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39 - Epílogo.

La niña jugaba sentada bajo la sombra protectora del pino milenario. Comandaba a un humilde ejército de pequeñas figuritas de madera, hábilmente talladas por su padre con trozos caídos de la corteza de ese mismo árbol. Tenía cinco soldados, tres arqueros y un par de caballeros, con sus caballos y todo. Unas tropas valerosas que protegían a la princesa Estela del temible dragón Caraquemada. Y aunque Estela era una muñeca de trapo el triple de grande que ellos, el malvado reptil quería raptarla para llevarla a su guarida y casarse con ella. Pero al pobre se le había roto un ala al caer al suelo en uno de sus vuelos, y ya no resultaba tan imponente. Su papá le prometió arreglársela en cuanto dispusiera de un rato.

Hoy era un día especial. Era su séptimo cumpleaños. Sus padres llevaban preparando la celebración desde primera hora de la mañana, y aunque había estado ayudando un poco, consiguió escaparse un rato, para jugar fuera. Se acercaba el mediodía, y el calor veraniego de Sunno resultaba bastante agradable. Además, la gruesa capa de agujas secas era mullida y cómoda, como un colchón crujiente, aunque siempre acababa con la falda cubierta de ellas, y su madre la regañaba para que tuviera más cuidado.

Escuchó el gruñido de la puerta de la casa abrirse y la vio salir, justo como si supiera qué estaba pensando en ella. Llevaba una cesta de mimbre a la cintura, con ropa para colgar. Saludó con la mano, y ella devolvió el gesto, con una sonrisa. Su madre era muy guapa. Alta y morena, aunque parecía albergar siempre cierta tristeza en sus ojos. Cubría su cabeza con un pañuelo verde, y vestía un hermoso vestido a juego, que empezaba a quedarle un poco estrecho en la zona de la barriga. Cada vez la tenía más grande, y es que ahí, al parecer, estaba creciendo su hermanito. O hermanita. Su padre no lo sabía seguro, pero su madre aseguraba que sentía que sería un niño.

—Hija, ¿aún no te has arreglado? Tus tíos no tardarán mucho en llegar —la reprendió suavemente mientras pasaba a su lado, en dirección a los soportes de las cuerdas para la ropa.

—Pero mamá, Caraquemada se va a llevar a la princesa y se la va a llevar su guarida y los caballeros todavía no han ganado y…

—Hija, la princesa es tan grande que de un manotazo podría machacar al dragón, a los soldados y a los caballeros —interrumpió una voz que apareció desde detrás del tronco, riendo.

Era su padre, al que le gustaba pillarla por sorpresa. Sabía moverse en silencio, y a veces la enseñaba a andar, a saltar y trepar como él. También otros trucos, como abrir cerraduras, o poner trampas para avisar si algún animal se acercaba. Al igual que su madre, era delgado y alto, aunque se movía con menos elegancia que ella. “Desgarbado”, había alcanzado a oírla alguna vez, con tono cariñoso.

—Vamos, hija. Haz caso a tu madre. Ponte ropa limpia y ayúdame a preparar la mesa, mientras ella termina en la cocina.

—Pero papá…

—Sin peros. Si te portas bien, prometo tallar otro soldado. Esta vez un príncipe.

—No, antes tienes que curarle el ala a Caraquemada, me lo prometiste —reclamó, cruzando los brazos y arrugando el ceño.

—Claro que sí, hija. Pero vamos, ahora, a arreglarse. Los tíos deben de estar al caer. Y no te enfurruñes tanto, que te pones muy fea.

—¡Papá…! —se quejó, intentando hacerse la dolida, pero sin poder evitar reírse.

Su padre estaba preparando la mesa exterior. El tiempo era bueno, y comerían fuera. Mientras ella sacaba unos platos limpios, escuchó un relinchar, y al poco, aparecieron un par de caballos atravesando la abertura entre la muralla de rocas que guarecían el lugar. Enseguida reconoció a los jinetes.

Las monturas eran buenas, y vestían con ropajes elegantes y caros. Tras ellos, llevaban otros dos caballos de carga, con el equipaje y varios bultos voluminosos. Seguro que traían regalos, siempre lo hacían. Salió corriendo hacia ellos.

—¡Tía, tío! ¡Qué bien que estéis aquí!

La mujer se quitó la capucha que cubría su rubia melena y bajó de un salto, para recibirla con los brazos abiertos, levantándola del suelo con un fuerte abrazo.

—¡Ay, mi pequeña! ¡Cuánto te he echado de menos!

Su tía era más joven que su madre, algo más bajita, y algo más ancha. Parecía que siempre estuviera sonriendo. Su tío se la arrebató de sus brazos, y la hizo girar en el aire, mientras ella no podía parar de reír.

—Vaya, vaya, a quien tenemos aquí. Pero si es mi sobrina favorita, la pequeña Edel, ¡qué grande estás!

—Para, que la vas a hacer vomitar.

Su tío la dejó en el suelo. Era rubio, y muy guapo, aunque un par de cicatrices surcaban su cara, en un pómulo y en la barbilla. Llevaba el pelo cortado a media melena, una casaca bordada y portaba una espada con un bonito pomo dorado.

—Zari, Rendel. Sed bienvenidos. ¿Qué tal el viaje desde Sartaral? —dijo su padre, acercándose a ellos, para abrazarles.

—Ya sabes que siempre puedes llamarme Verruga, Alaric —respondió su tío, palmeando su espalda —. ¿El viaje? Un poco movido. Bandidos, animales salvajes, algún que otro gigante… Lo típico.

—No le hagas caso —dijo su tía, suspirando y poniendo los ojos en blanco —. Ha sido tranquilo y aburrido. Lo más interesante que nos ha pasado fue cruzarnos con unos feriantes, que llevaban fieras salvajes. Una tenía un cuello tan alto que asomaba varias varas por encima de la jaula.

—Ya veo. Y tú puedes llamarme Palillo cuando lo desees, Verruga —respondió su padre, sonriendo —. Pero creo que eso es cosa del pasado. Ahora eres todo un señor del clan comercial… ¿Zerdán?

—Zhydrán. En realidad, yo solo soy el consorte. La que tiene todos los honores como heredera del clan es Zarinia.

—Mi señora… —replicó su padre, realizando una elaborada reverencia.

—Oh, vamos, Alaric. Déjate de tonterías. Sigo siendo yo, la Zari de siempre. ¿Verdad que sí, Lysa?

—Sin duda, igual que siempre, hermana —respondió su madre, que finalmente se había reunido con ellos, repartiendo besos y abrazos.

—¡Tú, en cambio, estás más hermosa! Con más canas, quizás. Y con más panza —señaló su tía, bromeando. Después, puso su mano sobre la barriga de su madre —. Un niño, ¿verdad?

—Estoy segura.

—¿Ves? No sé cómo, pero lo sabe —dijo su padre, levantando las manos con un aspaviento.

—Serán cosas de brujas… —respondió su tío, riendo.

—De hechiceras —replicó su tía, torciendo la boca y mirándole de reojo —. Lysa, ya sabes que tú también puedes reclamar tu herencia en el clan. Te pertenece por derecho, como hija de Danyrah.

—Déjate. Soy feliz aquí, y bastante tengo con ser la Guardiana. Además, sabes de sobra que no necesitamos ninguna herencia, guardamos suficiente plomo en el sótano para tres vidas —replicó su madre, acariciándose la barriga.

—Sssh, ese es un secreto de familia —dijo su padre, llevándose un dedo a la boca, como chistando en broma.

—Ya, pero a Edel no le vendría mal crecer con más niños alrededor —continuó su tía.

—Sí, nosotros también lo creemos. Tenemos planeado ir a pasar una temporada a Verdemar. Seguramente antes de que llegue el invierno.

—¿Habéis decidido ya el nombre? —dijo su tío.

—Brisur —respondieron su padre y su madre a la vez. Edel notó que las sonrisas de todos se tiñeron de un leve tinte de tristeza.

—Es un buen nombre —replicó, rompiendo la melancolía, y agachándose junto a ella, para hacerla cosquillas —. ¿Y mi princesa? ¿Ya sabe cómo trepar en silencio al árbol? ¿Cómo abrir el mecanismo del arcón de mamá para robarle las pinturas?

—Sí. Pero mamá también me ha enseñado a abrir las cerraduras con la mente.

—¡Qué bien! —dijo su tía, uniéndose a las cosquillas —. Luego la tata Zari te va a enseñar a hacer otras cosas divertidas.

—No me la malcríes, que te conozco.

—Oh, vamos. ¿Cuándo he usado yo el Poder de forma indebida para pasarlo bien?

—¿Siempre? —respondió su madre, riendo.

—Deja que disfrute. Bastante va a tener la pobre cuando llegue a ser…

Su tía se detuvo, como si hubiera dicho algo inapropiado, pero enseguida su madre continuó, terminando la frase con tono conciliador.

—La Guardiana. Ya le he hablado un poco sobre ello.

—Una carga muy pesada para unos hombros tan pequeños —murmuró su tío, con un suspiro.

—Será una gran Guardiana. Digna de su nombre. ¿Verdad, cariño? —dijo su padre, agachándose a su lado, y poniendo una mano bajo su barbilla.

Asintió distraída, aunque no terminaba de comprender sobre lo que hablaban. Su madre le contó algo sobre los guardianes, y de un colgante que siempre llevaba encima. Pero lo cierto es que no le había dado mucha importancia. Cosas de mayores. En ese momento, otros asuntos llamaban más su atención. Los bultos grandes, recubiertos de telas estampadas que cargaba uno de los caballos.

—¿Me habéis traído algún regalo? —preguntó, con tono inocente y tímido.

—¡Claro que sí! —respondió su tío, guiñándole un ojo —. ¿Qué clase de cumpleaños sería este sin unos buenos regalos? Pero tendrás que esperar. Primero, comemos. Luego, tarta. Y después… ¡Regalos! Porque habrá tarta, ¿verdad?

Se dirigieron a la casa, charlando y riendo. Serían unos días divertidos. Antes de entrar, Edel echó un último vistazo fuera. Le pareció escuchar una voz. Pero no había nadie, tan solo una paloma gris solitaria que la miraba fijamente, posada sobre uno de los dos montículos de tierra que se hallaban cerca del gigantesco pino, uno grande y otro pequeño, cubiertos de flores que siempre permanecían frescas, y de mariposas que revoloteaban entre ellas.

— FIN —

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