El atardecer moría lentamente, y Alaric calculó que no les quedarían más de un par de horas de luz, tres a lo sumo. Decidió que avanzarían un poco todavía, y después se internarían en el bosque, para abandonar el carro, pues sería un impedimento cuando llegara el momento de huir. Posteriormente, emprenderían la ruta de subida hasta el castillo, ocultos por el bosque y amparados por la oscuridad. «Serán como dos horas de trayecto, y tendremos que dejar los caballos a medio camino», se dijo a sí mismo. Alguien tendría que quedarse a su cuidado, y pensó que lo mejor sería la chica, Zarinia. Quería tener a su hermana mayor cerca, como apoyo, tras haber visto lo que podía hacer la noche anterior.
La duda que le asaltaba era si Lysandra sería capaz de escalar la pared, o de trepar por una cuerda. Tendrían que ayudarla, seguramente. O lo mismo podría flotar sobre la muralla, con sus poderes de bruja. En tal caso, le atarían un cordel al cinto y así se ahorraban andar lanzando el garfio. Empezó a sonreír, visualizando a Lysandra volando, enganchada como una cometa mientras la sujetaban desde abajo. Quizás, para volar, necesitara hincharse al igual que un globo. En ese momento, no pudo evitar reírse solo, visualizando a la mujer como una enorme bola flotante, con una cabecita sobresaliendo por encima y pequeñas manos y pies agitándose a los costados.
—¿Qué os hace tanta gracia, si os puedo preguntar? —dijo Lysandra, que se había puesto a su lado, sin que él se hubiera dado cuenta. Tras la última parada, decidió continuar a caballo, pues parecía que sus nobles posaderas no disfrutaban mucho del duro banco de madera del carro.
—Oh, nada, nada — respondió, sobresaltado —. Cosas mías. No os preocupéis, ya nos queda poco rato cabalgando. Una vez que salgamos del camino, tendremos que continuar a pie.
—Me parece bien. Entonces, ¿qué tenéis planeado exactamente?
—Bueno… una vez que nos acerquemos a la base de la colina donde se asienta el castillo, nos internaremos en el bosque. Esperaremos a que anochezca, y subiremos en silencio hasta llegar al pie de las murallas. Tendremos que deshacernos del carro. No podemos conducirlo entre los árboles.
—¿Después de lo que nos ha costado? —dijo Lysandra, asombrada y enojada por igual —. Disculpad, me he expresado mal. ¿Después de lo que “me” ha costado?
—Podemos ocultarlo, y volver por él dentro de un tiempo. Pero lo cierto es que está hecho una pena, no creo que podáis venderlo ni por la cuarta parte de lo que costó —respondió Alaric, con tono comprensivo.
—De lo que "me” costó. ¿Y el grano?
—Si queréis cargar con él, adelante. Pero yo me olvidaría de ello. Es más caro el riesgo que el valor.
—En fin —continuó Lysandra, con un suspiro de resignación —. Al final podríamos haber hecho el mismo camino, sin tener que comprar nada de eso.
—Sí, hemos tenido mucha suerte de no encontrarnos con ninguna patrulla. Pero prefiero haber gastado el dinero y haber prevenido, que no gastarlo y haber tenido un problema.
—El problema es que era “mi” dinero. Aunque ya no hay vuelta atrás. No importa, nos desharemos de todo eso, entonces. ¿Qué será después? ¿Qué haremos al llegar a la muralla?
—Mmmh… ¿Sabéis volar, por casualidad? —dijo sin poder ocultar la risa.
Lysandra le miró con los ojos entrecerrados, aunque para sorpresa de Alaric, sonrió.
—Tendríamos que haber comprado una escoba en vez de un carro, así podría ir volando como una bruja.
—Es una pena que vos seáis hechicera, y no bruja —dijo Alaric, sonriendo también —. Pero, ¿es cierto eso? ¿Las brujas vuelan con escobas?
—Por supuesto. Y son todas viejas, con la nariz grande, llena de verrugas. Y comen niños. Y viven en cabañas ocultas en medio del bosque. Y todas tienen un gran caldero de hierro donde cuecen ranas y ojos de gato —respondió Lysandra, con sorna.
—Me tomáis el pelo —dijo Alaric, con una mueca —. No, en serio. Habrá que escalar, con garfio y cuerda. Esa es la parte más difícil. Después, tendremos que movernos con mucho cuidado. Me temo que la guardia estará fortalecida, desde nuestra última visita. Nos ayudaría que tuvierais alguna magia escondida que nos facilitara las cosas.
—Puede ser, aunque no creáis que soy como un “mago” de feria, que no para de hacer trucos y de sacar palomas del sombrero. Os habréis fijado ya, en que cada vez que uso mis habilidades, quedo agotada. Pero no os preocupéis, llegado el momento, algo se me ocurrirá.
—Me alegra saberlo —respondió Alaric, aún sonriente.
Sunno se ocultaba tras las copas de los pinos, tiñendo todo de un tono rojizo. Continuaron cabalgando en silencio durante un rato, por el camino que serpenteaba por el bosque, a veces ascendiendo suavemente, otras descendiendo hacia pequeños claros. Los pájaros, presintiendo que el día terminaba, fueron entonando su último canto de la jornada.
—No me llegasteis a responder —dijo al rato Alaric.
—¿Sobre qué? —replicó Lysandra, regresando de donde tuviera los pensamientos en ese momento.
—Sobre lo que os pregunté anoche en la taberna.
—Disculpadme, no recuerdo, ¿me refrescáis la memoria?
—Los motivos del Conde para querer ese colgante. Puedo entender que vos lo queráis recuperar, pero para él es una simple joya, ¿verdad?
Lysandra se quedó callada y pensativa.
—Solo hay un motivo para querer el amuleto de Vanar-Gash con tanto ahínco. Aquel que lo desea, es porque conoce cuál es su uso—contestó al fin.
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—¿Creéis que el Conde querrá utilizarlo, pues? —pregunto Alaric, intuyendo la respuesta.
—Sin duda. Ese colgante no es solo una simple joya. Ha sido impregnada con el poder de… de aquello que quedó encerrado tras la puerta de la Serpiente. Ya he visto lo que le hace a la mente de una persona. Puede llegar a someter y borrar su voluntad. Si consigue dominar al Conde, lo usará en pos de sus propios propósitos.
—Razón de más para quitárselo. Y a vos, ¿no os afecta ese influjo?
—Nosotras hemos sido entrenadas desde pequeñas. Como guardianas, debemos ser inmunes a su poder.
Alaric se llevó la mano a unos de los bolsillos de su chaleco, y sacó el pañuelo de lino que protegía la copia del medallón. Lo desenvolvió, y volvió a observarlo. «Una joya bonita, sí. Pero demasiado problemática», pensó.
Se fijó en que Lysandra también estaba estudiando el colgante, pensativa. Algo tramaba.
—¿Aún conserváis la bolsita de cuero con dinero que os di aquella noche en el molino? —preguntó ella, con un tono inquietantemente inocente.
—Sí, aún guardo monedas dentro. Además, es de cuero bueno y fino, no iba a tirarla —respondió Alaric, extrañado.
—Eso pensaba —dijo la mujer, sonriendo —. Me gustaría que guardarais ahí la copia del medallón, si no tenéis inconveniente. Creo que estará más segura que únicamente envuelta en el pañuelo.
—Bueno… como deseéis —. Le extraño un poco la petición, pero si eso la complacía, era bien escaso el esfuerzo.
En cuanto volvió a guardar la bolsita de cuero en su bolsillo, hicieron un giro en un recodo del camino. Allí, se toparon con algo con lo que hubiera preferido no cruzarse. Un grupo de soldados, parados a un lado de la senda, portando los colores de Brademond en su uniforme. La mayoría estaban sentados, algunos rodeando una pequeña hoguera en la que andaban cocinando algo. Otros dormitando, apoyados en los árboles. Se encontraban demasiado cerca para dar la vuelta, y además, habría sido harto sospechoso.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró Lysandra.
—Nada. Continuar como si no pasara nada. Sígueme la corriente —respondió Alaric, agachando la cabeza y cubriéndose con la capucha.
Tenían que arriesgarse a cruzar, no les quedaba otra. En cuanto llegaron a su altura, una pareja se levantó y les dio el alto.
—Deteneos en nombre del Conde. ¿Quiénes sois, y a dónde os dirigís? —exigió el sargento, con tono autoritario.
—Buenos días, mi señor. Mi nombre es Purcell, comerciante de grano. Y esta es mi buena mujer, Lorencia —respondió Alaric, impostando una voz un poco más ronca.
Lysandra le miro un momento, levantando una ceja, pero enseguida se volvió hacia el soldado, sonriendo y asintiendo.
—Y esos que vienen por detrás son nuestros hijos, Galio y Susanna —continuó —. Y el del carro es mi hermano Néstor. Vamos de camino a Vallefrío. Si los Dioses nos son propicios, queremos llegar a tiempo para el mercado.
—Ya veo —gruñó el sargento, mientras el otro soldado se acercaba al carro, con la lanza preparada —. Tengo una pregunta para vos. No os habréis cruzado por casualidad con tres hombres en vuestro camino, ¿verdad? Llevamos buscándolos un par de días por esta zona.
—Oh, mi señor, no sabría decirle. Nos cruzamos con mucha gente en nuestros trayectos.
El soldado que se había acercado al carro se puso a husmear un poco entre los sacos. Después, se quedó escudriñando a Cangrejo, atentamente.
—Quizás si nos dijeseis cómo son, os podríamos ayudar mejor —dijo Alaric al sargento, para recuperar su atención.
—Veréis. No conocemos cómo son sus caras —respondió con cautela, estudiando al grupo detenidamente. Sospechaba algo, sin duda —. Pero sí sabemos que uno de ellos es un tipo alto y delgado. Hay otro que parece un muchacho joven. Y el último es grande y fuerte. Y que le falta una mano.
Mientras decía esto, Alaric se dio cuenta de que el sargento empezaba a agarrar con nerviosismo el pomo de su espada. El otro soldado acercaba la punta de la lanza hacia la manga de Cangrejo, como para apartarla. Y el resto del grupo de hombres los miraban con atención.
—Lleváis ropas curiosas para ser simples comerciantes —observó el sargento, desconfiado.
—Gracias, mi señor, es un halago. Soy costurera —replicó rápidamente Lysandra. Alaric se sorprendió gratamente, pues la respuesta no era mala —. Quizás podríais recomendarme en el castillo, si acaso buscaran zurcidora…
Aun con la ocurrente salida, el sargento no parecía nada convencido. Alaric sopesó rápidamente la situación. Le tenía cerca, y al frente. Seguramente consiguiera arroyarle con el caballo antes de que sacara la espada. Cangrejo no tendría muchos problemas quitándose de encima al otro soldado. Sin embargo, escapar resultaría complicado. Eran ocho, que hubiera visto, y el carro no sería capaz de correr lo suficientemente rápido. Además, no confiaba en cómo reaccionarían las mujeres. ¿Qué podría hacer para darles tiempo al resto y que pudieran escapar? De repente, la situación se había vuelto muy complicada. Quizás, si salía cabalgando hacia las monturas de los soldados, podría espantarlas antes de…
—Mi sargento, este hombre no es el que buscamos, no le falta ninguna mano —intervino el soldado que estaba junto a la carreta.
Alaric se dio la vuelta, sorprendido. Miró a Cangrejo, y efectivamente, donde antes había una fea y tosca pinza de metal, ahora surgía una mano perfecta. Con sus cinco dedos, y todo. El mismo Cangrejo no podía evitar mirársela con asombro. Se giró hacia Lysandra, que también parecía sorprendida, Después se fijó en Zarinia, que se encontraba medio oculta tras el carro. Tenía los ojos en blanco, y recitaba algo, aunque no se oía ninguna voz. Vio que se tambaleaba en la silla, pero antes de que cayera exhausta, el bueno de Verruga la sujetó de un hombro. Comprendió lo que acababa de hacer, y sonrió.
—Está bien, continuad. Pero mantened los ojos muy abiertos, esa gente es peligrosa. Avisad a cualquier guardia que encontréis, si los veis.
—Así haremos, mi Señor. Que el día os sea propicio.
Reemprendieron la marcha, mientras el sargento seguía observándolos con desconfianza.
—Esperad un momento —dijo, un instante después, con voz firme —. Aún quedan cuatro días para el mercado en Vallefrío, pero os encontráis a solo dos jornadas de viaje.
Alaric sintió un nudo en la garganta, y miro a Lysandra, que también se había quedado pálida. Agarró con fuerza las riendas, por si debía espolear al caballo rápidamente.
—Creo que será mejor que os dirijáis al castillo y hagáis noche junto a la muralla. Resultará más seguro para vos. No os dejaran pasar con la mercancía hasta el día del mercado, y mientras tanto deberéis acampar fuera de la ciudad. Seríais presa fácil para los bandidos. Diré a dos de mis hombres que os acompañen hasta allí arriba, son solo un par de horas a paso lento.
—Eh… Muchas gracias, mi Señor —dijo Alaric, que ni se lo creía. Miro a Lysandra, que también estaba estupefacta —. Creo que es una buena idea, ¿verdad, cariño? Dadle las gracias a este buen señor.
—Cla… claro. Gracias, mi Señor.
El sargento llamó a dos soldados, y les ordenó acompañar al grupo hasta el castillo. Se quedó pensativo, estudiándolos mientras se alejaban.
—¡Alto! —gritó, cuando solo habían recorrido unos pocos metros.
«¿Habrá visto algo? ¿Habrá cambiado de opinión?», se preguntó Alaric, apretando los puños.
—Una última cosa —dijo el sargento, acercándose a Lysandra —. Cuando lleguéis, comentadle al castellano que sois costurera. Seguro que tiene trabajo para vos. Tenemos muchos uniformes allá arriba pendientes de remendar.