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Cenizas

Hace siete años

Erina, princesa de Meyrin ni siquiera tenía un linaje élfico que presumir, la noticia de que el héroe, aquel legendario matadragones se había comprometido con la princesa Runaesthera de Artemia la tenía vuelta loca.

No lo conocía de nada, ni era que lo quisiera precisamente a él. Pero tenía una vida entera dedicada a mejorarse en cada aspecto posible. Era justo que las cosas buenas le pasaran a ella. Y no que cada pocos años, unos monjes idiotas vinieran de Atyr a decirle que no podía reinar por ser mujer. O que cada tanto la obligaran a darle esperanzas a algún joven noble de quien nadie había oído hablar.

Mientras se miraba en el espejo esa mañana, pensaba en lo bella que se veía, en cuánto cuidaba su cabello, su cintura delgada y fuerte, su cadera y piernas contorneadas, tonificadas por su entrenamiento ¿Por qué ella no tenía un prometido asombroso? Tenía miedo de que su padre, el Rey Bestolf le estuviera arreglando un matrimonio, era un viejo taimado y manipulador. Y mientras tanto, el pequeño Bestie estaba lejos, con sus primos, leyendo sobre sus flores, ese niño era para envidiarlo, a diferencia de ella, recordaba cada palabra que leía sin pasar noches y noches en vela. Sin duda, él podría reinar mejor que ella, que vivía aterrada de olvidar las fórmulas básicas de cortesía o los linajes de las casas del reino.

Si quería ser la reina que sus padres esperaban, la persona que ella misma aspiraba a ser, tenía que ser más que los demás, por eso se había marchado todos esos meses atrás, tenía que encontrar el valle, el lugar donde descansaba la lanza de la primera reina de Artemia, si la conseguía, ni el rey dragón podría vencerla, y entonces, seguramente, la vida le sonreiría por fin.

Dos semanas más tarde estaba ya explorando los muchos caminos montañosos de Unermia, a lomos de su corcel negro Noche Estrellada. Encontró muchos valles escondidos en su camino, algunos estaban llenos de flores, peonias sobre todo, pero ninguno parecía ser el indicado.

El libro que había encontrado escondido bajo el trono de su padre decía que la reina heroína había devuelto los dones de la diosa a las hadas al final de su vida, y que había hundido su lanza en un estanque en medio de un valle en aquella zona. Solo le había faltado explorar uno que en su opinión, ni siquiera estaba tan oculto, era simplemente… Incómodo, pues tras un largo y serpenteante camino, más allá del valle no había nada.

En un principio, pensó que no podía ser, el valle era un lugar pacífico lleno de criaturas raras, pero casi ninguna peligrosa. Se parecía más al de aquel viejo cuento del niño que pedía un deseo. Y resultó que en un claro del valle, encontró un estanque de agua tan pura y llena de vida que no podía ser ningún otro. Recordando el cuento, expresó su deseo de ser la mayor guerrera de la historia y se sumergió en el extrañamente profundo pozo en medio de aquel bosque escondido.

¡Ahí estaba! Al fondo, entre las rocas, aún inmaculada y con el cuerno del unicornio en la punta como decía la leyenda. Simplemente, sostenerla le hacía sentir invencible, en sus manos, la lanza cambió de forma hasta hacerse perfecta para ella. Si la tenía, en efecto, podía ser la próxima leyenda, superaría al héroe e incluso a la reina heroína de las historias de Artemia.

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Y ahora que la tenía, todo era mejor… un poco. Con ella había acabado fácilmente con dos dragones impresionantes. La lanza incluso consumía el fuego de los monstruos eliminando el peligro de que explotaran. Ahora solo se consumían en cenizas. Se estaba labrando una reputación, pero, no estaba satisfecha, se sentía vacía. La extraña mujer rubia que había conocido en el camino le había dicho que pasaría. Tocaba imponerse nuevas metas. Por hoy, sobrevivir a la corte.

Ahora estaba alistándose para otro tonto banquete que su padre ofrecía en su honor, es decir para buscarle pareja. Quizá si se soltaba la trenza… o si se ajustaba un poco más el corsé… ¿Debía usar la pechera de plata sobre el vestido? A ella le encantaba usar armadura con sus vestidos finos, pero su madre le diría que hay tiempo para todo… Al final se la puso, la plata le quedaba bien siempre, incluso se decidió a usar una tiara. Si el viejo taimado quería exhibirla, que se viera bonita. Además, sabía que mientras más deslumbrara, menos se le acercarían, vamos, que los hombres nobles que ella conocía, eran todos unos cobardes.

Cuando bajó Erina no encontró sorpresas, su padre, todo músculos y bigote estaba bebiendo con un dignatario de Pellegrin, el viejo empezaba a dejarse demasiado, estaba engordando. Su madre se movía como una libélula entre los grupos de personas saludando a todos y asegurándose de que tuvieran una grata velada. El fiel Frigg parecía un enjambre de abejas, dirigiendo al personal sin hacer el menor ruido.

Tampoco le sorprendió ver los mismos rostros de siempre, dos o tres de esos muchachos de hecho le gustaban, pero en su mente solo había lugar para lo extraordinario, para lo que no podría tener solo con desearlo, y esos chicos no encajaban, eran ricos, fuertes, amables; pero ordinarios, totalmente a su alcance. Y lejos de su interés.

Al parecer, lo haría de nuevo.

Ya tarde, se excusó del banquete diciendo que estaba muy cansada, puso rumbo de regreso a sus habitaciones, pero, discretamente, se quitó su zapatilla derecha sin dejar de caminar y la dejó atrás sobre el tercer escalón que subía a la torre.

Justo a la medianoche él llamó a su puerta. Aunque entró de todos modos sin esperar la respuesta, siempre lo hacía así. Nunca hablaban desde la primera vez, no se decían cuánto se amaban, ni cuánto se extrañaban. No comentaban que soñaban el uno con el otro, ni que lloraban de impotencia en las noches solitarias. Se amaban en silencio para volver a ser desconocidos al amanecer. Almas afines que apenas se atrevían a usar una sutil e inocente señal para decir “te necesito”.

El sol tocó el rostro de Erina, él ya no estaba, sus zapatillas estaban en el suelo una al lado de la otra, así sabía que no había sido un sueño. Esperó escuchar el canto del gallo en cualquier momento para que le recordara que tenía mucho que hacer.

Lo que escuchó fue el rugido de un dragón.

Apenas atinó a cubrir su desnudez con un camisón y unas sencillas calzas antes de correr escaleras abajo, debía ponerse la armadura. Cuando estuvo ahí, su escudero la estaba esperando, le colocó las grebas, la pechera, los guanteletes, el gorjal; su tacto era tosco, directo, muy diferente al que ella aún sentía en su cuerpo. Trabajaba eficiente y en silencio. Hasta que terminó.

—Erina, dicen que es el rey dragón.

—No es el momento, por favor Harlan…

—Tal vez no haya otro momento Erina. Te amo, por favor, tienes que regresar. No importa si no…

La princesa tomó su lanza plateada y salió corriendo de la armería sin mirar atrás. No quería escuchar el resto. Su padre seguramente ya estaba enfrentando a la bestia.

El instante en que se alejó de la entrada le pareció eterno, aún sentía las palabras de Harlan en su oído cuando un dragón dorado cayó del cielo contra el edificio de la armería, reduciéndolo a escombros antes de estallar en llamas, como para sentenciar el hecho sin dar lugar a la esperanza.