Los días seguían pasando en la ciudad de la arena y el sol, una noche había bastado para dejar a la mitad de sus habitantes sin hogar, a muchas familias incompletas y al pueblo como tal confundido y asustado.
Aun así, en las cámaras subterráneas del palacio de la reina, eran tiempos de celebración, dos príncipes dragón habían caído, los dragones, en general, no volverían a ser una amenaza para los seres humanos, elfos o enanos, ni siquiera para sí mismos, y la pequeña Eri era la mayor responsable. Todos los que la rodeaban parecían competir por cuidarla en los días que estuvo débil tras la que sería llamada “noche de los tres amaneceres”. Cuando comenzó el ataque, el estallido del príncipe verde, y el verdadero que había llegado con la paz.
Eri tenía ya tres días en cama, ni siquiera su fuego naranja había podido ayudarle a reponerse, había hecho un esfuerzo sobrehumano, o hasta sobre draconiano en palabras de la reina Clessa y Lady Meracina. Esas dos tampoco estaban nada bien, la magia élfica no curaba bien sus cuerpos humanos, y la reina se había agotado liderando los esfuerzos de reconstrucción mientras la condesa tenía ambas piernas destrozadas. Se suponía que deberían poder curar sus cuerpos con su fuego, pero habían decidido contra eso, los ojos del pueblo estaban sobre ellas y si aparecían en público completamente sanas sus secretos corrían peligro.
Freydelhart tenía que estar lejos de su hija ese día, le había correspondido a él honrar a sus aprendices por su valor… y por su sacrificio. Según la tradición de Pellegrin, los guerreros eran despedidos con su acero en la mano, según la de los matadragones, se entregaba a uno de los sobrevivientes un arma con los nombres de los caídos grabada, o se añadían nombres a una que ya los tuviera. Frey era además de un soldado, un herrero, lo primero que había aprendido a hacer cuando se unió a la orden bajo el abrigo del rey Alistor, a los siete años, había sido precisamente eso. El plan era tomar las armas de los caídos, romper un trozo de cada una, y forjar con el acero un arma para aquel que los sobrevivientes escogieran como su representante. Y a eso dedicaba su día el héroe de Artemia.
Miraba su propio mandoble, tenía grabados los nombres de al menos diez compañeros a los que había dicho adiós golpeando acero, junto a las runas élficas que lo encantaban, permitiendo que perforaran escamas de dragón y que el mandoble pudiera ser invocado desde donde estuviera y devuelto a la armería de Artemia con un mínimo de magia. Ahí, al final, estaba el nombre de Jimmer de Kostarren, su mejor amigo, su segundo al mando, su hermano. La noticia les había llegado a lomos de hipogrifo el día anterior, esa noche avisaron a Valderant y los tres, Frey, Runa y Val, lloraron al hombre que sobrevivió a todas sus batallas con dragones para caer ante una enfermedad. Lo habían encontrado por la mañana en la sala de oficiales, rodeado de informes con una pinta de cerveza clara de Cormin en la mano. Leal y trabajador hasta el final. Nunca se había casado y era un huérfano de guerra, sabía que un día podía terminar sus días sin aviso y se propuso lograr que pocos lo lloraran, por desgracia para él, había soportado muchos años, y todos quienes lo conocían lo harían. Aún si estaban lejos.
No se necesitaba de un dragón para terminar el tiempo que un hombre tiene en la tierra, era el tipo de cosas que uno sabe, hasta que se da cuenta de que en realidad nunca podía saberse hasta que sucedía.
Terminó, siguiendo la tradición de Pellegrin, grabó los nombres de los cinco jóvenes en una cimitarra y se dispuso a convocar al resto de aprendices al patio del templo donde entrenaban, para la ceremonia. Los cuerpos ya habían sido inhumados días antes, por lo que simbólicamente enterrarían sus armas en aquel mismo patio.
Cuando todos se hubieron reunido, apareció frente a ellos con el torso desnudo quemado por el sol, el cabello castaño desarreglado y sucio de hollín. Contrario a su perfeccionismo habitual.
—¡Soldados! —les dijo con su voz contenida, sin dejar ver sus emociones — ¡Me presento ante ustedes con humildad, cada uno de ustedes es un héroe, y como tales, merecen mi reconocimiento personal, el de la orden, y el de las naciones, ahora hermanas de Pellegrin y Artemia! ¡Que de un paso al frente aquel que han escogido para representarlos en esta ceremonia!
Oregdor se adelantó de entre las filas de aprendices, a Frey le sorprendió un poco, había esperado a Bestenar.
—Las almas de tus compañeros caídos te acompañarán de hoy en adelante, guiando tu brazo y dándole fuerza. Acepta este símbolo en nombre de todos, para que nunca olviden que el camino a la victoria está sembrado de la sangre de aquellos que luchan a nuestro lado.
Oregdor la tomó sin decir nada, asintió humilde y la levantó para indicar a los demás que procedieran a cubrir con arena los hoyos donde yacían los restos de las armas de los caídos.
La ceremonia terminó inmediatamente. Todos regresaron a sus labores asignadas reconstruyendo o cuidando de heridos y refugiados. El templo se había llenado de gente tras el ataque.
Frey regresó al palacio, caminando despacio.
Oregdor caminaba de vuelta a los muelles, su padre Jamdar seguro lo necesitaría para descargar otra barcaza con suministros venidos de Axandor, Bestenar lo estaba esperando tras una de las columnas del templo.
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—Alteza, no esperaba verlo, no estuvo en la ceremonia —se burló Oregdor.
—No, no era mi lugar, si me presentaba te habías asegurado de que yo recibiera esa cimitarra, y no me corresponde.
—¿Porqué no? Ese dragón que mataste pudo acabar con todos, ni siquiera hubiéramos sabido que hacer, tú tuviste la idea de cómo alejarlo hasta que atacó a Parel…
—Yo tampoco sabía que hacer, además tenía ventaja con esa espada encantada del campesino.
—Así que vuelve a ser un campesino para ti… ¿Qué tiene que darte para que lo respetes? ¿A su hija en matrimonio?
Bestenar reaccionó golpeando a Oregdor en el rostro, tirándolo al suelo.
—Vaya —dijo Oregdor riendo mientras se sentaba, tal vez ahora sí tema un poco tus amenazas —empezó a levantarse —por lo menos tus puños son más sinceros que tus palabras, si te ofendiste es que esa niña ya es una hermana para ti. Supe lo que ocurrió en Meyrin, el maestro te golpeó por insinuar que podrías desposar a su hija. Y mírate ahora.
Bestenar no pudo responder, ¿Cómo podría? Se había delatado.
—Lo peor —continuó Oregdor —es que en realidad nunca fue descabellado, no se llevan tantos años, en aquel momento, si tu padre fuera otro hombre, habría considerado la reacción del maestro una deshonra. No te enfades, pero ahora creo que podrían pedírtelo en el futuro. Te conocí en Artemia, y desde entonces has cambiado mucho.
—Los ojos de Bestenar se encendieron de rabia, pero no respondió, en su lugar se burló.
—Y entonces Oregdor ¿Cómo es ver la verdadera forma del amor de tu vida?
—¿Y cómo más iba a ser? —le sonrió mientras le ponía una mano en el hombro —fue como haberla visto sin maquillaje a la mañana siguiente.
Bestenar abrió los ojos como platos por un momento antes de estallar en carcajadas, ambos rieron juntos un buen rato de la implicación.
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Meraxes no podía dejar esa silla por sus piernas rotas, y la elfa no se callaba, era la duodécima vez que se lo preguntaba.
—Maldiciones Runaesthera, no, no hay más príncipes dragón, estoy segura, Caramin, ¿Puedes por favor explicárselo otra vez?
Caramin estaba de nuevo en ese cuerpo que era delicado hasta para ser humano, era increíble cómo lograba ser imponente a su pesar.
—Ten paciencia Mera, y por favor, aunque estamos en confianza, llámame “alteza” o “majestad” y mi nombre es Clessa en el peor de los casos, aún quiero mantener mi secreto entre mi gente algunos años, gracias. En cuanto a usted, princesa Runa, ahora que Eri tiene todos nuestros poderes, ni yo misma puedo desafiarla, cada dragón del mundo se someterá a ella. Aunque hubiera algún dragón menor con ínfulas de superioridad —la miró con esos ojos que siempre decían dos o tres cosas a la vez, mientras sus palabras decían cinco o seis —como mi querida Meracina, su poder ahora puede consumir el fuego de un dragón en instantes, mírela, le está costando no quitarnos los nuestros, pero descuide, se acostumbrará en pocos días.
¿Era eso lo que llamaban maternidad? Los humanos y elfos enloquecían cuando tenían hijos, esa mestiza, sobre todo, para un dragón ese sentimiento era ajeno, ella misma había incubado algunos huevos, todos habían eclosionado bien. Pero ella no tenía idea de dónde estarían sus descendientes, hasta cabía la posibilidad de que fueran parte de alguno de los dos bandos durante la batalla y hubieran caído. Le tenía sin cuidado. En cambio, Runaesthera tenía tres días sin despegarse de Eri más que para visitar ocasionalmente la letrina.
—Mami —la señorita estaba despierta, en esos días dormía la mayor parte del tiempo —¿Puede venir Koro? Estoy aburrida.
—Lo siento mi amor —le respondió con ese tono que de tan meloso empalagaba —Tu amigo está ocupado con sus padres, su mamá se lastimó un poco, además están cuidando a Peonia, la pobre potrilla no puede pararse.
La señorita suspiró resignada, al parecer ella tampoco podía pararse por el momento.
—Un unicornio —dijo Caramin, cruzándose de piernas y brazos —la última vez que vi uno fue hace miles de años, son esencialmente hadas, esa niña es literalmente el centro del mundo, todas las razas le deben algo al parecer, hasta la diosa de la paz le ha enviado su emisario. Esa lanza plateada era sin duda la de la heroína, la primera reina de Artemia. Sin ella, sin esta niña, no estaríamos aquí hoy. ¿De dónde salió siquiera? Nunca había habido un dragón así.
Se hizo el silencio, ¿Qué podían responder siquiera? La niña era un misterio tras otro y a nadie le importaba. El deseo de protegerla a veces podía incluso más que la ambición y la codicia.
—En todo caso —dijo Runaesthera de repente —ahora que no hay más amenaza, me gustaría volver a casa con mi familia. Majestad, confiamos que incluso sin Eri pueda usted ahora proteger su ciudad sin nuestra ayuda.
—Mucho me temo querida —respondió, su sonrisa más ancha que nunca —que aún los necesito, ya no tengo mi orden absoluta y Eri liberó de su servidumbre a todos mis dragones, algunos leales, un encanto, se quedaron, pero mira mi pueblo, no estábamos preparados, y no podemos saber si algún menor pudiera intentar atacarnos.
—En ese caso, no le bastaría tomar su verdadera forma para dominarlo o ahuyentarlo.
Meraxes nunca creyó ver a Caramin en una pose tan sugerente a pesar de su naturaleza, estaba roja de vergüenza.
—Verá mi estimada princesa, por al menos un año, mas o menos, no calculo bien el tiempo humano, no podré volver a mi cuerpo original. Estoy embarazada y tengo miedo de que el éter dañe a mi bebé si hago el cambio. Incluso le pediré una tobillera como la de Mera para prevenir un descuido si es que tiene la dulzura de hacerme una.
Todos en la habitación, hasta la señorita que seguramente no comprendía por completo la situación miraron a la reina con ojos abiertos como los de los búhos, un instinto más poderoso que ellas llevó a Runa y a Mera a tomar sus manos y preguntar al unísono.
—¿Cómo?
Roja como si recobrara sus escamas, respondió.
—Es que… yo tampoco puedo decirle que no a mi joven Ori.