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37 - El Fin.

Lysandra no paraba de preguntarse por qué no podía ocuparse del Conde, a la vez que el resto de los soldados. La única respuesta que recibió de su madre fue que «ella le necesita, pero no a sus guardias». Tenía lógica, aunque dudaba de que esa cosa pudiera protegerle mientras Edel la mantuviera ocupada.

Aun así, aceptó el plan tal cual. No era el momento de discutir.

Llegaron al final de la oscura escalera. No parecía que ni el Conde, ni su hermana, ni los soldados, se hubieran percatado de su presencia. Alaric hizo una señal para que se detuvieran, y se asomó brevemente al interior, comprobando si el camino estaba despejado. Después, lanzó una última mirada al grupo, asegurándose de que se encontraban todos listos. Lysa respondió, asintiendo con una torpe sonrisa, que no pudo ocultar su nerviosismo.

Entraron en tromba al recinto. Alaric desenvainó su espada con prontitud y se dirigió rápidamente al centro de la sala. Ellas le siguieron, levantaron las manos, adoptando una pose misteriosa y amenazante. Realmente no lo necesitaban, pero solía intimidar a aquellos que no practicaban la magia. Los guardias tardaron unos segundos en reaccionar, sorprendidos. No obstante, rápidamente se encararon hacia ellos. El Conde levantó la mano, para detenerles.

—¡Alto! —ordenó el joven a sus guardias —. Estos son nuestros invitados, un poco de respeto, por favor —terminó de decir, sonriendo. Lenna, su hermana, no pareció sorprenderse con la repentina aparición.

Mientras los soldados reculaban, el grupo formó un corro en el centro de la sala. Alaric, frente al Conde. Ella, contra su espalda, vigilando a los guardias. Edel, enfrentada a la bruja pelirroja, cuya sonrisa altiva no auguraba nada bueno. Y Zari entre medias, atenta. Notaba la tensión en su hermana. Seguramente, ella también sentiría la suya.

—Así que aquí estáis, al fin —dijo el joven. Él sí parecía más sorprendido —. Lenna estaba segura de que lo conseguiríais, aunque por mi parte pensaba que no seríais capaz ni de poner un pie en el valle. En fin, no importa. Comencemos, pues.

El joven se llevó la mano al cuello, para sacar el colgante, y poder mostrarlo sobre sus ropajes. Lysa se estremeció, al verlo de nuevo. El maldito medallón dorado, con la serpiente abrazando la piedra roja de su centro. Después, se giró hacia la puerta, levantando los brazos, y pronunció unas palabras en una lengua antigua. Ella las entendió perfectamente. El ritual de apertura. ¿No deberían actuar ya? Todos aguardaban a la señal de Alaric.

La joya roja del medallón pareció refulgir unos instantes, y de la oscura piedra que ocupaba el espacio de la puerta surgió un sonido siseante, que se apagó rápidamente. Al momento, la losa comenzó a fluir, a derretirse. Primero, formando pequeñas gotas, y segundos después, se volvió líquida, como la superficie de un charco oscuro, aunque vertical, sin derramarse. Burbujeaba y formaba ondas, lanzando pequeñas partículas negras hacia fuera. Pero no llegaban a salpicar el suelo, pues regresaban al portal, como desafiando a la gravedad.

—Lo reconozco, me volvéis a sorprender —prosiguió el muchacho, encarándose de nuevo hacia ellos —. Tengo acampado ahí fuera casi medio regimiento y, aun así, habéis encontrado la forma de llegar. ¿Una puerta trasera, quizás? Debería haberlo imaginado. Lástima que, para vos, y el resto, este sea el final del camino. En otras circunstancias, me hubierais podido servir bien. Sois realmente hábiles.

—Guardaos vuestros cumplidos. Entregadnos ese medallón, y os dejaremos salir con vida —respondió Alaric, dando un paso al frente y levantando su espada.

El Conde no pudo reprimir una carcajada. Su hermana también sonrió, divertida.

—Pero mi apreciado ladrón, creo que no estáis en posición de exigirme eso. Os superamos en fuerza, poder y número. Sois solo cuatro, contra ocho.

—Nos sobramos, no os preocupéis. Además, habéis contado mal. ¿Ocho? Sois dos, más cinco soldados…

Alaric se detuvo. La mirada traviesa del Conde lo dijo todo. Giraron la vista rápidamente hacia la columna donde se encontraba amarrado Brisur. Por eso, Rendel no había llegado a salir con ellos. Se quedó atrás, oculto adrede, y aprovechando que los soldados estaban demasiado ocupados, se había acercado sigilosamente para poder liberar al gigantón. Acababa de soltar los grilletes.

—¡Verruga, aléjate de él! ¡Ahora, Lysa! —gritó, mientras se lanzaba corriendo hacia la columna.

Se concentró, y empezó a recitar el mantra. Sus ojos se volvieron blancos, y un aura cargada inundó el lugar. Los soldados avanzaron rápidamente hacia ellos, con las espadas levantadas, pero no pudieron dar más de tres pasos. Lysa se introdujo en sus mentes, sobrecargando el sistema vestibular de sus oídos. Perderían totalmente el sentido del equilibrio, y el dolor les dejaría inconscientes. Probablemente, algunos murieran, por el shock. No lo sentía. Ellos les matarían sin dudarlo. Los cinco soldados cayeron al suelo, llevándose las manos a la cabeza, gritando, con la sangre brotando por la nariz, los ojos y los oídos.

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Su madre actuó también al momento. Comenzó a recitar unas palabras, que hicieron retroceder a la bruja unos pasos. La sonrisa de la pelirroja se borró de su cara. Ahora, sus facciones se habían contraído, en una expresión de rabia frustrada. Parecía encontrarse luchando y sufriendo.

Lysa estaba exhausta, y se le doblaron las rodillas. Demasiado Poder. Pero notó un brazo, que la sujetaba. Era Zari, a su lado. No le quitaba el ojo al Conde, aunque el joven parecía no tener intención de hacer nada por el momento.

Con los soldados controlados, Lysa se volvió hacia Alaric. Acababa de llegar junto a sus compañeros. El hombretón estaba en cuclillas, apoyado en el suelo, agotado. Se incorporó lentamente. Lysa no escuchaba muy bien, entre los gritos de los soldados, que se iban apagando, y la letanía de su madre, que cada vez elevaba más la voz, pero le pareció que Rendel preguntaba a su compañero cómo se encontraba.

Todo ocurrió muy rápido. Demasiado. La voz de su madre se interrumpió bruscamente, con un grito húmedo. De su pecho, asomaba una oscura punta metálica, y enseguida, una mancha rojiza empezó a extenderse por su ropa. Zari chilló, y agarró a su madre, mientras caía al suelo. Lysa se giró, y contempló horrorizada a tres soldados que aparecieron de repente. Habían permanecido ocultos tras las columnas más alejadas. ¿Cuánto tiempo llevaban ahí? No llegaron a verles entrar. Uno de ellos portaba una ballesta, que estaba recargando. Vestían con armaduras completas, oscuras, de aspecto pesado e imponente. Lo que más llamaba la atención eran sus cascos, desproporcionadamente grandes, toscos, de hierro ennegrecido y de formas grotescas.

Intentó detenerles. Había canalizado ya mucho Poder, pero no podía permitir que se acercaran. Volvió a concentrarse. Algo iba mal. Esos cascos… ¡No conseguía llegar hasta ellos! Este último esfuerzo hizo que cayera al suelo, agotada. Le dolía el pecho, y le costaba respirar.

Los soldados avanzaron en su dirección. El de la ballesta comenzó a levantar el arma hacia ella. Pero de repente, una daga golpeó el metálico guantelete del guardia, haciendo que disparara al suelo. Era Rendel. El muchacho saltó entre ellos, ágil como un gato, y pudo golpearles un par de veces, antes de alejarse. Consiguió que se centraran en él. Se movían más lentos, con sus pesadas armaduras. Sin embargo, también les volvían prácticamente invulnerables a los ataques del muchacho.

Lysa se acercó como pudo hacia su madre. Zari estaba aplicando un poderoso hechizo de curación, para intentar detener la complicada hemorragia. El dardo había entrado por la espalda, y la punta asomaba por el pecho. Por suerte, no consiguió acertar en el corazón, aunque notaba que su madre tenía la mirada perdida, respiraba con dificultad, y era incapaz de articular palabra. Volvió la vista, desesperada, hacia Alaric. Y la escena con la que se encontró, la dejó muda.

Su querido ladrón estaba luchando contra Brisur. Esquivándole, más bien, pues no parecía que quisiera usar su espada sobre su compañero. En los ojos de su oponente, se apreciaba un brillo púrpura. Y comprendió. Volvió la vista hacia la bruja pelirroja. Esa misma luz violácea iluminaba también sus ojos. Controlaba a Brisur. Ella devolvió la mirada, sonriendo. Y escuchó su voz, en su cabeza.

«¿Lo entendéis ahora? Habéis fallado. Los soldados acabarán con el apuesto muchacho. La Guardiana está a punto de exhalar su último aliento. Vos o vuestra hermana ya no tenéis fuerzas para evitarlo. Y ese gigante quebrará el cuello del pobre Alaric. Creo que es el segundo hombre que os arrebato. Decidme, ¿cómo es el sabor del fracaso?, ¿amargo? Quizás os hayáis acostumbrado tanto que ni lo notéis…»

Lysa gritó con furia, con las últimas fuerzas que la rabia le proporcionaba. Se levantó y comenzó a recitar el mantra para controlar a esa cosa. Debia detenerla, aunque eso terminara por consumirla. Su hermana, pese a que también se había debilitado con el hechizo de curación, no dudó en unirse a ella.

Por un instante, la bruja pareció sorprenderse, y recular. No esperaba este último intento por controlarla. Pero era cierto. No tenían fuerzas. No pudieron derrotarla la primera vez en la que cruzaron sus caminos, con sus energías intactas. Ahora, esa cosa era más poderosa, y ellas se encontraban mucho más débiles. La bruja elevó los brazos, y el hechizo se rompió, apenas sin haberse formado siquiera. Lysa cayó al suelo, sin fuerzas. Zari se dobló sobre su madre, casi inconsciente.

Todo estaba perdido. La bruja se reía, mientras se acercaba a su hermano, para abrazarle. Él ni siquiera había hecho el menor esfuerzo por moverse, y observaba la situación con aire divertido y altanero. Los soldados tenían atrapado al fin al Rendel, y le golpeaban en el suelo. Su cara estaba totalmente ensangrentada. No usaban sus espadas, eso hubiera sido demasiado rápido. Patadas y puñetazos, con las botas y los guanteletes.

Por último, miró al otro lado. Brisur acababa de agarrar la espada de Alaric con su pinza de metal. Este intentó zafarse, pero el gigantón aferró su cuello con su otra mano antes de que pudiera alejarse. Lo levantó en vilo, en un alarde de fuerza sobrehumana, y allí le mantuvo durante unos instantes, mientras Alaric pataleaba en el aire. Al momento, le lanzó contra el suelo violentamente. Ni siquiera esperó a que su oponente recuperara el aliento, se abalanzó sobre él, con la intención de terminar de ahogarle. Los ruidos, los gritos, las risas, el agotamiento… demasiado para ella. Notó algo deslizarse por sus mejillas. ¿Sangre? No, eran lágrimas. Lágrimas por la derrota. Por la rabia. Por la impotencia. ¿Cómo había podido acabar esto así? ¿Cómo había podido fallar su plan tan desastrosamente? En la desesperación, comenzó a arrastrarse hacia Alaric. Si todo terminaba aquí, al menos quería estar a su lado. No había esperanza. Era el fin.