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El fin de la noche

Los rugidos llenaron el cielo como tempestades que chocaran. El fuego de los príncipes dragón lo iluminaba todo como un sol a medianoche. Una nube de humo rodeó a los combatientes, proveniente de sus heridas y sus morros encendidos.

Era la imagen del miedo, superaba cada una de sus pesadillas, para Eri, sus hermanos dragones representaban todo lo que la hacía sufrir, todo aquello que odiaba o temía del mundo y de sí misma. Desde su nacimiento se le recordó a diario que era un dragón, no había sabido qué significaba hasta aquel día en el patio del castillo del abuelo. Había visto por primera vez al monstruo que los demás veían en ella. Nunca juzgaba a aquellos que le temían, pues ella misma tenía miedo de su naturaleza.

No sabía si se había comido de alguna forma a la hermana de Bestenar, o si algún día haría daño irremediablemente a alguien, solo pensaba en demostrar que era una niña buena, mientras montaba en su unicornio, lanza en mano, hacia donde los seres más temibles del mundo le aguardaban. Aceptando, al menos, que era tan poderosa como ellos.

Su maestra la seguía de cerca, con esas otras dos personas que Eri conocía muy poco, no creía que pudieran hacer lo que Papá y Mamá no pudieron, su esperanza estaba en la reina Clessa, que aún luchaba con el debilitado príncipe verde y un veloz, aparentemente incansable príncipe negro.

Eri pudo escuchar los rugidos más claramente mientras se acercaba, se dio cuenta de que se trataba de una conversación a pesar de todo, usaban sus nombres de dragón, imposibles de decir para los humanos. Eri sabía que su nombre significaba algo parecido a “Cielo”, escuchó como a la reina Clessa la llamaban por el nombre de “Sol”, mientras ella los llamaba “Noche” y “Viento”. El príncipe Blanco se había llamado “Luna”.

Al acercarse más infundió a la señora Val y el maestro Genwill con su fuego naranja, ella misma se bañó en él, nunca supo antes si hacía diferencia, ella ya era sorprendentemente fuerte. Pero sintió un fuego nuevo en su interior, el que había robado a Viento, no recordaba qué poder había tenido, así que simplemente exhaló un fuego púrpura que la rodeó como cualquiera de los otros.

Cuando el fuego se apagó Eri se dio cuenta de que veía cosas raras, luces de colores rodeaban el mundo, como un arcoíris que se extendiera por todas partes, pero lo que llamó su atención fue que de pronto pudo ver a una tercera persona montando el dragón negro al que llamaba maestra. Y era nada menos… que su maestra. Ahí estaba, inconfundible, la mujer y el dragón que eran la misma persona la miraban como si fuera lo más natural del mundo. Este día no podía ponerse más extraño.

Las preguntas esperarían, pues estaban ya al alcance de la batalla. Los tres enormes dragones se seguían embistiendo con garras y colmillos, abriendo heridas de las que salían llamas y sangre humeante. Habían combatido por horas, sus fuegos se estaban consumiendo poco a poco. Si podía hacer lo mismo al negro, la reina podría ganar. Su maestra le hizo una seña para que se acercara.

—Eri, bonita —el maestro Genwill siempre la trataba como a una niña, eso a Eri le encantaba, le habló mientras bebía algo brillante de unos frasquitos —voy a intentar protegerte desde aquí, debes dar poder a la reina tan pronto te sea posible, hazlo y regresa, nos concentraremos en acabar con el verde primero.

Eri miró a Peonia que ya no hablaba desde hacía horas, pero a veces asentía o negaba con la cabeza, Eri pensó que igual era porque no quería que otros la oyeran. El unicornio agitó la cabeza insistentemente en dirección a la señora Valderant.

—Está bien, está bien, ya entendí Peonia —Eri removió nuevamente el cuerno de su montura y lo colocó en su lanza, para entregarla a la mujer que decía ser tan increíble como Papá.

—Eri —le dijo Valderant —esta es tu arma, ¿no la necesitas? —sin embargo, recibió la lanza de sus manos, que se estiró hasta alcanzar el tamaño de un arma de adultos.

—Creo que Peonia no quiere que yo pelee —dijo sin ocultar su decepción, tiró de las riendas, y cabalgó por el cielo en dirección a lo peor de la batalla. Con el corazón en un nudo, pero los ojos totalmente secos.

Los cascos del unicornio sonaban como si realmente cabalgara por un camino de cristal, el sonido era como la voz que había oído antes, dulce y musical, pero a la vez ominosa, cada paso la acercaba más al peligro.

No tardó en llamar la atención, el brillo del unicornio la delataba en el cielo nocturno, el dragón negro trató de centrarse en ella, pero la reina se interpuso, los dragones que hasta entonces volaban uno alrededor del otro lanzando ataques repentinos, ahora forcejeaban en el cielo, engarzados por las garras, sus cabezas chocando entre sí cada que agitaban sus largos cuellos buscando clavarse mutuamente sus cuernos. El dragón verde tomó la iniciativa tratando de alcanzarla, pero la maestra, ahora potenciada por las llamas anaranjadas, atacó el cuello del lento príncipe inmovilizándolo efectivamente.

Los escudos mágicos normalmente eran invisibles, pero Eri pudo ver la burbuja que el maestro Genwill puso a su alrededor, el pobre luchaba por no caer del cuello de la señora Mera mientras la protegía, fue una bendición, ver el escudo la hizo sentir menos miedo, mientras se acercaba a toda velocidad al príncipe negro.

Podía tratar de tomar su fuego a cierta distancia, pero si lo hacía así, tomaría también el de la reina, y ella le había suplicado que no lo hiciera o su cuerpo humano podría morir. Tenía que estar cerca.

El problema era que ambos dragones no paraban de moverse, con su enorme tamaño, cada aleteo frenético amenazaba con lanzarla lejos, y no creía que la treta de saltar de Peonia le volviera a funcionar, el dragón negro era mucho más rápido. Se lanzaban dentelladas, embestidas y garras, chocando contínuamente.

Un resplandor y el sonido de una explosión detrás de ella la obligaron a mirar atrás. El príncipe verde había caído, la maestra volaba hacia abajo, tal vez estaba herida, el escudo alrededor de Eri desapareció.

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Unos momentos antes.

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Valderant, no pensaba perder el tiempo, corrió a la cabeza de la mujer dragón cuando sus fauces hicieron contacto con el príncipe verde, la lanza de plata de la chiquilla parecía un arma mucho mejor que su mandoble, aunque de todos modos el elfo viejo se había llevado todas sus pociones, no podría invocarlo. Los saltos que aprendió del maestro Akdergos siempre le fueron útiles, sobre todo en el mar, pero en ese momento tuvo a ese enano gruñón en sus oraciones, un salto le había salvado de caer, un segundo la había llevado al morro de la dragona que montaba y un tercero hasta el cuello de su presa. Se sentía como una pulga saltando de un perro a otro, ahora debía saber dónde picar.

Con toda su energía pudo llegar a la cabeza, la bestia parecía cansada, aletargada, ¿Era ese el efecto de perder gran parte de su fuego? El viento la hizo trastabillar, se tomó un momento para equilibrarse y respirar, pero sólo eso. Recordó a Eri en su barco, varios días atrás, y no pudo sino sonreír. Saltó tan alto como pudo, tomó la lanza casi por la base, con la punta hacia abajo, usó la pose de la harpía, con el arma al revés, pues una lanza no era buena para cortes en caída. Era la técnica de Eri.

—La pose del dragón —dijo entre dientes mientras su arma se clavaba en el cráneo del dragón, escapando a sus manos, siguiendo su camino como si se tratara de una flecha. Valderant cayó de rodillas en la escamosa cabeza.

El príncipe verde murió. Llamas púrpuras brotaron de la herida en todas direcciones, Valderant dio un último formidable salto, sin saber a donde la llevaría.

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Eri quiso volver atrás, ver si todos estaban bien, pero la voz del unicornio volvió a sonar en su cabeza: “Es nuestra oportunidad”, Era cierto, el estallido había distraído a los príncipes que combatían, tenía un instante para acercarse, aún sin el escudo, antes de poder asentir con las riendas, Peonia ya había salido disparada como impulsada por la cuerda de un arco.

El instante no fue lo bastante largo, el dragón negro la vio venir y se sacudió para tratar de alcanzarla de un coletazo, pero la reina reaccionó también sujetándolo más fuerte, enredándole su propia cola, la piel escamosa del príncipe negro pasó muy cerca, casi rozando a Eri, pero pudo por fin alcanzarlo, empezó a inhalar.

El príncipe negro, desesperado, usó su poder, un rugido intenso y horrible salió de la garganta del monstruoso ser provocando un intenso dolor en los oídos de Eri, duró solamente un momento, pero cuando abrió los ojos se dio cuenta de que Peonia estaba inconsciente, ambas estaban cayendo, hasta la reina sacudía la cabeza en agonía, soltando a su rival. La pequeña también notó que el príncipe negro también sufría, su fuego se había reducido muchísimo sin que ella lo consumiera, si ese era el costo de usar su poder, no podría hacerlo de nuevo. Eri tomó a su unicornio por la silla, tan firmemente como pudo mientras aleteaba con todas sus fuerzas, tratando de no dejar de inhalar, cualquier ventaja que pudiera darle a la reina…

Se sintió desfallecer, era demasiado esfuerzo para sus pequeñas alas, no quería caer, tal vez ella estaría bien, siempre se caía y no le pasaba nada, pero su amiga, no tenía idea si sería fatal para ella. Eri era especial, Papá siempre se lo decía “los demás no somos tan fuertes como tú, por eso es tu deber cuidar de los que te rodean”. Eso le recordó…

Se envolvió a sí misma en su fuego fortalecedor, claro, nunca había necesitado más fuerza, pero el príncipe blanco lo había usado en sí mismo para enfrentar a Papá, tenía que funcionar.

De pronto pudo mover sus alas como si su cuerpo no le pesara, se atrevió incluso a elevarse, nunca había volado de verdad, pero en ese momento le pareció de lo más fácil. Incluso cargando a Peonia su pechito había dejado de agitarse.

Veía los fuegos de dragón claros como la luz del sol, ahora podía volar solita, de pronto se sintió preparada, el miedo iba dejando lugar a la confianza. Incluso notó que, con Peonia inconsciente, ya no estaban brillando, podía aprovechar la oscuridad para acercarse. Sin quererlo, el príncipe negro le había dado lo que necesitaba.

Eri sonrió mientras rodeaba a un confundido príncipe negro como si fuera una mosca o una abejita. Ser chiquita en comparación al enorme monstruo le daba ventaja, podía sentir que ya casi no le quedaba fuego mientras ella se fortalecía cada segundo.

La reina se recuperó y volvió al ataque, esta vez, sus garras se clavaron mucho más en la carne de su rival, Eri dio un giro en el aire para darle fuego naranja y azul, las heridas se le cerraron y por un instante, el inmenso dragón rojo refulgió de poder.

El fuego de Eri le había revelado al príncipe negro dónde estaba, la atacó con sus garras a una velocidad que era demasiado para las litas de Eri incluso fortalecidas. Pero una garra roja e imponente se interpuso entre ellos.

Eri pudo alejarse, su trabajo estaba hecho, en aquel momento, Caramin, el príncipe rojo a quien conocía como la reina Clessa de Pellegrin o simplemente su hermana Sol, era el ser dominante. Los ojos le brillaron en un rojo más intenso que sus escamas mientras su rugido alcanzaba a su rival, estaba tratando de dominarlo, usar su poder para darle una orden absoluta. Eri entendía lo que los dragones llamaban palabras, estaba pidiéndole que no la obligara a matarlo, el príncipe negro respondió intentando morderle el cuello, sin efecto alguno, débil como estaba no era capaz de hacerle daño.

En un instante que duró una eternidad, la reina se zafó de la mordida, y clavó sus largos cuernos en el vientre de su hermano. Para acto seguido retroceder y arrancar una de sus alas con una mordida.

El orgulloso dragón negro cayó hacia el palacio, su cuerpo se estrelló contra el suelo de la gran cámara donde Clessa dormía hasta hace unas horas, la vida lo abandonó al impactarse y su cuerpo fue consumido por los restos de su propio fuego como le había pasado al príncipe blanco en Artemia.

Eri pidió ayuda a la reina con un rugidito, Peonia estaba empezando a pesar. Ella les permitió posarse en su cabeza. Desde ahí, con su amiga a salvo, pudo ver que la maestra volaba de regreso, tal vez todos estaban bien. Eso la alivió mucho.

Los rugidos de Meraxes y Caramin se escucharon por toda Pellegrin, las personas que no comprendían la situación tuvieron miedo, otros, como Bestenar y Oregdor lo vieron como una señal de victoria en realidad, eran lecciones, le decían a Eri lo que debía hacer, cómo salvar la ciudad, y de una vez por todas, con suerte, terminar la ancestral guerra de los dragones.

Inhaló en fuego de la reina, lo suficiente para tomar su poder, ahora que podía ver el fuego, sabía cuándo detenerse, lo reencendió de inmediato y se preparó para hacer lo que le habían pedido.

Combinando todos sus poderes, fortalecida, conectada al éter, lanzó el más poderoso rugido que se hubiera escuchado antes en el mundo… tal vez, iba cargado además con el poder de la orden absoluta. Era una simple palabra. “Largo”

Usar el poder de esta manera la dejó agotada, pero cuando llegaron al suelo, hacia los brazos de Mamá, todos estaban contentos, los dragones habían abandonado la ciudad en todas direcciones. El ataque había terminado. Tal vez, ahora sí, ya no estaba en problemas por escaparse en la noche.

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Valderant estaba malherida, tanto como el cuerpo humano de Meracina, el maestro Genwill no paraba de disculparse por no haber podido contribuir a la batalla al final, nadie tenía poder mágico en una ciudad donde no vivían elfos, tendrían que depender de los cuidados de médicos tradicionales hasta haber descansado, o que el unicornio de Eri despertara. Runaesthera se aferraba al cuerpo agotado de su hija, llorando de alivio mientras las primeras luces del amanecer los alcanzaban. Su esposo Frey la sujetaba a ella como si al soltarla fuera a escaparse, centenares de personas asustadas y confundidas los rodeaban, pero ese momento era suyo.