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Capullo de dragon (Español)
Clessa. La reina roja.

Clessa. La reina roja.

Imposible, ¿El príncipe rojo era la reina Clessa de Pellegrin? Lady Mera, el dragón Meraxes, miraba a la menuda mujer pelirroja como una rata mira a una serpiente.

Para Meraxes, la situación era como estar al borde de un abismo con las alas rotas y una espada al cuello. El recuerdo de su batalla con el legendario matadragones Helfrem hacía ya mil quinientos años vinieron a su mente. Ese sí había sido un gran guerrero, no como el papanatas de Freydelhart. Le había hecho temer por su vida por primera vez, y fue precisamente el príncipe rojo quien le había salvado las escamas, para reemplazarlo también en sus pesadillas. Caramin era el nombre que le daban los humanos, habían nombrado al mismo color carmín por sus escamas, aunque ya no lo recordaran.

Meraxes era uno de los dragones menores más grandes y poderosos que existían, lo había demostrado al sostener combate singular con el príncipe blanco, pero Caramin era diferente, recordar el rojo de sus ojos le provocaba temblores y un sudor frío, no conocía su poder, pero tampoco hacía falta, la había dominado con su mera presencia aquel día, y ahora, con ambas en cuerpos humanos, la sensación de que se trataba de una voluntad inquebrantable del propio mundo no desaparecía.

En la forma de la reina Clessa, Caramin se comportaba como el dragón que Mera conocía, cualquiera diría que era la persona más alta de la habitación e inspiraba el mismo miedo a los humanos que si estuviera en su forma draconiana. La diferencia era cómo se movía, serpenteaba seductora, provocaba por igual a hombres y mujeres conocieran o no su secreto. Su arrogancia se mostraba en su perfecta sonrisa y su voz suave, controlaba la sala del trono con órdenes claras y directas, sin tener nunca que mostrarse enojada o hacer amenazas, su mera presencia ya lo era. Eri la percibía, se escondía detrás de las piernas de su madre cada que la reina se le acercaba.

—Bien, ya que estamos todos cómodos —comenzó a decir la reina —tal vez quieran una explicación de la situación, no me gustaría que pensaran que los traje aquí para matarlos, lo de mi vasallo y su barco fue desafortunado, tenía órdenes de acabar con cualquier dragón que se acercara, no podía desobedecer, no esperaba que Artemia nos enviara a su princesa y mucho menos esperaba a Meraxes, por cierto que estoy encantada de volver a verte, tienes que escribir más de esos libros, crecí en este cuerpo leyéndolos y reconocí que eran tuyos por todas las menciones a los capullos de sangre. Siempre fueron tus favoritas. Pero ¿Qué les decía? Oh si, verán en realidad necesitamos matadragones en Pellegrin, mis embajadores fueron siempre sinceros, ellos no tenían idea de quien soy…

—Un momento… ¿majestad? —El matadragones zopenco que se decía padre de su señorita Eri solo abría la boca para avergonzarse —estamos dispuestos a creer en la buena voluntad de un dragón, pero quisiera saber porqué su dragón nos atacó en verdad, Eri había razonado con él, no parecía atacarnos por mera lealtad u obligación.

Era un buen punto, Mera lo había escuchado rugir balbuceos ininteligibles mientras atacaba el barco.

—Oh por el divino sol, ciertamente, si, creo que para mantener las apariencias debemos de usar los apelativos reales, el protocolo me da pereza, pero qué se le va a hacer, y bueno, lo demás, es debido a mi poder. Puedo dominar a otros dragones como cualquier otro príncipe, pero yo además puedo dar una orden absoluta, si le pido a un dragón bajo mi dominio que haga algo no puede desobedecer, sólo puedo dar una orden a la vez a cada dragón, pero no desaparecerá hasta que la hayan cumplido. Tranquila Meraxes, no recuerdo haberte dado ninguna orden absoluta, y ahora que es Eri quien te domina no puedo hacerlo, mi poder tiene muchas reglas, pero es útil.

¿Por qué estaba diciendo a los humanos la naturaleza y límites de su poder? Caramin siempre había sido habladora, pero nunca indiscreta, en mil quinientos años Mera jamás había logrado conocer lo que en pocos minutos había revelado.

—Como iba diciendo, el buen Jamdar ha sido un amigo por muchos años pero temo que se entera hasta hoy de mi naturaleza, el joven Ori, es un encanto, siempre tan leal. Tanto que mi poder funciona en él… no hay muchos humanos con corazones tan fieles para aceptar el dominio como lo hace un dragón. Pero divago de nuevo, los envié para pedir ayuda, los otros príncipes me descubrieron, tratan de hacerme salir atacando a mi pueblo, mis dragones han defendido la ciudad hasta ahora, pero pronto no serán suficientes. He mantenido a Pellegrin a salvo de la guerra por generaciones, ya no están preparados para esta batalla.

La confusión era evidente en todos los rostros presentes, no tenía sentido, incluso si era verdad que Caramin había tomado el lugar de la reina toda su vida la historia no encajaba.

—Oh, bien, supongo que debo empezar por el principio —dijo con una expresión aburrida —hace unos ochocientos años, siglo más, siglo menos, este pueblo era apenas un montón de chozas a lo largo del rio, vine aquí a esconderme del príncipe negro, los humanos nunca habían visto un dragón y vivían con extrema sencillez, aislados de los reinos de los elfos al oeste. Me veneraron como a una deidad, creían que mi fuego venía del sol y mis alas provocaban las tormentas de arena. Fui su rey una vez, cuando me trajeron el cuerpo casi sin vida de un anciano monarca suplicando que lo ayudara, lo devoré y tomé su forma.

—El gran rey rojo, Jaran el constructor —dijo Jamdar levantándose de la mesa —era también un dragón…

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—Bueno, tomé su lugar al final de su vida, pero eso me permitió crear esta cultura, le tengo aprecio. La familia real sabe algunas cosas, como que visitaba la ciudad cada algunos años, me oculto en los edificios mas grandes y escucho a los reyes y príncipes. Hace veinte años la familia real agonizaba, víctimas de un ataque traidor, me suplicaron que salvara a su bebé, hice lo único que podía hacer —su tono se hizo menos dulce, apartó la mirada un momento —decidí dejar que creyeran que la había salvado, incluso después que fallecieron, el hombre que fue regente antes de mí sabía una parte de todo esto, pero creyó que yo era su princesa hasta que me sinceré con él.

El hijo del embajador, Oregdor miraba al suelo, sudando, estaba más afectado que los demás. Por lo general a Meraxes no le importaban esas cosas, pero la señorita lo miraba con lástima que superaba su temor.

—Entonces — Runaesthera levantó la voz —lo que nos dice es que realmente espera nuestra ayuda para defender Pellegrin de los príncipes restantes. Que no intenta dañar a Eri ni a ninguno de nosotros.

—Eso digo —le sonrisa en el rostro de la reina volvió a ensancharse —y quisiera proponerles mucho más. Podríamos terminar la guerra entre la pequeña azul y yo. Pero por ahora, quizá quieran negociar su ayuda.

Meraxes miró a todos lados. Cada uno de los humanos era una vorágine de emociones débiles, recelo, desconfianza, rencor, hasta el papanatas de Frey estaba indeciso. La señorita era demasiado compasiva, haría lo que sus inútiles padres dijeran.

—Caramin —dijo Meraxes al fin —si deseas que la señorita y sus humanos te ayuden, dales una prueba de que eres de fiar, dale tu fuego. Ella lo reencenderá cuando nos vayamos —todos la miraron, seguro pensaban que había estado fuera de lugar, pero ninguno de ellos se atrevió a contradecirla.

—Un poder interesante mi querida hermana —dijo mirando a Eri —en verdad que serás tú quien tome el reino de los dragones. Pero este cuerpo muere deprisa, sin mi fuego no puedo mantenerlo. Gracias Meraxes, veo que aún recuerdas el honor básico de nuestra raza, mis espías no estaban seguros de cual era el poder de la princesa azul.

El comentario lo había acompañado con una mirada siniestra, con él había menoscabado la confianza que los humanos le tenían sin duda alguna.

—En realidad —otra vez el inútil caballero —Artemia ha decidido prestar su ayuda en forma incondicional. Su hospitalidad y amistad nos serán suficientes. Eso en cuanto a proteger a las personas de los dragones. Sin embargo, tendremos mucho de qué hablar sobre nuestro papel en la guerra entre los príncipes. Eri, mi hija es un alma pura, desea la paz entre nuestras razas, pero si algo la pone en peligro…

—Joven príncipe Frey —le interrumpió la reina —los humanos creen que son diferentes a nosotros, no se equivoque, cada dragón de este mundo lucha por mantenerse vivo. Yo misma los he traído con la esperanza de evitar no sólo que mi amado pueblo arda, sino que mis hermanos acaben con mi vida. Para ello estoy tan dispuesta a todo como lo está usted de proteger a sus seres queridos. Me he puesto en evidencia y les he dicho sobre mi poder y sus límites. Les ofreceré mis propios dragones para su seguridad mientras estén aquí, muchos de mis sirvientes se esconden entre los humanos, por suerte el fuego de los dragones menores no es visible ni para los príncipes como Eri o yo. Seguro no los vieron cuidando mi puerta, o el palacio de justicia.

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Unos días después de la reunión Freydelhart supervisaba el entrenamiento de un grupo numeroso de soldados, casi cien se habían presentado voluntarios para entrenarse como matadragones, aunque no serían incorporados a la orden como tal. En la primera fila, el más variopinto grupo de reclutas entrenaban. Oregdor, el hijo del embajador, Bestenar, el escudero de Frey, y la propia Eri. En realidad, los dos últimos tenían la misión de enseñar a los menos avanzados si Frey se ausentaba. Oregdor había suplicado un lugar entre ellos y se lo había concedido por la amistad que habían cultivado durante el viaje.

Después de una lastimera sesión de cien repeticiones de la pose de la harpía, que solamente Bestenar logró hacer bien, decidió darles un descanso.

—¡De acuerdo montón de inútiles! —les gritó en su tono más marcial —¡Descansen esos brazos flacos, a ver si la próxima consiguen hacerlo mejor que una niña de seis años!

—Pronto voy a cumplir siete papa —dijo Eri molesta porque siempre la usaba en sus comparaciones.

—Tienes razón amor —la voz de Frey cambió a un tono amoroso, e inmediatamente volvió a ser marcial —¡De siete años, y le ofende la comparación, a mejorar!

Bestenar, que por fin había encontrado en el ardiente sol de Pellegrin una razón para abandonar sus finos ropajes y entrenar con el torso desnudo, se le acercó.

—Príncipe Frey, debemos hablar.

—Habla Bestenar, hoy lo hiciste muy bien, quisiera que tu padre lo viera.

—De eso quiero hablarle. Mi año de pupilaje casi ha pasado, quedan unos pocos meses.

—¿Temes estar muy lejos de casa para regresar? No esperaba que estuvieras tan ansioso, pero puedo enviarte a Meyrin con Valderant si seguimos aquí para entonces.

—No es eso.

—¿Qué es entonces?

El joven pupilo, mucho más recio que un año atrás, desvió la mirada.

—No es suficiente tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando llegamos aquí, me di cuenta de que el mundo está en una mucho peor situación de lo que pensé. Los dragones podrían estar donde sea, ser quien sea. Y muy pocos pueden vencerlos, usted no me agrada, pero necesito aprender, necesito tomar el lugar de mi hermana, no solo como rey, sino como protector. Lo que se espera de mi, ahora lo sé, es mucho más de lo que soy. No estoy listo para ser rey.

Frey sonrió más de lo creyó que haría jamás en presencia del mocoso.

—No hijo, creo que de cierto modo, ya estás listo.