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Amor de madre

Erifreya Verrim Draconis, princesa de Artemia, a todos los efectos reina de los dragones, jugaba al escondite con el hijo del cochero y su nuevo amigo Orval, en un higueral cerca del río. No era muy buena, si se escondía tras un árbol, sus alitas sobresalían y la delataban. A veces volaba para esconderse en las ramas, pero era difícil no darse cuenta por todas las hojas que salían volando.

Orval era el hijo de Valderant, era de la edad de Koro, un muchacho rubio como su madre pero con la piel bronceada de Pellegrin, por su padre.

Runa había llevado a los niños a ese lugar para que jugaran, nadaran, y fueran niños mientras ella conversaba con las mujeres que la acompañaban, ataviadas todas con las túnicas blancas tradicionales de Pellegrin. Valderant, Meracina y la misma reina Clessa que había dejado los asuntos del reino a su consejo con el pretexto de su condición. Había además incluido a Oregdor en el consejo para tenerlo cerca y hacerlo vigilar a los otros, por supuesto que el joven no se había podido negar. Runa recordó que había estado presente cuando la reina le dio todas las noticias a la vez.

“Ori, encanto que bueno que pudiste venir, ji, ji, ji, como si alguna vez no lo hicieras. Te tengo una tarea, ahora vas a ser mi consejero de puerto y aduanas, claro, como eres tan listo ya sabes que espero que mantengas al resto del consejo leal y trabajando, hay que seguir reconstruyendo y el mundo no para. Los necesito a todos mientras me tomo un tiempo para tener y cuidar a nuestro bebé ¿Crees que será una niña? Me he encariñado un poco con mi hermanita y…”

Runa se preguntaba si Oregdor había escuchado algo después de eso, ella por supuesto no, pues la cara del muchacho la distrajo.

Todos habían supuesto que un cuerpo usurpado por un dragón no sería fértil. Clessa les explicó que un cuerpo antiguo como el de Mera no lo sería por mucho que rejuveneciera, tenía que ver con cómo funcionaba el cuerpo femenino, pero el cuerpo de la reina era nuevo y joven. Tras casi dos meses desde la noche de los tres amaneceres, a Runa le parecía que ya podía notar el cambio en su vientre. En lugar de una tobillera, Runa había puesto los hechizos para mantenerla humana en un brazalete precioso engarzado de rubíes. Se lo había encargado a Frey, que por mucho que se llamara a sí mismo herrero tenía madera de orfebre. Ahora mismo pasaba el tiempo entrenando a sus aprendices.

También habían llevado a Peonia, la unicornio de Eri, que pastaba cerca del río, su presencia constante había ayudado a todas a sanar; la maestra ya podía caminar, Eri estaba como nueva, Valderant era quién la había necesitado más, sobre todo porque la muy terca se negaba a ser sanada con magia élfica sin importar lo grave que estaba. Eso sí, no paraba con su historia de cómo acabó con el príncipe verde.

—… y cuando tocamos a ese monstruoso dragón, salté hasta su cuello y de ahí a su cabeza, la atravesé de un lado al otro con la lanza plateada y salté justo a tiempo para evitar lo peor de la explosión. Caí cientos de metros, sobreviví de milagro…

Siempre olvidaba mencionar que Meraxes la había cargado hasta ahí, la lanza era de Eri, y que sin el escudo del maestro Genwill todos hubieran sido alcanzados por la explosión. Tampoco que Meraxes la había atrapado en el aire, inconsciente y malherida. Pero bueno, la dejaban con su gloria, algunas personas eran así.

—Querida, —dijo la reina sin ocultar su aburrimiento, sentada en un lujoso asiento de mimbre con vista al río —aunque me encantaría escucharte contar por cuarta vez cómo mataste a mi hermano, estoy más interesada en saber si has pensado en mi oferta. No puedo retener al príncipe Freydelhart para siempre.

—Yo vivo de mis barcos majestad —la muy hipócrita la llamaba dragón farsante cuando no podía escucharla —en realidad abandoné la orden hace años, no podría ocupar el lugar de Frey entrenando a sus nuevos matadragones. ¿Son siquiera necesarios? Es cuestión de tiempo para que la guerra de los dragones sea historia.

—Ay querida, —la sonrisa de la reina era demasiado sincera, lo pretendiera o no, siempre dejaba ver cuando creía que alguien había dicho algo tonto —tiempo para un dragón pueden ser cientos de años, Eri no puede estar en todas partes, ni yo tampoco, algún día deberé dejar este cuerpo y mi reino pasará a mi pequeñita —no podían saberlo todavía, pero ella estaba segura de que tendría una niña —además, no quiero simplemente que los vuelvas matadragones, quiero que empieces una nueva orden con mis más fieles, sí sabes cómo te llama la gente de Pellegrin ¿Verdad?

Aquellos que la habían visto partir del puente y aquellos que la vieron volver, la habían llamado “jinete de dragón”.

—Majestad, eso fue, es decir, pudo ser cualquiera —¿ahora quería ser modesta? Pudo empezar una hora antes y ahorrarles la historia.

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—Caramin —dijo Mera —¿No hablarás en serio? Rebajarnos a meras monturas para los que antes nos cazaban me parece indigno.

—Ma-jes-tad, y por favor dulzura, si tú fuiste la primera, además, necesitamos entendernos entre nosotros, quiero que mis hijos humanos y mis hijos dragones no se maten entre sí —lo dijo sin sonreír —sé que no es típico de nuestra raza preocuparnos los unos por los otros, pero tengo algunos cientos de años preguntándome si eso no está terriblemente mal.

—Espera un momento —intervino Runa por fin —¿Insinúas que no es la primera vez?

—No, sí que lo es —su sonrisa había regresado como por magia, como cuando Eri dejaba de llorar —ya había estado en cuerpos humanos, pero es la primera vez que hay alguien tan encantador, no sé qué es, quiero decir, me había divertido con algunos, tuve hasta una consorte cuando fui un hombre viejo, nunca me había sentido así. ¿Es normal para los humanos y los elfos?

Runa ya pasaba los cien años cuando conoció a Frey…

—Creo que no, quizá no para todos. Pero por lo menos, yo sé cómo se siente —sintió la mirada de Valderant, pero no le hizo caso.

—En fin, no vinimos a hablar de mí señoras, piénsatelo Val, no puedes odiarnos a los dragones para siempre, y no, por favor no te molestes en negarlo, te falta sutileza querida, pero estoy dispuesta a perdonarte por eso si tú consideras perdonar a mi raza. No tienes que hacerlo ahora, puedes seguir rechinando los dientes cuando hablas conmigo, pero considéralo, es una gran oferta la que te hago, y si ya no tienes que viajar, puedes estar más tiempo con ese muchachito tan guapo que tienes. Si te preocupa la seguridad de tus barcos, puedo prestarte a alguno de mis vigías. Y con el tiempo alguno de tus aprendices puede ser un capitán bajo tus órdenes. Mientras, si les parece, vamos a almorzar.

Como la reina Clessa, el dragón Caramin parecía una niña caprichosa, era fácil de subestimar si bien difícil de desobedecer. Pero entre todo lo que decía, que era mucho, siempre había una sabiduría implícita con la que no se podía discutir. A Runa no le costó entender que perder su poder de orden absoluta había sido un inconveniente menor, para alguien tan capaz de manipular con palabras y hasta simples gestos.

Llamar a los niños a comer se complicó un poco, Eri estaba sobre una alta higuera y Runa no quería que saltara, esa niña ya volaba y seguía saltando de los árboles por diversión, la convenció de bajar volando, lo bueno que Runa tenía meses de haber recurrido a ponerle enaguas de más bajo el vestido; el pequeño Koro y Orval habían juntado una buena cantidad de higos y se habían comido bastantes. Sus madres no estaban nada contentas. Al final todos los niños comieron frugalmente para poder seguir jugando. Una lástima considerando que la reina les había dispuesto verdaderos manjares, especialmente fueron del gusto de Runaesthera las uvas de los viñedos locales, cuya dulzura no tenía comparación, además de ser grandes y jugosas al punto de tener que morderlas en vez de comerlas de un bocado. Pensar que Pellegrin, por estar en el desierto no tendría viñedos o que estos serían pobres, había sido un gran error. Ese río debía ser la sangre misma de los dioses.

El resto de la tarde lady Meracina vigiló a los niños al lado de Valderant que no confiaba en nadie cuando se trataba de Orval. Runa y la reina se sentaron más lejos para descansar.

—Dime querida —empezó a decir la reina recostada en una hamaca dispuesta para ella —¿Cómo es esto en realidad? Ya sabes, ser una mujer, una madre —su voz cambió de tono —una esposa. Tengo tanto tiempo en este mundo que dejé de contar los milenios, soy la mayor de los príncipes. Pero, esto me asusta un poco —se tocaba el vientre al hablar —no tengo idea de qué clase de persona hay dentro de mí, pero siento que vería arder Pellegrin otra vez antes de que le hicieran daño. Además, sé que eventualmente…

Runa sabía exactamente cómo se sentía.

—Majestad…

—Tú dime Clessa cariño, eres una princesa, deja los títulos para Mera, que aprenda un poco de respeto.

Runa se rio entre dientes, pero asintió —Clessa, no sé mucho de ser una verdadera madre. Soy mitad elfo, nosotros no podemos tener hijos propios. No sé si es lo mismo, pero lo que siento por Eri es al menos igual de intenso. Soy afortunada; mi hija vivirá más que yo, pero no así mi esposo. En ese sentido entiendo una parte de lo que siente. Hemos vivido como una familia por casi dos años. Es una pesadilla. Estoy preocupada todo el tiempo, Frey me pone furiosa cada que me miente para quedar bien con Eri, ella obedece o desobedece a capricho y crea un sinnúmero de problemas. Cada vez que están en peligro creo que no podré soportarlo y tengo ganas de llorar, y lo peor es…

La reina había cambiado su sonrisa por una expresión de sincera preocupación, se había levantado de su cómoda hamaca para poner una mano en el hombro de Runa.

—¿Qué es querida?

—Que no quisiera que fuera ni un poco diferente.

Clessa y Runa se abrazaron con incipientes lágrimas en sus ojos, ninguna tenía las respuestas que la reina quería, porque no las tenía nadie. Runa era la madre de un dragón y Clessa un dragón que sería madre de humanos. Ambas anhelaban una felicidad que sabían que les traería dolor. Quizá, en su momento, volverían a buscarse. En una época lejana cuando solo se tendrían la una a la otra.

—¿Cuándo se marchan? —Clessa, sí, estaba bien llamarla así, sonaba inusualmente triste.

—En dos días —respondió Runa —Frey quiere estar en Meyrin en quince días para celebrar el séptimo cumpleaños de Eri y terminar el pupilaje de Bestenar.

—Si pudiera llevarlos a todos en un solo día, ¿Se quedarían un poco más?

Runa simplemente asintió, tenía sospechas de lo que la reina pretendía y había visto a algunos artesanos de palacio acarreando madera hasta los muelles bajo el puente.