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La tormenta

Al tercer día de viaje hacia Artemia, era hora de separarse. A donde iban iría solamente Eri con sus padres.

Papá le había explicado que nadie podía saber a donde iban, por eso Eri no se lo dijo a nadie, ni siquiera a Koro, que le había preguntado muchas veces y se sentía decepcionado cada vez que ella cerraba la boca y hacía un puchero por toda respuesta.

La señora Mera quería ir, incluso se ofreció a llevar a Mamá, pero Papá le había dicho que no podían llamar tanto la atención, y la maestra era tan grande que todos verían a donde iban. Mamá iría con Papá en Saltarín, y Eri montaría a Peonia, harían el viaje volando hasta el valle de las hadas. La despedida fue corta, esperaban estar de vuelta muy pronto.

Viajar era mucho mejor que pelear, Eri todavía no podría hacer el viaje con sus propias alas, se cansaba demasiado si volaba durante mucho tiempo incluso con el fuego naranja. Para Peonia era lo mismo que caminar, pero viendo todo desde arriba, le costaba creer que les había tomado tres días recorrer todo ese camino cuando vio a lo lejos el castillo de Meyrin.

Mamá iba detrás de Papá, aferrada a él con todas sus fuerzas, con los ojos cerrados y la cara arrugada. Papá dirigía a Saltarín todo lo recto que podía, aunque Eri sabía que él prefería hacer piruetas y atravesar las nubes.

Cuando el cielo se puso anaranjado, Papá le hizo una seña para que bajaran en un bosquecito cerca de un camino. Seguro ahí iban a acampar.

Muy pronto estaban ya todos en el suelo, Mamá se veía pálida, Papá la ayudó a sentarse en un tronco caído.

—Eri, ¿Puedes recoger unas cuantas ramas y encender el fuego? —Papá no le quitaba los ojos de encima a Mamá —necesitamos fuego tonto para calentar un té.

Eri ya no menospreciaba el fuego tonto, el suyo siempre era mejor claro, pero a veces las cosas sabían mejor si se quemaban despacito. El pastel era un excelente ejemplo. Obedeció deprisa, Mamá solo tomaba té cuando se sentía mal.

En pocos minutos estaban todos sentados alrededor del fuego, Peonia y Saltarín pastaban cerca y el té olía bien. Aunque la comida eran esas galletas secas que siempre dejaban para el final de los viajes, Papá parecía disfrutarlas, pero no sabían a nada. Eri tuvo que conformarse con eso y unos pocos dulces de miel de Meyrin, de su recién reabastecida reserva.

—¿Qué tienes mami? —le preguntó al fin, preocupada —¿Estás enferma?

—No mi niña, —dijo tomando un largo sorbo —me da vergüenza decirlo, pero tengo vértigo, no me gusta volar.

¿Qué? Mamá era la mejor jinete de pegaso, la había visto volar varias veces, incluso cuando peleó con el príncipe Blanco…

—Cuando tu mamá pelea, —dijo Papá en el tono favorito de Eri —olvida el miedo que le tiene a las alturas, ¿Sabías que se hizo famosa por eso? Fue mucho antes de que tú o yo naciéramos.

El reino de Artemia, hace cuarenta y dos años.

—¡No, no quiero hacerlo! —Runaesthera no podía soportar el entrenamiento, la cabeza le daba vueltas, se le ponía la piel de gallina y había terminado llorando cada vez. Ya pasaba los setenta años, los humanos del reino le decían que era mayor que algunas abuelas, pero su padre la seguía tratando como una niña. Ya podía usar algunos hechizos mágicos, ya tendría que haber dominado al pegaso de su padre. Sí, lo adoraba, pero cuando estaba en el suelo.

—Runaesthera —Su padre no iba a permitirle escaquearse esta vez —sube al pegaso, y recorre el circuito una vez más. Después practicaremos el relámpago, ya estás cerca de invocar uno correctamente. El maestro Genwil va a examinarte la próxima semana, cuando regrese de su viaje espiritual.

Seguramente eso quería decir que había vuelto a salir de juerga a probar licores exóticos en tierras lejanas.

La vida era tan injusta a veces, toda la gente que le agradaba se iba o fallecía, sobre todo en los últimos años. La pequeña Erimis, esa niña tan tierna a quien podía cuidar, se había ido a Meyrin por un estúpido matrimonio arreglado, y el pequeño Fin tenía años ausente, quizá era ya rey de Unermia, había escuchado algo sobre que había tenido hijos ya. ¿Hace cuánto que había ido a la boda? Para ella, siempre sería ese muchachito tan educado que siempre quería jugar con espadas. Casi todos los amigos que había hecho en su infancia ya no estaban por una u otra razón. Ahora, su amada madre humana de casi noventa años pasaba casi todo su tiempo en cama, aparentemente sana y lúcida, pero visiblemente agotada.

Por eso tenía que poder montar a Sol Dorado, pronto recibiría buenas noticias, y tenía que estar lista. Hizo acopio de valor para intentarlo una vez más. El circuito eran una serie de aros de fuego que su padre invocaba, para llegar a cada uno debía dominar una técnica.

El primero aparecía cerca pero un poco arriba, debía ascender muy deprisa para alcanzarlo; para el segundo debía caer en picado casi sin avanzar; el tercero aparecía detrás y arriba, lo que requería una pirueta. Los últimos requerían avanzar en zig zag para finalmente ascender en una espiral cerrada.

Pudo terminar el circuito apenas antes de precipitarse de vuelta al suelo y saltar de la montura, estaba temblando, tenía el estómago revuelto y muchas ganas de llorar. La gente del reino había empezado a enterarse, a hablar a sus espaldas.

—Bien hecho hija, creo que mejor terminamos por hoy, vé a descansar. Mañana agregaremos un círculo más —el padre de Runa era un hombre que gustaba de pretender, siempre se hacía el duro al inicio de los entrenamientos pero no soportaba verla sufrir.

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Esa noche las nubes de tormenta se estaban acumulando cerca de la costa, Artemia era la ciudad más hermosa del mundo, sus costas eran de un azul tan puro que parecían el cielo, salvo que de vez en cuando terribles tormentas las azotaban. Las personas estaban protegidas por los muros y la montaña, solo los barcos tenían algo que temer de ellas.

Por eso fue tan inesperado recibir justo ese día la carta.

La tenemos, debe recogerla en la isla del oeste. No podemos garantizar su efectividad.

Pedazos de orco panzón. Se suponía que debían traerla al castillo. La madre de Runa, la reina Estheramina la necesitaba. Aunque si la tormenta venía del oeste…

No había remedio.

Runaesthera fue derecha a los establos, no estaba pensando, tampoco sentía más que su determinación. Si los exploradores que había contratado de verdad tenían un vial con la antigua poción de la reina heroína…

—Runa, ¿A dónde vas? —Su padre parecía querer detenerla, pero si sabía lo que pretendía a ella no le importaba, —escúchame…

Runa siguió su camino, su padre caminaba tras de ella, tratando de convencerla de que no saliera, seguro los informes de la tormenta…

—Padre, —le dijo mientras tiraba las riendas de Sol Dorado —si existe una pequeña oportunidad de que esto funcione, voy a tomarla —montó con tanta celeridad como había desmontado esa mañana, en ese punto ya nadie podía detenerla.

Llegar sería fácil, la tormenta parecía estar apenas en formación, voló en línea recta, tan rápido como pudo, sin detenerse, alcanzó la isla cuando el último rayo de sol escapaba por el poniente, buscó el pueblo de la isla, lo divisó en la cara norte, protegido por densos riscos de piedra. Bajó en el edificio con más luces, una humilde taberna de marineros, su punto de reunión. Amarró a Sol Dorado con su brida de esmeralda, que le hacía parecer cualquier otro caballo, y entró poniéndose la capucha, con poca y vana esperanza de no ser reconocida. El corazón a punto de estallar por el vértigo del viaje.

El lugar era lo bastante espacioso para que aquellos en las mesas pudieran atender sus asuntos lejos de aquellos de la barra, por lo general los marineros abarrotaban el lugar jugando a los naipes y cantando aquellas viejas y groseras canciones de mar. Pero en una noche de tormenta, estarían todos en mejores puertos o asegurando sus embarcaciones. Ya la estaba esperando un hombre de aspecto recio, usaba un atuendo a medio camino entre oriente y occidente que hacía poco sentido a quien no fuera un viajero. Usaba un jubón sin mangas típico de Atyr y los anchos pantalones y cinturón de Pellegrin, era completamente calvo y usaba un parche en un ojo debajo del cual asomaba una ancha cicatriz desde su párpado hasta la nariz.

—Lo tienes entonces —le dijo reclinándose en la barra, como si ordenara algo.

—Lo tengo, el pago acordado…

Sin dejarlo terminar, le mostró una moneda de oro —quiero verlo ya.

El hombretón sonrió —pide una copa de “cosecha élfica”, el cantinero te la dará. Dale a él el pago. Si me ven con tanto dinero no saldré de aquí con vida.

Runa vio al hombre irse e hizo lo que le indicaban, el cantinero le dió un frasco pequeño de cristal con un líquido brillante, parecido a las pociones de magia, ella le entregó una bolsita con suficiente oro para comprar todo ese pueblo y salió inmediatamente, el cielo estaba oscuro por la noche, por las nubes y por la lluvia, aún así estaba en el aire antes de quien fuera que trataba de seguirla consiguiera alcanzarla.

La tormenta había comenzado ya, entre la isla y la ciudad no había una distancia tan grande, pero el viento pareció empujarla hacia atrás a cada paso, trató de elevarse, superar en altura a la tormenta misma pero fue en vano. El viento empezó a formar un gigantesco remolino frente a ella.

La fuerza de la tormenta parecía crecer a cada minuto, Runaesthera se encontró acompañando al torbellino, siguiendo su dirección en lugar de resisitirlo, incapaz de escapar del poder de la naturaleza que se manifestaba en aquel muro de viento y nubes.

Tenía en sus manos lo que creía que era su mejor oportunidad de conservar a alguien a quien amaba por un poco más de tiempo. No podía permitirse tardar ni mucho menos rendirse.

Intentó poner un escudo alrededor de ella, pero el viento siguió arrastrandolos, si bien menos. Intentó aprovechar el impulso de la misma tormenta para lanzarse hacia afuera, sin éxito pues no lograba alejarse lo suficiente antes de que terminara en una nueva corriente. Tras varios intentos, Sol dorado empezaba a cansarse.

Desesperada, Intentó emplear la magia con la que se acumulaban los relámpagos, aquella que movía el viento y las nubes para hacer la tormenta más débil, más lenta. Por supuesto que se resistía, Runa apenas había aprendido el hechizo, su magia, su esencia se estaba agotando demasiado rápido, el hechizo tiraba de su energía vital con fuerza, amenazaba con desgarrar su cuerpo y alma misma.

En el momento en que la última traza de poder la abandonaba, la tormenta pareció debilitarse, fue un momento, suficiente para que Sol Dorado, avispado como era, agitara sus alas con fuerza y los librara finalmente de la espiral, tomando el camino de vuelta a la ciudad.

Sol Dorado aterrizó en lo alto de una de las torres, la de los aposentos de la reina, el pobre animal jadeaba y bufaba por el agotamiento, la propia Runa no estaba mucho mejor, pero aún así desmontó de un salto, en el momento de tocar el suelo con sus pies, cayó en la cuenta de lo que había hecho, el miedo, la ansiedad, el mareo la atacaron a la vez como si la hubieran estado esperando. Quiso caer de rodillas, pero en su lugar, corrió a la habitación de su madre. Si la poción era lo que prometía la leyenda, podría darle salud para vivir varias décadas. Se suponía que estaba hecha con los restos del cuerno de un unicornio.

En el cuarto ya se encontraban el rey Alistor, algunos parientes, y la sacerdotisa de la diosa.

Cuatro días después del fastuoso servicio funerario, en que todo el reino trajo tantas flores al mausoleo real que fue necesario suplicar a la gente que se mejor las colocara en pequeños maceteros por toda la ciudad, Runa acumuló el valor para confesar a su padre lo que había hecho. Dándole el frasco con la supuesta poción.

—Ay hija mía —dijo el rey con voz ahogada —ojalá no lo hubieses hecho, tu madre preguntó por tí cada minuto hasta que nos dejó. Esto no le hubiese hecho ningún bien.

—¿Quieres decir que después de todo es falsa?

—No, es auténtica, las he visto antes, no están hechas de cuerno de unicornio, sino de savia de mandrágora. Igualmente raras y poderosas. Pero temo que las leyendas a veces olvidan los detalles, esto puede alargar la vida de un elfo en unas pocas décadas, pero en humanos apenas unos días en el mejor de los casos. Además, no es capaz de aminorar el agotamiento ni el dolor. Su mejor uso es para retirar maldiciones, mezclada con un poco de raiz de tejo negro. Si se lo hubiéramos dado…

—Entiendo papá.

Ambos se abrazaron como habían hecho tantas veces esos días. Ninguno olvidaría los años tan felices que compartieron. La historia de Runa atravesando la tormenta se convirtió deprisa en una leyenda local, decían que había luchado con un dragón en el ojo de la tormenta, o que había detenido los vientos con magia tan poderosa para doblegar la naturaleza. Por suerte, ninguna versión hablaba de su fracaso, o de su trato con personas de dudosa moralidad.

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