos estado buscando supervivientes por casi tres días, no sé porqué, pero ese monstruo quería a Cormin reducida a cenizas, si su majestad no lo hubiera ahuyentado quizá hubiera destruído todos los poblados cercanos.
Tres días... había dormido...
—Por favor... si tuviera...
—Oh, es verdad, ¡Sargento! mande traer un poco de pan y agua. El chico debe estar famélico.
Pasaron unos minutos en que el capitán le hizo unas cuantas preguntas amables pero definitivamente torpes. ¿Cómo se sentía? Como si un maldito dragón gigante acabara de destruir todo lo que conocía y llevara tres días sin comer. Pero todavía no había podido llorar, quizá estaba demasiado débil...
El hombre que entró con el pan y el agua definitivamente no era el mismo que había salido, éste llevaba una imponente armadura de mythrill y su piel era de un oscuro tono bronce que contrastaba con su cabello claro, casi blanco, los otros soldados lo saludaron pero él les indicó que volvieran a los suyo. Aunque el niño nunca lo había visto, lo supo de inmediato, se trataba del rey Alistor de Artemia. El rey elfo que se decía había matado a un dragón rojo él solo. Maestro de la espada y hechizero temible. ¿Porqué sería él quien le traería comida y agua?
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—Hijo, en verdad que me avergüenzo de venir a ti con este humilde alijo. —El rey le dio los alimentos al chico, que comía casi sin mirarlo —Te hemos... no, te he fallado como rey, como soldado y como hombre al no haber podido proteger tu ciudad, supimos que un dragón vendría, y nos preparamos, aún no sabemos qué buscaba pero... no importa, no imaginamos el poder de esa bestia y nos venció a todos. Yo mismo estoy vivo gracias a mi hija. No puedo compensarte por tan grande pérdida, tus seres queridos y la vida que tenías no volverán jamás.
El joven muchacho miró al rey con ojos vacíos, pero totalmente secos.
—Quiero darle un propósito a tu vida. Ver que tengas un lugar entre mis hombres, quizá como mozo de cuadras puedas ganarte la vida y ser caballero algún día. Si lo logras, pondré estas tierras a tu nombre, además —sacó de entre sus ropas una moneda de oro, una muy distinta de las que circulaban entre los mercaderes, aunque el pequeño sólo las había visto de lejos, la puso en su mano y le cerró los dedos alrededor —Si nos volvemos a ver, regrésamela y te daré lo que me pidas, pero no lo hagas hasta que seas mayor y sepas exactamente lo que quieres.
—Majestad... soy hijo de un herrero, de Harteren de Cormin. Quisiera servir a sus matadragones cuidando de sus armas. Si usted me lo permite.
Era demasiado pequeño hasta para mozo o aguador, pero si no había nada más en sus ojos, aún podía verse una determinación abrumadora. Así que el rey asintió mirando al capitán que presenciaba todo sin saber qué decir.
—Y majestad, le agradezco por mi vida.
El rey giró la cabeza avergonzado de sí mismo y salió de la tienda sin decir nada más. Mil años de vida y aprendizaje, y un niño de siete años a lo mucho acababa de enseñarle algo que no olvidaría jamás.
Hoy.
El castillo de Artemia se llenaba de actividad mientras la fecha escogida se acercaba. Runa corría por toda la ciudad dando tantas órdenes que cabía pensar que ya era la reina. Para Frey, era un vaticinio de lo que podría ser su papel si eso pasara. Su papel en la planeación de la boda se había limitado a aprobar unas cuantas cosas, pequeñas concesiones que le ofrecía su prometida. Por supuesto también debía cuidar a Eri. La pequeña no se había interesado ni un poco en acompañar a su madre eligiendo flores o vestidos, en su lugar se perdía constantemente cada vez que la princesa se concentraba en algún detalle, así que por decepcionante que fuera, Eri era una niña de papá.
Mientras Runa pasaba todo su tiempo en compañía de la Reina Eyren poniendo el reino patas arriba, Freydelhart, relevado del mando hasta la boda, ocupaba su tiempo en entrenarse, Eri lo miraba mover la espada de un lado a otro, cambiar su peso y su pose, peleando con un enemigo imaginario un paso a la vez. Eri había visto bailes en aquella fiesta pero esto era diferente, hacía ver a su papá fuerte y controlado, sus ojos miraban a un punto sin importar cómo se moviera.
Minutos más tarde, Freydelhart miró a su izquierda de reojo, sin detener su cata, Eri se había hecho con una espada de entrenamiento, corta, en sus manos era del mismo tamaño que el mandoble de papá. Eri era fuerte, la espada no le pesaba pero se movía torpemente imitándolo, a veces se movía muy rápido, a veces sus arcos eran muy amplios. Pero poco a poco lo iba haciendo mejor. Runa iba a estar furiosa, pero Frey no se detuvo.
Esa tarde, Frey visitó la herrería del castillo, y comenzó una tarea que llevaría semanas, pero comenzó con una moneda de oro, única en su tipo, un tesoro de su niñez.
—De todos modos —Se dijo a sí mismo mientras la fundía —¿Qué podría pedirle al rey si ya me ha dado a su mayor tesoro, y yo ya tengo el mío?
Le dio forma recordando cómo lo hacía su padre, el recuerdo era lejano, pero lo había traído una y otra vez en sus primeros años en el ejército de matadragones. Al anochecer tenía la hoja de una daga de acero veteado con líneas de oro casi lista, aún había trabajo por hacer, pero estaba seguro de poder terminar antes de la ceremonia del nombre de Eri.
Hace años había hecho un regalo para Runa. Ya estaba preparado para su boda. Los reyes tenían razón. Debía hacerlo ya. Había insistido en esperar a terminar la guerra con los dragones. Pero quizá él no viviría para ver ese día, por muchos motivos.
Volvió al patio sudando y lleno de hollín, Runasthera estaba de verdad furiosa. Eri se había quedado al cuidado de su abuelo y el rey Bestolf, quienes le habían permitido seguir jugando con las espadas de entrenamiento.
—¡Cabeza de orco! ¡Pedazo de trasgo descerebrado! ¿Quien en su sano juicio le enseña a una niña de cinco años a jugar con espadas?
—Runa, hija, no te enfades con Frey, el rey Bestolf y yo...
—No lo defiendas —dijo ella con voz de mando — Frey, la encontré imitando tu pose de unicornio. Y de seguro estabas en la forja, mírate nada más. Si le das una espada a Eri...
Lo miró a los ojos. Esos ojos que en todo momento, incluso en los peores, mostraban una determinación equiparable al monstruoso tamaño y poder del rey dragón.
—Lo siento Runa, no lo negaré. Estaba orgulloso de mi pequeña. Prometo que lo que pienso darle será inofensivo.
—Me encanta oírte decir eso. Yo también lo siento, creo que solo estoy celosa de que siempre te siga a todas partes.
—No tienes por qué, cuando es hora de dormir, siempre va en tu busca...
—Te lo dije Bestolf —Interrumpió el rey Alistor —son unos padres muy irritantes.
—¡Ja! Yo hubiera querido que los míos fueran así. Y ni te imaginas cuando Erina tenía esa edad, una vez...
El cielo se oscureció.