La mano de Meraxes sangraba sobre su señorita, había pretendido detener el cuchillo, pero sólo había conseguido cortarse la palma. El cuchillo se había roto contra la piel invulnerable de Eri a pesar de su intervención. Todos intentaron detenerlo, pero el dragón en cuerpo de hombre era rápido y fuerte como pocos, si acaso estaba usando su fuego para fortalecer el cuerpo, Mera no sabía cómo hacerlo. Era tan frágil como había sido la mujer cuyo cuerpo ocupaba.
Ese humano Frey le había dicho que le pondrían un grillete como el de ella, si lo habían logrado...
Haciendo acopio de fuerza, tomó a Eri en brazos y corrió fuera de la sala y a través del pasillo, dejó atrás sus zapatos tratando de alcanzar un patio, algún lugar abierto donde su ama pudiera liberarla, en su forma draconiana el dragón en forma humana no sería rival para ella.
Pudo escuchar que a su espalda, su perseguidor había cerrado tras de sí la puerta de la sala, probablemente la había trabado para atrapar a los humanos. No podía contar con ellos, debía seguir corriendo. Tampoco podía esconderse, iba dejando gotas de sangre por donde pasaba y la señorita estaba llorando, se contenía para no hacer temblar el palacio, pero era fácil escucharla. Pasó frente a un grupo de guardias que se pusieron en alerta al verla pasar. Le gritaron a su perseguidor que se detuviera, pero el sonido del metal chocando contra el suelo de mármol le indicó que apenas había ganado un poco de tiempo.
—Señorita Erifreya — le susurró mientras corría —por favor, las palabras que le enseñé, dígalas...
La señorita estaba muy asustada, balbuceante, pero poco a poco fue recordando las palabras, ya podía ver la luz de la puerta que daba a la gran explanada del exterior del palacio, cuando finalmente...
—Por nuestro pacto de servidumbre eterna, sé libre de ser quien eres en verdad, jura volver siempre a mi y usar tu libertad para mi bien —la voz de la señorita se ahogaba y salía como un susurro, pero era suficiente. Ya podía sentir su propio fuego, su propio cuerpo flotando en el éter. Siguió corriendo hasta alcanzar la explanada, el sol se asomaba tímido entre gruesas nubes de tormenta; dejó a la señorita en el suelo y le instruyó a que se alejara.
Cuando vió a su perseguidor alcanzar la explanada, sonrió.
—¡Lo juro! —con ese grito de confirmación terminó el conjuro, un relámpago acompañó su transformación y una vez más Meraxes, el dragón negro, terror de la noche mostró todo su poder. Una vez más veía por encima de las torres exteriores del castillo, los humanos volvían a verse insignificantemente pequeños. Algo era diferente, su fuego se sentía más intenso, pero no pensó en eso mientras lanzaba sus garras contra el falso hombre que había intentado lastimar a su señorita, arrancó lascas de piedra del suelo y el dintel de la puerta, pero se le escapó. Empezó a moverse, serpentina, siguiéndolo por la explanada. Le bastaría una llamarada, una garra para acabarlo, pero se movía veloz, decidido, inagotable...
De pronto, un rugido como un trueno se dejó escuchar mientras la figura del hombrecillo desaparecía, en su lugar, apareció una bestia de escamas blancas teminadas en rojo como si cada punta estuviera manchada con sangre, largos cuernos negros, rectos y brillantes como lanzas de obsidiana, era apenas un poco más grande que Meraxes, pero la sensación que dejaba era inconfundible, como la que le daba la señorita Erifreya, su poder estaba en otro nivel.
Era el príncipe blanco.
¿Qué en el nombre de todos los orcos estaba pasando?
El hombre que se suponía que era un dragón estaba arrodillado, la cabeza contra el suelo musitando interminables disculpas, y llorando, el campesino estaba golpeando la puerta con su espada como un simio mientras la media elfa trataba de derribarla con magia. Pero era una puerta de Oricalco, dispersaba casi toda la magia y era pesada, resistente. Una de tantas cosas que los elfos habían hecho siempre mejor. El cuarto no tenía ventanas, apenas unas rendijas que daban al exterior del castillo y dejaban entrar una tenue luz, demasiado pequeñas para la mayoría, iban a tardar en salir, y ese monje... ese monje trataba de matar a la niña...
¿Porqué eso lo ponía tan nervioso?
Tomó al hombre del suelo por el cuello de su túnica lanzándolo contra la pared, la ira y la confusión le prestaron fuerza. Sin soltarlo, le habló casi quedando nariz con nariz.
—¿Qué está pasando aquí? —le preguntó —habla maldito dragón.
—Déjalo Bestenar, él no es el dragón, nos han visto la cara —le decía ese estúpido campesino mientras seguía golpeando la puerta con su espada.
—¿Y ustedes le dieron lo que quería? —Soltó al hombre que se derribó contrito al suelo no servía para nada —¡Son iguales a mi padre, lo arruinan todo porque creen que lo saben todo!
No esperó sus respuestas, movió un armario cercano, apiló las sillas del cuarto frente a él y con todo eso trepó hasta las rendijas, su complexión delgada debería permitirle salir por una de ellas, aunque... ¿Porqué quería salir? ¿Qué iba a hacer si lo lograba? Sintió el empujón desde atrás de él cuando trataba de hacer pasar sus hombros, unos instantes después caía al exterior del castillo con un golpe seco.
—¡Corre mocoso! —Le gritaba la media elfa —¡Ayuda a Eri! ¡Haz lo que tengas que hacer!
No tenía que decirlo, ya estaba corriendo cuando ella empezó a hablar, todo estaba pasando de nuevo, estaba tan cerca esta vez, era más grande, había cambiado, pero todo era igual, no sabía a dónde ir, no tenía armas, y los guardias no lo obedecían, pero tenía que llegar...
Rugidos atronadores llenaron el aire, dragones, más de uno, corrió hacia la explanada, no estaba pensando.
Al girar el último recodo los vió, un gigantesco dragón blanco lanzaba dentelladas a uno negro casi igual de enorme, era una visión aterradora, pero en la mente de Bestenar había una escena aún peor, una que en realidad nunca había visto, pero que lo atormentaba cada noche, un dragón aún más grande, peleando con otros tres, aplastando su hogar...
De vuelta en la realidad, el dragón negro trataba de resistir al blanco que se abalanzaba sobre él dominándolo con su peso, ambos trataban de alcanzar el cuello del otro, era una pesadilla de garras y colmillos que destrozaba el suelo de la explanada y los imponentes muros del castillo. El dragón negro usó sus garras para ganar espacio y con fuertes dentelladas consiguió zafarse de la presa del blanco. Bestenar no tenía idea de qué estaba ocurriendo, ¿Acaso uno de esos dragones era la niña revelando por fin su naturaleza? No, ahí estaba, en el suelo, los ojos llenos de lágrimas, vacíos, paralizada. Justo detrás del dragón negro.
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No lo pensó, le temblaban las flacas piernas mientras corría, un sudor frío le recorría el rostro, su estómago era un remolino, pero no se detuvo, evadió casi milagrosamente la cola del dragón negro y alcanzó a la chiquilla. La levantó en brazos y siguió corriendo, sus ojos vacíos mirando al frente mientras se alejaban. Su corazón un poderoso tambor, su aliento casi agotado le alcanzó para musitar una única frase.
—Nunca más Erina.
—¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido!
Frey no dejaba de golpear la puerta mientras se insultaba a sí mismo, había sido tan arrogante, ese mocoso tenía razón, los habían estado engañando porque creían que sabían lo que hacían. Y ahora Eri estaba en el mayor peligro que había corrido en toda su vida. El castillo estaba lleno de soldados y matadragones, pero si mataban primero a Mera podría ocurrir lo peor.
Runa había agotado su magia tratando de abrir la puerta, odiaba verla tan desesperada, él mismo estaba al borde del colapso. Un grupo de guardias estaban al otro lado tratando de ayudar, golpeando las bisagras y las cerraduras para arrancar la puerta. Era cuestión de tiempo, ¿Pero cuánto tenían antes de que algo terrible pasara?
No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, los brazos le dolían ya cuando la puerta cedió por fin con un estruendo acorde a su gran peso al caer al suelo. No perdió tiempo, tampoco Runa lo hizo, pero al salir de la habitación, ambos corrieron en direcciones opuestas, ¿Dónde iba? No, no era tiempo de preguntas, el ruido de rugidos venía de afuera, corrió hacia la explanada rogando a la Diosa de la paz estar a tiempo de hacer algo, restos de escombros y personas heridas estorbaron su paso en los últimos metros, pero él no los veía, sólo había una cosa en su mente. Ni siquiera advirtió que un grupo de sus mejores compañeros estaba ya en el dintel de la puerta, se preparó para lanzar un silbido tan fuerte como pudiera, Saltarín lo escucharía sin duda, acudiría sin importar la distancia. Pero el aire se le escapó en un jadeo asombrado cuando llegó a la explanada.
Dos enormes dragones luchaban fieros moviéndose pesados arrasando todo a su paso, ya habían destruído parte del distrito más cercano al castillo, los heridos se amontonaban en las cercanías donde Eri soplaba su llama curativa sobre aquellos que podía. El mocoso trataba de poner orden, con su eterno tono desdeñoso pero con más autoridad y urgencia en su voz que nunca, al parecer estaba aprendiendo. Los soldados habían esperado a Frey, ¿Porqué?
—¡Alteza! —Era Jimmer, su segundo —por fin, estás aquí, el príncipe Bestenar dice que uno de esos dragones está de nuestro lado, y yo le creo, pero dice que no sabe cuál, dijo que tú sabrías qué hacer.
¡Maldiciones le cayeran! Ese mocoso arrogante había tomado una decisión muy difícil y había sido la correcta, si él no hubiera guardado tantos secretos, si hubiera confiado en Bestenar, o en Jimmer...
—Jimmer, forma a todos lo que quedan en anillo, quiero a todos los que tengan armas a distancia apuntando al dragón blanco, envía a alguien a vigilar al hombre que está en la sala donde estábamos, vé que información le sacas. Saca a mi hija y mi pupilo de aquí, si cualquiera de esos dragones caen, la explosión va a dejar muy poco de la ciudad. Quiero a los mejores tratando de perforar escapes en el vientre del dragón blanco.
Casi como un presagio, en cuanto Frey hubo terminado de hablar, comenzó a llover.
Frey preparó su espada, y saltó hacia la lucha.
Eri estaba temblando, no sabía si estaba llorando o si era la lluvia, pero casi no podía ver por el agua cayendo por su cabello hacia su carita, papá acababa de llegar, él podría arreglarlo todo, era el mejor de todos los papás, pero ella quería ayudar, mucha gente tenía cortadas feas, por suerte la lluvia no podía apagar el fuego que ella soplaba para curar a la gente, no podía reparar huesos o golpes muy fuertes, sólo cerraba las heridas que sangraban, mamá era mejor para eso. Pero no estaba, quería preguntarle a la señora Mera tantas cosas sobre sus poderes en ese momento, pero estaba ocupada peleando con ese dragón que la llama hermana. Y parecía que iba a perder. Ese dragón parecía que no se cansaba y estaba lastimando a todos.
Ahí llegaba papá con su espada, saltó tan alto que Eri pensó que iba a empezar a volar, pero cuando la espada tenía que haber cortado el cuerpo del dragón, rebotó con un tintineo metálico que se oía incluso desde tan lejos, el dragón ni siquiera lo notó. Papá cayó hacia atrás, se iba a lastimar sin duda...
Papá se golpeó contra el suelo de espaldas, imposible, él nunca se lastimaba, no de verdad, mamá siempre lo regañaba y le decía que se iba a lastimar, pero nunca pasaba, esta vez, papá se quedó quieto un rato antes de levantarse un poco, se quedó ahí de rodillas, agarrándose un costado.
Una mancha blanca apareció en el cielo, era Saltarín, el pegaso de papá, pero lo montaba el abuelo, mamá iba a su espalda, los dos movían unos palos raros y las nubes empezaron a moverse en espiral, como cuando quitas el tapón de la tina, empezaron a caerle rayos al dragón, pero apenas se sacudía la cabeza, empezó a mover las alas y un viento terrible hizo que saltarín tuviera que alejarse. La señora mera, en forma de dragón clavó sus dientes en el cuello del otro dragón y los dos cayeron de lado sobre un grupo de casas.
Los dos rugían, Eri apenas entendía lo que decían, pero sabía que la señora Mera le estaba pidiendo ayuda... a ella.
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Se moría de miedo, ya había entendido lo que le pedía, pero tendría que acercarse, y ya venía el tío Jim por ella, no podía dudar si iba a hacerlo.
—¡Bestenar! ¡Por favor ayúdame a acercarme a ese dragón!— le dijo con voz suplicante, papá también debió oírla, porque se volvió a mirarla y le gritaba algo que la lluvia y la distancia no la dejaron oír.
Ese cerró los puños y asintió, le arrebató el escudo a un guardia que los estaba cuidando y los dos empezaron a correr. Papá se puso de pie con mucho trabajo y empezó a gritarle a los demás soldados todos juntos llamaron la atención del dragón blanco que se levantó derramando sangre humeante y fuego de las heridas de su cuello, la señora Mera se levantó también, tenía mucho humo saliendo de su costado, lo que iban a hacer podía ser peligroso para ella.
Eri se acercó seguida de Bestenar, quien la escondía y protegía de los escombros de la pelea con el escudo, los soldados trataron de llamar la atención del dragón pero, éste reconoció a Eri, trató de arremeter en su dirección pero la señora Mera saltó sobre él clavándole garras y dientes, el dragón soltó entonces una llamarada hacia ellos.
El escudo del abuelo llegó apenas a tiempo, resistió suficiente antes de romperse, ahora entre la señora Mera, los soldados de papá y el abuelo con mamá estaban logrando mantenerlo ocupado, Eri ya estaba donde debía estar, así que abrió la boca y en lugar de gritar, o exhalar una llamarada inhaló con toda su fuerza.
Podía sentirlo, era como antes, cuando vivía con el señor de la puerta, un hambre insaciable la dominó mientras devoraba el fuego del príncipe blanco como si bebiera de un vaso enorme, el dragón rugió palabras de amenaza, de odio y de miedo mientras luchaba por liberarse de la señora Mera y resistir los ataques de espadas y relámpagos. Cada momento que pasaba parecía que las espadas penetraban más en sus escamas, que los relámpagos lo mantenían paralizado más tiempo. De sus heridas seguía brotando sangre y humo, pero cada vez menos fuego. Los rugidos empezaron a sonar suplicantes, cuando la señora Mera, con sus ojos de dragón fijos en Eri, mordió con todas sus fuerzas el cuello del príncipe. Ambos se desplomaron.
Un último relámpago cayó sobre la espada de Papá que brilló como si fuera de oro, como un faro en aquella tormenta, antes de que papá, usando todo el poder de su pose de hipogrifo, la usara para cortar la cabeza del dragón blanco, era como si la espada se hubiera hecho más larga y brillante por un momento para atravesar ese cuello tan grueso como una de las torres del castillo. La cabeza cayó al suelo y el resto del cuerpo ardió en llamas, consumiéndose en vez de estallar. Eri consumió todo el fuego restante. La señora Mera estuvo a punto de desplomarse, en su lugar, batió sus alas y voló lejos, hacia las montañas. Pero Eri sabía que volvería, lo había jurado.