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El cielo en llamas

—“Erifreya, ten cuidado, tu papel en esta pelea no ha cambiado, deja a los adultos luchar”.

La voz en la cabeza de Eri era Peonia, lo sabía, la había tenido toda la noche diciéndole qué hacer, eso la aliviaba, cuando tenía miedo, saber que alguien tenía un plan era reconfortante, aunque fuera esencialmente un caballo mágico. La voz era dulce, sonaba como la de una mujer joven, pero usaba el tono de la señora Reina, le había explicado muchas cosas de las que solo entendía un poquito, una de las que no entendía era la lanza, ¿De dónde había salido? ¿Por qué estaba escondida dentro de ella? Y sobre todo, ¿Cómo se usa una lanza? Papá la entrenaba con la espada solamente, las poses no parecían efectivas con un arma así.

—”No te preocupes princesa dragón, úsala solo para protegerte”

¿Acaso Peonia podía oír sus pensamientos?

—Peonia —le dijo, su voz un hilo débil por el miedo —¿Qué va a pasar?

La voz del unicornio no volvió a sonar en la cabeza de Eri, mientras corrían en espiral por un camino invisible por el cielo de Pellegrin, pudo ver que el fuego seguía extendiéndose, escuchó una o dos explosiones, en varios puntos luces que solo podían provenir de magia eran seguidas de poderosos rugidos de agonía, Mamá y su maestro estaban luchando.

También escuchaba las voces de los dragones, entendía, algunos suplicaban por su vida, otros lanzaban amenazas, ninguno quería luchar, ninguno quería morir.

Pero era demasiado tarde, se había hecho ya demasiado daño.

Eri comenzó a sentir hambre, se acercaba a donde sucedía la verdadera pelea, resplandecía como una estrella, sabía que llamaría la atención.

Un descomunal dragón rojo dominaba el cielo, su figura fina no le restaba a su imponente presencia, se movía de una forma muy particular, tanto que Eri reconoció en él a la reina Clessa. La vio volar velozmente en círculos, enfrascada en lance contra un dragón que se parecía a la señora Mera, pero incluso más grande. Se lanzaban mordiscos y coletazos, sangre humeante les salía de largas heridas a ambos.

La señora Mera y Papá hacían equipo contra un monstruoso dragón verde rechoncho que se movía despacio, pero su fuego parecía estar por todas partes, por más que trataban de sorprenderlo o distraerlo no conseguían alcanzarlo. Eri tiró las riendas de Peonia para indicarle que ahí quería ir. Papá y Saltarín volaban frenéticos evitando las llamaradas, sin los escudos de Mamá estaban en peligro. Papá ni siquiera había podido ponerse la armadura por salir a buscarla en la noche, un clavito de culpa se le clavó en el corazón cuando Mamá se lo dijo.

Eri inhaló fuerte y espoleó a su montura tan suavemente como pudo, corrieron derechas al dragón verde. Cuando las vio, el monstruo dirigió su fuego hacia ellas, dejando inadvertidamente que Eri lo consumiera mientras la maestra en su forma de dragón aprovechaba la distracción para aferrarse al cuello del príncipe con un terrible mordisco.

Eri estaba intacta, había podido consumir la llamarada, pero no conseguía acercarse para afectar el fuego interior, Peonia se negaba a llevarla más cerca tozudamente.

—¡Eri! —La voz de Papá no se oía sorprendida —¡Tu fuego naranja! ¡Tu maestra necesita fuerza! —se acercó a lomos de Saltarín volando justo a su lado.

—¡No puedo acercarme Papi! —le dijo antes de soplar sobre él sus llamas fortalecedoras.

—Esa lanza, tómala por la base, usa la pose del unicornio si tienes que defenderte, ven detrás de mí, vamos a tratar de llevarte cerca —Papá estaba siendo demasiado temerario, pero Peonia pareció estar de acuerdo.

La señora Mera se aferraba al cuello del príncipe sin poder realmente hacerle daño, era una bestia demasiado grande, demasiado fuerte incluso para las poderosas mandíbulas de la maestra. Pero estaba consiguiendo que desviara su mirada de los jinetes, y al mismo tiempo desviar sus potentes llamaradas. No iba a resistir mucho. El Príncipe verde le rasgaba los costados con sus garras en cada oportunidad, abriendo profundas heridas de las que brotaba sangre hirviente, si iban a aprovecharlo debían hacerlo ya.

Saltarín agitó sus alas y dio un relincho tan poderoso como un rugido de dragón, el pegaso iba a jugárselas todas con su jinete, voló derecho a la enorme cabeza del príncipe dragón seguido por la pequeña Peonia, la unicornio era tan veloz como el pegaso aunque corriera por el cielo en vez de volar, hasta sus cascos sonaban como si chocaran contra piedra o cristal, en un parpadeo estaban ya tan cerca como para entrar al alcance de sus garras y alas, Eri entendía, lo había practicado con el bobo de su casi hermano varias veces, Papá fue a la izquierda, elevándose frente al ojo del monstruo, Eri tenía que ir a la derecha, hacia abajo, y acercarse cuanto pudiera. La maniobra se trataba de que uno de los dos atacara mientras el otro lo distraía, pero nunca se sabía a quién seguiría.

Con un rugido ahogado, el príncipe dragón sacudió la cabeza cuando sus duras escamas sucumbieron por fin a las fuertes dentelladas del dragón negro. Trató de llenar el cielo de fuego, a la desesperada, pero Eri lo consumía tan pronto se le acercaba y Papá ya estaba detrás de su cabeza, tratando en vano de alcanzar uno de sus ojos con el mandoble de acero encantado. El metal sonaba estridente contra las duras escamas de la cabeza o contra los cuernos y púas.

Eri tuvo una idea.

—Peonia, vamos a que nos vea, luego corre lejos.

El unicornio asintió y se elevó hasta alcanzar los ojos de ónice, que se fijaron en ella al instante. Pues resplandecía como una estrella en el cielo nocturno. Al momento quiso atacarle, no con fuego, pues entendía que estaba dándole su poder a Eri, sino con una súbita dentellada que no llegó a tocar al unicornio que ahora se alejaba.

La lanza plateada de Eri se clavó justo detrás del cuello del monstruo, había saltado de Peonia en el último momento al abrigo de la oscuridad y volado el pequeño tramo que la separaba de aquel punto ciego que había conocido aquel día a bordo del “Lanza de la luna” evocar aquel nombre le pareció apropiado mientras sostenía su nueva arma en aquella pose de su invención.

El arma de Eri se enterró más profundo a través de las escamas como si estas fueran de mero pergamino, aunque la colosal bestia apenas lo sintiera, le proporcionó a Eri el asidero perfecto desde el cual consumir todo el fuego del príncipe, esperaba, sin agotar también el de la señora Mera. Aunque al parecer era demasiado tarde, ella había soltado el cuello del príncipe y ahora caía hacia la ciudad dejando estelas de humo blanquecino tras de ella. Los ojos de Eri se inundaron como las cataratas de Unermia, pero no abandonó su tarea. Bebió del fuego tan aprisa como pudo, sintió su poder, se dio cuenta de que su lanza se clavaba con mayor facilidad en la carne, la herida dejaba de humear, pronto ya no escuchó el sonido metálico del acero contra el cuerno, sino el de la carne al partirse, Papá estaba ganando por fin. La voz del príncipe resonó en un rugido de agonía. Llamaba a su hermano y profería terribles maldiciones que Eri hubiera preferido no entender. No estaba vencido todavía, agitaba sus alas y garras allí donde sus llamas no iban, pero era inútil, Saltarín era veloz y Papá sabía donde ir para evitar los ataques. Siempre tan asombroso.

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De pronto, el príncipe verde acertó con la punta de su garra a caballo y jinete en un movimiento frenético, fugaz, Eri pudo ver las heridas en su costados manar sangre a pesar de la distancia, como una manto rojo que se extendiera por el pelaje de Saltarín. El Pegaso pareció renquear en el aire, pero no cayó, en su lugar comenzó a descender despacio, en espiral. Eri no lo pensó dos veces.

Su lanza plateada desapareció en el aire dejando tras de sí diminutas chispas de luz, como los bichitos que mamá decía que eran las hadas, dejando a Eri sin nada a qué sujetarse. Ella se dejó caer mientras el príncipe verde, libre de amenazas, se enfilaba hacia la reina Clessa y el príncipe negro.

La pequeña cayó con las alas cerradas para alcanzar a Saltarín y a Papá, cuando estuvo solo un poco por encima, las extendió para tratar de llegar a ellos, gritó con todas sus fuerzas.

—¡Papi! ¡Ya voy! —sentía mucho miedo, el pegaso de papá estaba rojo hasta los cuartos traseros y volaba torpemente, ella logró sostenerse en el aire lo suficiente para que la vieran, tanto ella como Saltarín aleteaban con esfuerzo para tratar de encontrarse. Cuando los tuvo cerca, los bañó con su fuego azul, dejando a sus heridas malditas cerrarse. En ese momento, se sintió agotada y no pudo volar más, cayó en los agotados y ensangrentados brazos de Papá, que eran tan seguros como siempre.

—Mi pobre niña —le dijo en un susurro febril —estoy tan orgulloso de ti, pero no creas ni por un segundo que no estás en problemas por escaparte esta noche —Saltarín se apresuró hacia abajo, al parecer en dirección a las ruinas de lo que fuera el palacio, hacia el enorme puente que conectaba las dos mitades sobre el río.

Eri cerró los ojos un momento, justo después de ver, a lo lejos, el resplandor de su unicornio, que volvía para reunirse con ella.

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Freydelhart sintió que Eri podría estar herida, siempre se preocupaba por otros primero, llevaba a su hija en brazos, sucia de sangre y al borde de la inconsciencia, jadeando por el cansancio. La herida que Frey tenía había sido fruto de su imprudencia, hasta ese momento habían evitado todos sus embates, el exceso de confianza lo había llevado al desastre. Tal vez, con suerte estaría bien, pero no podría seguir combatiendo. Esperaba que Runa estuviera en el puente, habían acordado que sería el punto de reunión, así como el refugio al que sus aprendices llevarían a los habitantes.

Cuando Saltarín finalmente se dejó caer pesadamente en el puente, lo estaban esperando Runa, el Maestro Genwill, Oregdor, Bestenar e inesperadamente, incluso Valderant.

—Frey, ¿Estás bien? —La voz de Runa no tenía ni un vestigio de pretendida dignidad o restricción, la sangre la había impresionado y se apresuraba a darle sanación mientras lo bajaba de la montura y lo recostaba en el suelo —Esto lo cerró Eri, ¿Fue un dragón? Casi no me queda poder mágico… —una luz blanquecina envolvió a Runa, permitiéndole terminar su hechizo sanador.

—Es lo que quedaba del mío —le decía el maestro Genwill, sobrio para variar, con una mano en su hombro —quizá no necesitabas desperdiciarlo, si eso que viene ahí no es uno de mis delirios el unicornio podría ayudarlos a sanar.

La pequeña yegua resplandeciente bajó del cielo a todo galope, ahora sí que tenía un cuerno, aunque Frey recordaba que no lo tenía cuando la vio durante la pelea. Se acercó a Frey y Saltarín, en pocos minutos se sintieron mejor.

—Hay que volver allá, la reina Clessa está luchando sola, no podrá aguantar mucho —Frey hablaba convencido, pero sabía que no podría ponerse en pie pronto, aun con la curación mágica de Peonia. Tenía un millón de preguntas, pero se las guardó.

—Yo iré si Saltarín está en condiciones —Runa hablaba presionando en la herida, como para no dejarlo ponerse en pie.

Valderant se adelantó —¿Tú eres idiota? ¿Qué vas a hacer sin tu magia? Regañar a los dragones hasta matarlos de aburrimiento o crees que basten tus insultos de bebé? Yo puedo tomar el lugar de Frey.

El rostro de Runa recordaba las escamas de la reina Clessa cuando miró a Valderant —El pegaso no te obedecerá, nunca has montado uno, además tienes esas pociones de magia, dámelas, pueden restaurar parte de mi poder.

—Esas pociones son riesgosas —les dijo el maestro Genwill — pero lo son menos para un elfo o medio elfo que para una humana, yo puedo sacarles mejor provecho Runa, te faltan miles de años para alcanzar mi eficiencia.

—Los dragones son inmunes a la magia de todos modos —replicó Valderant —y no creo que su caballito alado esté en condiciones de todos modos, míralo, perdió mucha sangre y puedo ver que tiene una costilla rota.

—Yo puedo llevar a los menos cobardes entre ustedes —la voz hosca y harto femenina hizo girar a todos en dirección a donde hasta hacía pocos minutos, reposaba una malherida Meracina —Mi cuerpo de dragón soportará si mi señorita cierra mis heridas —Meraxes había vuelto a su cuerpo humano al caer al suelo, la curación mágica de los elfos no había funcionado bien en ella.

—Así que era cierto —Valderant la miró con un desprecio mayor que el que mostraba a Runa —Eres un dragón, supongo que eso de allá arriba en serio era la reina. Buena matadragones estoy hecha aliándome con ustedes.

—Cállese barquera mediocre, insulta a mi señorita —los ojos de la maestra de Eri parecían los de un dragón aún en su forma humana —si la reina cae estamos todos muertos, si puede de verdad matar dragones, puedo llevarla a usted y al elfo ebrio.

—Maestra —Eri interrumpió, poniéndose en pie, se veía decidida, peligrosa, con el abrigo manchado de sangre y el cabello desarreglado por la caída —yo la seguiré con Peonia, el príncipe Verde ya no tiene fuego, pero el negro es muy fuerte, tengo que ayudar.

Frey miró a Runa, esperando que dijera algo, pero ella tampoco pudo objetar, con el corazón hecho un nudo y una súplica en el rostro, ambos asintieron en dirección a Meraxes, aprobando de mala gana el plan.

—Bestenar —dijo Frey mirando a su pupilo —¿cómo está la ciudad? —confiaba en que su liderazgo natural hubiese aflorado en aquella terrible situación.

—Francamente, mal, Oregdor y yo pudimos organizar a los aprendices que estaban en la taberna cuando empezó el ataque, pero no pudimos traer al puente más que a una fracción de la población que hubiéramos querido —el joven hablaba sin emoción en la voz, estaba tratando de parecer marcial, controlado —. Los dragones aliados y enemigos están igualados gracias a sus esfuerzos, maestro, pero la destrucción total de la ciudad es un hecho si no detenemos esto pronto.

—Eso me temía, Runa, ¿Nuestros caballos están bien? Vamos a tener que…

—Con todo respeto general —lo interrumpió Bestenar — usted debe quedarse a cubierto por ahora, no está en condiciones de…

—No son para nosotros escudero —Frey acentuó la palabra con toda la autoridad que le quedaba —tu estúpido palafrén es demasiado lento comparado con Pergamino, ustedes dos tomarán nuestros caballos y van a traer a todos los refugiados que puedan, y más les vale que si encuentran dragones, no me traigan su cuenta todavía en ceros —tomó su mandoble del suelo con una mano y lo ofreció a su pupilo.

—Nosotros… no estamos —quiso objetar el muchacho de la cola de caballo rosa.

—Eso no importa, y otra cosa, regresa vivo, tu padre no me perdonaría, aunque no lo puedas creer.

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El imponente dragón Meraxes, era también una mujer, lo había aceptado, tenía una parte que por lo menos deseaba ser en verdad humana, esos sentimientos no eran propios de un dragón, ya no le importaba de dónde provenían, sino lo que le impulsaban a hacer. Protegería a su pequeña señorita, su alumna, no porque estuviera sometida a ella como dragón, sino porque la amaba como los humanos hacían.

Pronunció el juramento una vez más en el espacio que habían despejado para ella sobre el puente de palacio y volvió a ser libre, su cuerpo humeaba por decenas de heridas malditas por las garras del príncipe verde, pero de inmediato el fuego de Eri las cerró y una segunda llamarada la inundó de vitalidad. La fuerza que un dragón recibía del fuego naranja no se comparaba con la que adquirían los humanos, de estar sana, su poder quizá se igualaría al del príncipe blanco, si bien este había sido el más joven y pequeño después de la propia Eri.

Agachó la cabeza para permitir al viejo elfo y a la infame matadragones montar sobre su cuello. Vió a la pequeña Eri montar en aquel misterioso unicornio, y rugió para indicarle que estaba lista, ambas se elevaron hacia el cielo. Esa noche, pasara lo que pasara, se decidiría quien tomaría el lugar del rey dragón.