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Capullo de dragon (Español)
La ciudad de la arena y el sol.

La ciudad de la arena y el sol.

La ciudad de Pellegrin era muy diferente a cualquiera que Eri hubiera visitado antes. Era una niña con suerte, o por lo menos lo había sido durante el último año y pico. Había viajado por muchas ciudades increíbles en su vida; Meyrin, la ciudad castillo en la cima de una montaña; Artemia, con sus canales de agua y sus inmensos muros blancos; Unermia, el enclave de piedra azul escondido tras la cascada; y Cerrem, el pequeño puerto con el faro. Pero Pellegrin era algo totalmente nuevo. Frey la veía correr de proa a popa con su amigo, los dos señalaban todo y se miraban emocionados.

Estaban llegando a bordo de una barcaza mucho más pequeña que la carabela con la que cruzaron el mar, pues habían cambiado de embarcación al llegar a Axandor, el principal puerto marítimo; el río era muy ancho, casi tanto como la cascada de Unermia, en las orillas muchísima gente pasaba el día sembrando toda clase de cereales, verduras y hasta flores, era increíble que apenas unos metros más allá del río se vieran interminables dunas de arena, como si todo el país existiera únicamente a lo largo del río. Al avanzar se volvieron evidentes los grandes edificios, los templos y monumentos, Jamdar iba de pie en la proa con los brazos cruzados, mirando orgulloso su ciudad, satisfecho con las miradas asombradas de los niños.

Al acercarse al centro de la ciudad, su destino, encontraron construcciones cada vez más grandiosas, el templo de la arena y el sol, en honor al Dios que protegía Pellegrin dominaba toda la ribera del río con sus anchas columnas adornadas con relieves que contaban la historia del reino y del mismo Dios de la arena y el sol, quien se decía, encarnaba la determinación, bendiciendo a los hombres y mujeres capaces de soportar las penurias de la vida con abundante vida y prosperidad. Como todo en Pellegrin, su tamaño estaba en su anchura y profundidad, el templo era en realidad una gigantesca explanada rodeada de columnas. Más adelante se encontraba el palacio de justicia, cuya entrada estaba tallada para parecer las fauces de una enorme bestia felina, y finalmente, el gran palacio real. Donde los esperaba la reina. Una reina, Frey imaginaba al cardenal Celhyun tirándose del inexistente cabello en una rabieta ante la idea de que una mujer reinara.

El palacio se extendía en todas direcciones, incluso sobre el ancho río, pues el enorme puente que se alzaba sobre él, permitiendo incluso a las cocas y barcos de vela navegar debajo, era también parte del palacio. Un muelle de madera debajo de dicho puente les sirvió para atracar. Frey se sintió agradecido por poder desembarcar a cubierto del ardiente sol de Pellegrin. Grandes puertas en la cantera bajo el mismo puente conducirían al interior. Al parecer eran en realidad la entrada principal, ya que la mayoría de la gente parecía desplazarse por la ciudad navegando. En la práctica, se trataba de dos palacios unidos por el puente, ocupando ambas riberas.

Atracaron y los embajadores llamaron a todo un grupo de estibadores para descargar la barcaza, Valderant ordenó a los marineros que ayudaran con la tarea, ella misma había capitaneado ambas naves en el trayecto, al parecer era dueña de una pequeña flota de unas cuatro embarcaciones de diferentes tamaños y había hecho fortuna transportando personas y mercancías entre Artemia, Druhunn y Pellegrin. Si eso era verdad...

—Val —le preguntó aprovechando que Runa estaba preparando a Eri para desembarcar, conocerían a la reina en cuanto se hubiesen instalado, quería que estuviera presentable y se portara bien —¿Por qué abandonaste la orden? Aún llevas tu espada, incluso tienes esas pociones a la mano. El maestro decía que tú tenías el potencial para ser una leyenda. ¿Qué fue lo que pasó?

—Quería algo mejor, algo para mí —le respondió sin mirarlo, concentrada en sus hombres —en aquel tiempo no tenía nada y creí que sería feliz simplemente eliminando dragones, vengándome de ellos por haber quemado mi ciudad, viajando con Jimmer y contigo. Cuando llegó Runa y ustedes se comprometieron —hizo una pausa un poco demasiado larga —fue poco después de matar mi tercer dragón, me di cuenta de que después del breve regusto de la victoria, el vacío no se iba, los dragones morían y yo seguía sin tener nada. Runa jamás mató un dragón y mírala, lo tiene todo. No le digas esto o te dejaré la cara hecha una berenjena, pero le tenía mucha envidia, ya no estaba cómoda entre ustedes. Así que me fui a buscar mi propia felicidad.

—¿La encontraste en un barco acaso?

—No exactamente, viajé hasta este lugar por mera casualidad, buscaba trabajo como mercenaria, qué estúpida, Pellegrin es famosa porque todos llevan armas de sobra, pero no han visto la guerra en generaciones. Escogí este destino porque escuché que casi nunca se veían dragones. En fin, Jamdar me ofreció trabajo como guardia en un barco que tenía, no le sacaba mucho provecho por culpa de los piratas, en unos pocos años se lo compré y ahora tengo un buen negocio porque puedo protegerlo. Así como a mi familia.

—Runa me lo dijo, que tienes una familia ahora.

—Oh sí, viven aquí en Pellegrin, iré a verlos esta tarde y me quedaré en casa unas semanas. Mi esposo y mi hijo son geniales, cuando terminen sus asuntos, se los presentaré. Mi pequeño es un poco mayor que Eri, tal vez se lleven bien —Valderant hizo otra pausa antes de hacer la pregunta.

—Frey, tú también lo sientes ¿No es verdad? El vacío.

Asintió, sin decir realmente nada, pensó en cada dragón que había caído ante él, eran ya muchos, lo habían convertido en un héroe a los ojos del pueblo en casi todo el mundo, cada uno representaba vidas que se salvaban, desastres que no llegaban a ocurrir, cuánto le costaba pensar en ellos como en Eri o Mera, seres conscientes, capaces de sentir y de sufrir, lo que otros llamaban sus "hazañas" se le antojaron casi pecados. No sentía verdadero arrepentimiento, pero más importante, tampoco verdadera satisfacción, como si se hubiera pasado la vida apilando piedras en un silo pensando que eran sacos de grano.

—Creo —dijo Frey al fin —que entiendo tus motivos. El mundo aún nos necesita, a los matadragones, sueño con el día que pueda vivir mi vida de otra manera. Runa y Eri son mis más grandes tesoros, rezo a la diosa de la paz el legarles un mundo como el que merecen.

No dijeron nada más, se dieron la mano en la particular forma en la que los matadragones lo hacían, sujetando el antebrazo del otro con la mano izquierda mientras enlazaban la palma derecha y se despidieron.

Pocos minutos después la barcaza se alejaba rumbo a un mejor puerto en la ciudad. Frey, su familia y todos sus acompañantes la vieron partir. Incluso Runa, que tenía un rato de un inexplicable mal humor.

—¿De qué hablaban? —Le preguntó Runa casi inexpresiva.

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—De su familia —respondió Frey, sincero a medias —quiere que los conozcamos si no te molesta demasiado.

—Supongo que no, ¿Quién diría que terminaría con alguien tan común como un oficial del puerto? Espero que los padres de él no le tomen a mal sus largas ausencias.

—Espera, ¿Cómo sabes...?

—Ella me lo contó todo, desde la noche de la pelea.

—No las entiendo, se hacen daño, se insultan, pasaron todo el viaje evitándose, pero en el fondo son más íntimas que hermanas. Y ninguna quiere decirme por qué.

—No es tu asunto Frey, —dijo tajante —me preocupa más lo que pasó con los dragones en el viaje. Eri dice que el dragón azul no le responde, parece haber huido, y que el rojo balbuceaba... o algo, cuando volvió a atacarnos.

—Los dragones tampoco atacan personas en el camino o embarcaciones al azar, Mera dijo que el azul no fue enviado tras nosotros. Los dragones han puesto precio a la cabeza de Eri —era la única explicación, la que todos habían intuido, pero les costaba aceptar. Hasta el maestro Genwill lo pensaba.

—Frey, —Runa lo miró, los ojos parecían estar encapsulados en cristal —tengo miedo. Temo que nuestra pequeña no pueda tener nunca una vida feliz. Que no podamos verla crecer, que después de todo la hayamos sacado de ese castillo para darle una vida de miedo —hundió la cara en su pecho.

—No te voy a mentir —le dijo con voz apagada, pero firme, no iba a dudar —he tenido miedo desde el día que la llevé al campamento, pero nos hemos hecho fuertes ante cada obstáculo, podremos con esto.

Jamdar, el embajador, no les dio tiempo para que sus mutuas palabras se asentaran.

—Amigos, sus acompañantes se instalarán en salones externos, llevaremos sus cosas a sus aposentos. La reina enterada de su llegada. Desea conocerlos. Tienen suerte, la reina casi nunca recibe a nadie.

—De acuerdo embajador —le respondió Runa, su voz impostada, su espalda súbitamente recta, pero no se giró a mirarlo —guíanos por favor, ¿Está bien si vienen Eri y lady Mera?

—La reina ha pedido que vengan todos los de la familia real, pueden traer la mujer dragón.

Recorrieron los amplios pasillos del palacio, a Frey pronto le quedó claro que en Pellegrin preferían las altas columnas que los muros y que ningún espacio se quedaba sin adornar, hasta los pisos lucían pinturas y tallados con representaciones de leyendas e historias de la nación del desierto, que a su parecer debería adorar también al dios del río de Unermia.

Un relieve en una de las columnas llamó especialmente su atención, incluso Eri se quedó mirando la columna. En ella se veía a una persona con las manos levantadas sobre su cabeza como en ofrenda, llevaba un bebé en las manos y la cabeza gacha, estaba de pie a la orilla del río mientras llovía fuego del cielo.

—Papi, no entiendo esta historia —dijo la pequeña —algunas de las otras son cuentos que me contaste antes, pero esta es rara.

Oregdor, el hijo del embajador intervino.

—Oh, esta es reciente, hace unos veinte años, cuando nació la actual reina, bendita sea entre la arena, ella estuvo gravemente enferma, su madre murió en el parto así que su padre el rey temía por la vida de su hija más de lo que cualquier otro padre temería, la leyenda dice que oró al sol para que le devolviera la salud, hasta que una noche guiado por misteriosos susurros, la llevó a la orilla del río milagrosamente el sol apareció en el cielo, no levantándose en el horizonte, sino como si hubiera estado apagado y se encendiera en un instante. Una intensa llama cayó sobre nuestro rey y su pequeña. La niña fue curada y creció para convertirse en la poderosa monarca de Pellegrin que es hoy, mientras que su padre fue reducido a cenizas —hizo una pausa con un leve carraspeo —la realidad es mucho menos dramática por supuesto, padre dice, el rey y la reina murieron al poco de nacer su pequeña, se cree que envenenados, tuvimos un regente hasta que la reina cumplió doce, es toda una genio, a temprana edad tomó las riendas y nuestro reino ha prosperado en su mandato. Que estuvo enferma, es verdad, probablemente trataron de envenenarla también, pero quizá le dieron muy poco y sobrevivió. El antiguo regente es ahora consejero.

Frey se preguntó quién envenenaría a la familia real, le vinieron a la mente los sacerdotes de Atyr, pero tenía poco sentido si los padres habían muerto y la niña vivía para heredar la corona. Al final siguieron andando, el pasillo parecía interminable, pero eventualmente llegaron a las grandes puertas de la sala del trono, eran tan altas como tres hombres y cubiertas de adornos dorados. Dos filas de guardias cuidaban la entrada, era de esperar de una reina que empezaba su vida con un intento de asesinato, aunque eso lo tenía en común con Eri en cierta forma.

Las puertas se abrieron hacia una sala tan grande como lo era todo en Pellegrin, iluminada tanto por varios tragaluces como por una buena cantidad de antorchas, Pellegrin no era tan cosmopolita como Artemia y en ella no vivían elfos, por lo que la magia y sus luces no eran conocidas allí. Estaba prácticamente vacía salvo por un trono elevado en su centro donde una mujer apenas mayor que Bestenar; delgada y menuda como una niña; de piel pálida que contrastaba con el bronce de su pueblo; un cabello que de tan rojo uno podía confundirla con otra antorcha; vestida con una blanca túnica sin apenas adornos, los miraba con una sonrisa tan amplia como lo era todo en la ciudad. Su cara cubierta con un notorio maquillaje de labios rojo sangre, sombras tan oscuras como la misma noche y pestañas tan largas como para destacar en aquel rostro ya de por sí llamativo. Bebía vino de una copa de cristal que sostenía en una mano cubierta de anillos de oro. Se levantó efusiva mientras las pesadas puertas se cerraban detrás de ellos. Caminó hacia lady Mera.

—¡Meraxes! ¿Qué haces tú aquí? ¡Hace casi doscientos años que no te veía!

—¡Papi! —dijo Eri, tirando del pantalón de su padre —¡Esa señora tiene fuego! ¡Es un príncipe dragón!

La mujer levantó una mano en un gesto autoritario, pero cuando habló, su voz era suave, condescendiente. La sorpresa y una mezcla de miedo y precaución pareció congelar a todos los presentes.

—Por favor, señores, no nos pongamos nerviosos, esta sala es lo bastante grande para que pueda volver a mi cuerpo, pero no queremos eso, los hice traer para hablar. Oregdor, querido, por favor manda que traigan una mesa y algo de beber a mi hermana y a su familia.

—¿Qué magia es esta? —el hijo del embajador habló con muestras igualmente evidentes de miedo y orgullo —yo no obedezco a ningún dragón, menos a uno que le quite la vida a mi reina.

—Oh dios de la arena, torpe de mí, es verdad, ustedes no lo sabían. Yo siempre he sido su reina, desde el día de su nacimiento, pero temo que la historia será para después —la reina se le acercó a Oregdor con movimientos lascivos, pero sutiles —ahora, ¿Puedes por favor hacer que traigan lo que pedí?

Los ojos de la mujer brillaron en un rojo tan intenso como su cabello, y Oregdor pareció otra persona, asintió y se fue a cumplir el encargo sin decir palabra.

Meraxes pareció despertar súbitamente cuando por fin habló.

—Príncipe rojo... yo... no...

—Oh tranquila, Meraxes, no estoy enfadada contigo por abandonarme, has servido mejor a mis propósitos protegiendo a mi hermanita. Dime ¿Fuiste tú de verdad quién mató a Blanco? Dicen mis espías que fue todo un espectáculo.

—Ese fui yo —dijo Frey, poniéndose entre la mujer que había confesado ser un dragón y todos los demás, sobreponiéndose al estupor general.

—Oh, ya veo, el matadragones, estoy honrada de conocerte —le hablaba con un tono suave, pero un rostro amenazador, la sonrisa de perfectos dientes como perlas no tenía colmillos, pero aún daba la impresión de que fuera a devorar a alguien —en verdad lamento que las cosas se dieran así, esperaba mantener la fachada un tiempo más, pero cuando Jamdar me escribió diciéndome que vendrían en persona supe que tarde o temprano lo descubrirían. Pero escúchenme, hablo sin parar de mí misma cuando tenemos asuntos importantes que atender. Miren ahí viene ya el pequeño Ori con el ajuar, por favor, pónganse cómodos, y no tengan miedo, especialmente tú mi querida hermanita, créanme, vamos a llevarnos muy bien.