Aguardó un buen rato, recostado tras una gran piedra de granito gris, cuya forma redondeada había sido tallada por el paso de incontables siglos bajo lluvias, frío y viento. Guardaba a Regino oculto en un pequeño llano cercano, donde crecían unas tristes hierbas con las que el animal se podría entretener un rato, mientras vigilaba.
La noche era fría y clara, y las rachas de viento helado le golpeaban en la cara sin compasión, haciendo que la nariz se le humedeciera y que los ojos se le nublaran con lágrimas. Pero tampoco estaba tan mal, cubierto con una recia manta de lana, y protegido entre las grandes rocas. Había hecho peores guardias, en peores sitios.
Desde la elevación donde se encontraba, podía asomarse y ver casi todo el recinto del Perro Celado, a unas trescientas varas más abajo. Estuvo observando el pequeño revuelo que se formó con su huida, pero la gente que decidió salir a investigar se desanimó bastante pronto, en parte por la gélida ventolera y en parte a que habían sido rápidos en ocultar el rastro de lo que sucedió. Mientras no abrieran la habitación que ocupó Lysandra, o buscaran tras las fajas de heno en los establos, no encontrarían nada. Después de una hora, parecía que todo había vuelto a la calma.
Pero seguía sin noticias de Cangrejo. Alaric sabía que algo andaba mal. Hacía tiempo que el hombretón debería haber llegado a la posada, incluso si hubiera tenido que tomar un desvío para evitar algún peligro. Vinieron a su mente imágenes de su amigo atrapado, torturado, o aún peor. ¿Y si había caído en una emboscada? ¿Y si ya estaba muerto? Cerró los ojos por un instante, dejando que la memoria lo llevara de regreso al día en que le rescató de las llamas. En ese momento, ni siquiera él mismo supo por qué lo había hecho. Cangrejo, o Bocadulce, como se hacía llamar por aquel entonces, era un desconocido y, además, miembro de la banda del Cuervo. Podría haber ignorado sus gritos y huir sin más, pero algo en su interior le había obligado a regresar a ese infierno de fuego para rescatarlo. Aun arriesgando su propio pellejo.
Y es que, incluso a su pesar, Alaric no era capaz de mirar para otro lado si alguien necesitaba su ayuda. Lo había intentado. Endurecerse, ser más frío e inhumano. Pues esa actitud santurrona siempre le traía más problemas que beneficios. Pero el remordimiento de dejar alguien a su suerte era algo que le carcomía en su interior. A él le habían abandonado, nada más llegar a este mundo. Le negaron el afecto de la familia y de los amigos. Sabía cuán terrible era eso, y por esa razón, hacía todo lo posible para evitar que las personas a su alrededor sufrieran el mismo destino.
Un murmullo lejano comenzó a sobreponerse sobre el continuo ulular del viento, y le hizo apartarse de esos pensamientos distraídos. Un rumor leve, al principio, que fue acrecentándose hasta convertirse en un retumbar grave, mezclado con el relinchar de muchos caballos, y las voces de aún más hombres. Se asomó con cautela, y vio a lo lejos una masa oscura, alargada como un gusano, que se acercaba por el camino, en dirección a la posada. Era una columna de soldados, a caballo y a pie. Pudo distinguir la forma de los estandartes al viento, y adivinó también la silueta de un par de carros.
Tardaron un rato en llegar hasta la planicie donde se asentaba la posada. Allí, la columna se detuvo, y observó a los soldados, que a esa distancia y sin luz, se asemejaban a hormigas oscuras que correteaban de un lado para otro. Calculó rápidamente. Unos cien hombres a pie, y otra treintena a caballo. Estaban montando un campamento, desplegando varios pabellones donde descansarían los oficiales, pese a que el viento había decidido que no se lo pondría nada fácil. A la tropa, en cambio, le tocaría dormir sobre alguna esterilla o manta, al raso.
Se fijó, también, en un par de soldados a caballo que entraban al recinto de la posada, y se encontraban con una figura grande y oronda, que había salido a recibirles. Gelthrán, sin duda. Estarían pidiendo alojamiento para los oficiales de mayor rango. O preguntando por sus exploradores. O ambas cosas. Tras esto, intentó agudizar la mirada hacia los carros, pese a que con la oscuridad y la distancia, apenas podía adivinar la forma. Aunque le parecía que uno de los dos, era como una jaula con barrotes. Y que dentro se encontraba alguien, o algo. De repente, una duda temerosa se le cruzó por la cabeza. No sería Cangrejo, ¿verdad? ¿Y si le llegaron a atrapar? ¿Y si le habían obligado a hablar? Eso explicaría cómo les consiguieron encontrar con tanta facilidad. Quizás debía arriesgarse a acercarse un poco, para intentar ver con más detenimiento, o aguardar a la claridad el amanecer.
Los dos caballeros que se habían aproximado a la posada regresaron con el grupo principal y al momento, volvieron hacia el edificio, escoltando a un tercer jinete. Pese a la distancia, pudo ver claramente el brillo de la luz de Las Damas, reflejado en la larga melena rubia. El Conde, en persona. Este movimiento de tropas no era casualidad, entonces.
Alaric se dio la vuelta, para recostarse de nuevo contra la piedra. ¿Qué demonios podía hacer? Estaba casi seguro de que la figura encerrada en la jaula era Cangrejo. Y no tenía ni idea de cómo ayudarle.
—La noche es fría, Alaric. Quizás os podría dar algo de calor.
La voz suave y dulce hizo que saltara de la sorpresa, arrojando la manta a un lado. De pie, sobre una roca elevada, se recortaba una figura femenina, que le miraba con unos ojos púrpura, que parecían brillar con luz propia, como ascuas en la noche. La reconoció enseguida. La misma terrible mujer que conocieron en el castillo, junto al Conde. Se cubría con la pesada capa oscura que llevaba en su anterior encuentro, que apenas se movía con el viento, a diferencia de su ondulado pelo rojizo, que flameaba suavemente, casi con vida propia. Intentó incorporarse con rapidez, echando mano a su espada casi por instinto. Pero antes de que pudiera hacer nada, la mujer dio un salto increíble, colocándose encima de él, apoyando su pálido pie desnudo sobre su pecho. Se quedó tumbado, casi sin poder moverse. La presión era enorme, como si le aplastaran varios hombres a la vez.
—Por favor, no os levantéis, no es necesario —dijo ella, con cierta sorna.
—¿Cómo…? —empezó a decir Alaric, sorprendido. Según le había dicho Edel, esa mujer solo era una imagen, como un fantasma. Pero el pie sobre su pecho se sentía muy real.
—Ya no soy una simple sombra en la mente de un niño desquiciado, mi querido Alaric. Cada momento que paso alejada de esas brujas, mi presencia en este lugar se vuelve más fuerte y tangible —respondió ella, como adivinando sus pensamientos.
—¿Cómo me habéis podido encontrar?
—Estaba segura de que estaríais esperando a vuestro amigo, y que no andaríais lejos. Y veo muchas cosas que vuestros ojos son incapaces de observar.
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—¿Qué queréis? ¿Y a quién lleváis en esa jaula? —preguntó Alaric, enojado. Intentó moverse un poco, pero con escaso éxito.
—Sabéis perfectamente a quien tenemos encerrado ahí. Ese enorme hombre al que llamáis Cangrejo. O Brisur, como prefiráis. Nos lo encontramos por el camino. Mal caballo para huir. Y nos ha traído hasta aquí, cual perro dócil y fiel —contestó la mujer, mirando con desdén hacia el campamento.
—Maldita. Como le hayáis hecho algo…
—Es un hombre simple, de mente sencilla —continuó ella, ignorándole—. No me ha resultado difícil sonsacarle la información. Pero habéis sido inteligente, contándole solo parte de vuestro plan. Sé que la vieja continúa huyendo, aunque no sé dónde se va a esconder.
—Pues si esperáis que yo os lo diga, os podéis ir sentando —replicó Alaric, desafiante. A lo que la mujer respondió, con un suspiro:
—No, mi querido. Estoy cansada de jugar al gato y al ratón. Os voy a proponer un trato. No le voy a decir al Conde que os encontráis aquí. Os dejaré marchar. Libre como un pajarillo.
—Muy gentil por vuestra parte. ¿Y a cambio, maldito demonio?
La mujer quitó su pie del pecho de Alaric, y se llevó el dorso de la mano a la boca, para ocultar su risa suave.
—Demonio… me hace gracia ese concepto. Vuestra visión arbitraria del bien y del mal. Ángeles y Demonios. Enviados divinos. Dioses. Todo depende del punto de vista. El ladrón es un villano para su víctima, pero un héroe para su familia. Vos deberíais saberlo bien —continuó la mujer, lanzando una mirada traviesa a Alaric, y abriendo un poco su capa, revelando parte de su voluptuosidad—. De donde yo procedo, no existen tales dilemas. Solo existo yo. Yo soy el bien, el mal, y todo lo que queda entre medias. No hay interpretación, ni opinión, ni visión parcial. Las cosas son como son. Yo, o la nada. Soy el Orden. El equilibrio. La Balanza.
—Pues si tanto os gusta vuestro mundo, quedaos en él, y dejadnos en paz —replicó Alaric, incorporándose con cuidado.
—Oh, lo siento, querido. Lo cierto es que era muy feliz en mi hogar, bajo la bendición de la ignorancia —continuó ella, dándole la espalda y explorando el lugar, sin mucho interés—. Hasta que me trajeron a este mundo tan extraño y desordenado. Veréis, no soporto el caos. El mero conocimiento de que aquí todo es tan anárquico y confuso, me resulta insoportable e inconcebible. Debo traer el orden a este lugar, si deseo descansar. Para que lo entendáis, vuestro mundo es como un sarpullido para mí. No volveré a conocer la paz hasta que no lo cure.
—Vaya, lamento que os incomode tanto nuestra existencia —contestó Alaric, con ironía—. No me habéis respondido. ¿Qué queréis a cambio de dejarme marchar?
—Que llevéis un mensaje a esa vieja bruja. La esperaré en el Templo de Vanar-Gash, en cinco días.
—¿En serio creéis que Edel va a ir voluntariamente a exponer su vida?
—Estoy segura. Cada día que pasa, yo soy más fuerte; y ella más decrépita y débil. Puede esconderse el resto de su vida, si quiere, pero llegará un momento en el que muera de vieja. Como veis, el tiempo juega a mi favor.
—Cuando eso ocurra, Lysandra…
La mujer se giró de nuevo hacia él, abriendo mucho los ojos, en una expresión de sorpresa, riendo sin ningún pudor.
—¿De verdad? ¡Ja, ja, ja! Claro, ya entiendo. No os lo ha contado. Vaya, vaya. Parece que la buena de Edel se guarda sus secretos también.
—¿Qué secretos? —preguntó él, molesto por la reacción de la mujer.
—Lysandra no es hija de esa vieja. Ni Zarinia. La estirpe de los Guardianes morirá con ella —respondió la pelirroja, acercándose a Alaric. Este dio un paso atrás, pero se topó con la roca a su espalda.
—¿Qué queréis decir?
—Que ese vejestorio os tiene engañados, como a los demás —dijo ella, susurrándole al oído, mientras ponía sus manos en su pecho. Su tono destilaba desprecio y burla a la vez—. Esa mujer nunca pudo tener hijos por cuenta propia. Las robó cuando eran bebés. Primero a la inocente Lysandra, y como no se contentaba con una sola, hurtó también a la pequeña Zarinia. Pobres niñas. Y pobres madres, lo que debieron de sufrir cuando les arrebataron a sus chiquitinas. Lo gracioso será el día que ella muera, y se den cuenta de que ninguna es la verdadera guardiana.
—Mentís. Estáis jugando conmigo —dijo Alaric, incómodo, intentando apartarla sin mucho éxito.
—Podéis creerme o no, me es indiferente. Pero preguntadle, la próxima vez que la veáis. Quizás os deis cuenta entonces de que apostáis por el caballo perdedor— susurró ella, inclinándose hasta que su aliento frío rozó su oreja. Su voz era como un veneno denso y oscuro—. ¿Estáis dispuesto a sacrificaros por alguien que os oculta cosas tan importantes?
—Ellas son auténticas hechiceras. He visto su magia.
—Por supuesto que lo son. Poseen un gran poder, Edel no las escogió al azar. Pero no son las herederas de la Guardiana. No comparten la misma sangre. Por eso no pudieron hacer nada contra mí, en el castillo. Aunque no importa. Seguid creyendo a esa sucia vieja —replicó ella, mientras sus caricias iban bajando cada vez más, y comenzaba a besar el cuello de Alaric.
—Solo decís sandeces. Estáis intentando manipularme, al igual que habéis hecho con el Conde.
—Podría ser, no os lo niego. Pero, ¿por qué estáis tan tenso? ¿Acaso no os agrada este cuerpo? Esta forma que tengo ahora se encontraba en la mente del pobre Marcell. Una imagen idealizada de cómo sería su hermana si siguiera viva. ¿Qué os parece? A mí me resulta agradable. Pero quizás os guste más si me muestro de otra forma. ¿Qué tal así?
Y al momento, frente a Alaric ya no se presentaba la imagen de la sensual mujer pelirroja. Su cuerpo había cambiado. Era ahora más delgado y alto. Su cabello, largo, liso y oscuro. Sus facciones, más marcadas. Y su expresión, mostraba ese mismo porte elegante y altivo que ya conocía. Pero los ojos que le observaban carecían del color aceituna de la Lysandra real. Seguía siendo esa mirada lujuriosa, esas brasas púrpura que delataban a su poseedora.
—Dejaos de tonterías. Con esa mujer solo me unen asuntos de negocios. Me resulta insoportable —mintió. Pero una sombra de duda cruzó por su mente, durante un breve instante. ¿Y si tenía razón? ¿Y si Edel le ocultaba información?
—¿Quién miente a quién? Está bien —dijo ella, apartándose de él y riendo—. Volvamos a lo que nos atañe. Comunicadle mi mensaje a la vieja. Os espero en el templo en cinco días.
Ya no era Lysandra quien le hablaba. Volvía a ser Lenna la pelirroja.
—Soltad a Cangrejo, y quizás me lo piense.
—Me temo que no, querido. Le necesito, para que vos vayáis a rescatarle. Así de predecible sois. Ya sabéis dónde le podréis encontrar.
—Desde luego que sí, haré lo que sea con tal de liberarle. Pero os juro que como le hagáis daño…
—Ya se lo he hecho. ¿Qué haréis? —contestó ella, con indiferencia —. Ahora marchad. Recordad. Cinco días de plazo, para encontrarnos en el templo. Al sexto, olvidaos de rescatarle. Pero estoy segura de que no me defraudaréis, y llegaréis a tiempo. Hasta pronto, mi querido Alaric. El paladín defensor de los desposeídos. Me hacéis tanta gracia…
Lenna comenzó a alejarse, mientras se desvanecía en la oscuridad. Como un susurro en el viento, dejándole solo con sus pensamientos y su desesperación. Iría al encuentro de Lysandra y el resto. Poco más podía hacer. Y Edel tenía muchas cosas que explicar.