—¡Rey Freydelhart! —Un soldado corría hacia la sala de guerra del castillo de Artemia, el terror reflejado en sus ojos —¡Nos atacan! Es el rey dragón, se acerca por el sur, con un séquito de dragones.
—Soy rey consorte soldado —el soberano recio y fuerte se acariciaba una regia barba, aún no tenía canas en absoluto, miraba por la ventana de la torre con el yelmo bajo el brazo y la roja capa ondeando tras de sí, mecida por el viento —no lo olvide, la reina es Runaesthera.
—¡Ah no! —la reina, se acercó, meciendo un bebé en sus brazos, pero luciendo más fresca y sensual de lo que nadie la había visto en sus primeros cien años de vida —Ya te lo dije cabeza de trasgo, Mi padre dejó el trono para que lo reines tú, yo lo tomaré cuando me dejes, no antes. No desperdiciaré los dones de la diosa. Tus hijos necesitan una madre, más que una reina.
—Pretextos, —dijo el rey con una sonrisa satisfecha —pero en fin, tenemos una crisis —se volvió a mirar al pobre soldado que no entendía la poca urgencia de sus majestades —¡Muchacho! Avisa a la princesa Erifreya que hoy vamos a cazar hadas.
—
La princesa Erifreya Verrin Draconis era la hija mayor de sus majestades, muchos pensaban que había sido la primera natural, pues todos sus hermanos se le parecían, pero la verdad era que la habían adoptado de pequeña. Era una bella mujer de ya veinticinco años, como todos los días vestía un bello y elegante vestido de encajes digno de su condición de primera princesa, color rosa con detalles en azul profundo que recordaban a su propio rostro. Usaba su largo cabello rosa suelto hasta su espalda donde comenzaban sus alas cuando no usaba sus aretes de esmeralda. Solo se dejaba dos delgadas trenzas alrededor de las orejas. De ellas pendían lazos engarzados de rubí traídos de Pellegrin, con un atrevido significado que sus padres desconocían. Regalo de la Reina Clessa y su prima Fernera. Siempre tan atentas, aunque no fueran familia de verdad.
Ese día se paseaba por las habitaciones de sus hermanos y hermanas menores.
—Señora Mera, —su voz era dulce, cariñosa, al igual que su rostro parecía no haber cambiado desde que cumplió dieciséis —¿Otra vez por aquí? Hace casi año y medio que cumplió su juramento, esa tobillera es un mero adorno ahora, aunque es bonita ¿Se lo he dicho? ¿Por qué sigue regresando a Artemia?
La mujer de unos cuarenta y muchos, le devolvió una mirada seria —¿Acaso no extrañas a tu institutriz querida? Esperaba más de ti, te enseñé a tener buenos modales, pero parece que con tus más recientes hermanitos puedo hacerlo mejor.
—Lo hizo bien conmigo, eso dice Papá, y con Hartrun, que ya es todo un hombre. Je, je, je, bueno, con todos nosotros, no creo que haya un príncipe en Artemia o Meyrin que no la ame como yo.
—Oh basta mi niña, tú siempre vas a ser mi favorita, no solo porque seamos dragonas. Y quítate esas cosas de la trenza, tu madre puede ser una niña ignorante, pero yo no voy a permitir que Caramin siga enseñándote cosas sucias.
—Soy una mujer ahora, maestra, y a mi esposo le encantan —le lanzó su sonrisa traviesa, en dos largas décadas, nunca le había fallado —le prometo que no se las mostraré a Alista.
—De acuerdo, pero más te vale cumplir tu promesa esta vez, de ustedes ocho, esa niña es la más problemática.
En ese momento, un mensajero real se apresuró dentro de la habitación.
—Princesa Erifreya, su padre proclama que es día de cazar hadas.
—Así que esa desgraciada se muestra por fin, ¿está el rey dragón a nuestras puertas soldado?
—En efecto Alteza, todos los efectivos están ya en alerta…
—Señora Mera, ayúdeme con los botones en mi espalda por favor.
La mujer, en el acto, desabotonó el vestido de su pupila y la vio correr en menos de lo que corazón late cinco veces. Tras ese breve instante, Erifreya ya estaba saltando por la ventana.
Mientras caía, se quitó el primero de sus aretes, revelando sus cuernos y liberando sus alas a través de los botones en su espalda. Al quitarse el segundo, su vestido se reveló como un práctico atuendo para el combate, eso sí, aún hecho para ser bello, su corsé permaneció abierto por la espalda mientras se transformaba en un ajustado jubón rosado que cubría una camisola blanca con abultados hombros, pero sin más mangas. Su Falda se tornó corta hasta medio muslo revelando unas calzas y botas de combate. En el cinturón llevaba su tesoro más valioso.
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Abrió sus alas justo antes de llegar al suelo y las replegó para caer grácilmente en el patio. Mientras corría a los establos, utilizó la poca magia que con su corta edad había aprendido para invocar su armadura, una pechera recubierta de oro adornada con motivos de las flores de dragón, como habían pasado a llamar a las peonias. Sus grebas y guanteletes, igualmente de acero cubierto de pan de oro, tenían motivos de garras en los extremos. Finalmente, un medio yelmo sin visor ni gorjal. Sus padres odiaban esa armadura, pues según ellos la protegía muy poco.
Silbó con fuerza mientras volvía a ponerse el arete derecho y sus alas volvían a desaparecer, en un instante, lo que parecía ser un hermoso pegaso blanco corría a su lado para que ella lo montara. El zafiro que llevaba ocultaba su verdadera naturaleza como el legendario unicornio. Cuando hubo montado, princesa y corcel se elevaron al cielo, donde su padre ya la esperaba en su propio pegaso Saltarín.
—Hija mía, hoy cumplimos nuestros destinos.
—No seas dramático papá, y cubre tus oídos, que no vienen solos.
La princesa, envuelta en llamas multicolor, abrió sus delicados labios para rugir tan fuerte que hizo estremecer la tierra misma. Segundos después, llamaradas luminosas se dejaron ver en varios puntos de la ciudad, de cada uno surgió un dragón, las huestes de quien era princesa de Artemia, y disputaba con quien se decía su padre, el reino de los dragones. Pronto estaban rodeados de dragones de todos colores y tamaños, de entre los que destacó un gigantesco dragón negro.
—La tía Clessa estaría encantada de venir, pero ya le contaré cuando tomemos el té con mis primos.
El rey Freydelhart sonrió a su niña con orgullo desmedido antes de acompañar a los dragones a combatir a aquellos que los atacaban.
—Ya, aparece Fae, mentirosa, sé que estás aquí.
Frente a ella se materializó la mayor de entre las hadas, lucía prácticamente igual que en su encuentro veinte años atrás, excepto que portaba nada menos que una amenazadora lanza plateada.
—Veo que me han descubierto, supongo que no todas mis hermanas son leales ni discretas —le dijo con la misma voz dulce, pero llena de desdén.
—El abuelo y mis padres ya habían deducido la mayor parte, ¿Por qué no me dijiste la verdad? Incluso desde nuestro primer encuentro, hubiéramos entendido, yo lo sé.
—He escuchado esa historia mil veces en mi vida Erifreya, —la dulzura de su voz se apagaba mientras su rostro se arrugaba por la ira y lo que parecía ser desolación —los héroes me han usado muchas veces para llegar a él, y nosotros somos lo único que le queda al otro, vi la oportunidad de acabar con los príncipes, y dale paz al único ser que yo amo. Restaurar el equilibrio, dejarlo arrasar todo a su anchas mientras yo daba fuerza y esperanza al mundo. Si yo pudiera destruir, te hubiera acabado hace años, ahora mi amado ha vuelto, usando la lanza y uno de sus dientes, seré capaz de pelear por fin.
—Creíste que sin la lanza no podría robar el fuego del rey, pero te equivocas. Además, si cualquiera de nosotros cae, la explosión de nuestros fuegos podría partir el mundo en dos.
—Yo podré evitarlo si acaso sucede —estaba claro que Fae estaba más allá de toda ayuda desde hacía siglos, preparó su lanza en una postura amenazadora.
—¿Crees que tu lanza me asusta? —La princesa dragón se quitó su arete, desmontó al supuesto pegaso y le retiró el zafiro, desapareciendo sus falsas alas y mostrando, ante ellas dos al menos, el cuerno de Peonia —es que no tienes idea de lo genial que es mi papá.
La princesa dragón desenfundó una daga con bellas vetas doradas desde su cinturón, al mismo tiempo, removió el cuerno del unicornio y juntó sus manos. Tras un destello que se equiparó al mismo sol por un instante, la pequeña hoja se transformó en un magnífico mandoble dorado. Blandiendo su insuperable arma, adoptó la pose del unicornio, lista para combatir a la semidiosa enloquecida.
—Me tomó tiempo entender por qué ya no escuchas a la Diosa de la paz Fae, pero eso ya no importa —exhaló una llamarada negra —mi destino está cumplido ya.
Fae comprendió de inmediato.
—Maldita niña, —su rostro se tornó en pánico —¿Desde esta distancia? Me has estado entreteniendo mientras consumías de nuevo el poder del rey dragón?
—Él es ahora una simple bestia ¿Verdad? Igual que tú ha enloquecido y ahora se basta con seguir sus instintos, pero todavía lo amas, eso lo puedo entender. Descuida, la tía Clessa me enseñó la misericordia, mientras papá cumple el destino que me mostraste, yo cumpliré aquel que no quisiste que viera.
El combate fue breve, una masacre, Eri, que sí, que todavía era Eri, por mucho que creciera o que cambiara, acabó con Fae en un mero movimiento, Freydelhart, imbuido con toda la magia de su esposa quien lo espera en el castillo, decapitó al rey con la misma facilidad. El resto de dragones se sometieron tras pocos minutos de lucha.
Eri sabía que algún lejano día, haría lo mismo por su amada tía, su maestra, y que ella misma no podría vivir en el mundo para siempre sin terminar consumiéndolo. Pero esos pensamientos la abandonaron para dejarla vivir la hermosa era que ella misma había creado en el mundo.
Sus hermanos, milagros concedidos por la diosa, no estaban sujetos a la maldición de los medios elfos, y por alguna razón, aprendían la magia deprisa, algún día el mundo ya no estaría dividido en razas y la magia estaría en todos y cada uno de sus habitantes. Ese día, una segunda luna aparecería en el cielo para cuidar de un mundo donde los dragones serían ya una mera leyenda.
Pero hoy, era lindo ser quien era.
Fin