Alaric se apoyó en una ajada viga de madera, evaluando la situación. Por un lado, Cangrejo intentaba poner en pie a Verruga, animándole para que se mantuviera erguido por su cuenta. No es que la herida de la pierna se lo impidiera, pues parecía estar completamente recuperada. Más bien porque el muchacho se encontraba totalmente borracho.
Por otro lado, las dos mujeres se fueron apartando hacia la esquina opuesta de la sala. Hablaban entre ellas, y daba la impresión de que la mayor le estaba echando un rapapolvo en voz baja a la más joven.
Procuraba mantener una expresión fría y seria, aunque en realidad, sonreía por dentro. Al final, el negocio no había salido nada mal. Es cierto que el tema de los guardias les pilló por sorpresa, pero dudaba de que la mujer tuviera algo que ver, no tendría ningún sentido. Puede que justo esa noche un regimiento estuviera de paso en el castillo, o vaya usted a saber.
La cuestión es que consiguieron escapar igualmente con el botín, el amuleto de Ganra-Vash, Vanar-Lash, o como fuera que se llamara. El nombre le importaba bien poco. Solo necesitaba la descripción, “un colgante de oro con forma de serpiente que se muerde la cola, rodeando una piedra roja redonda, la guarda el Conde en sus aposentos, dentro de un relicario en su mesilla”. Iban a cobrar más de lo esperado, el chico se ganó una cicatriz con la que poder fanfarronear ante las muchachas, y él se había llevado una tremenda bofetada por parte de la mujer.
Sí, lo reconocía. Su intento de jugar al canalla seductor no llegó a funcionar. «Eso no ha sido muy profesional, Alaric», pensó. Pero la cosa no fue a más, y el único daño lo recibió su ego. Y su ego ya estaba acostumbrado a esas nimiedades, así que todo olvidado.
Se quedó observando a las hermanas con más detenimiento. Ambas compartían el mismo color de ojos verde aceituna, pero aparte de eso, se parecían como la noche al día. La menor tendría casi la edad de Verruga. De cara redondeada y mejillas sonrosadas. Era una chica menuda, y daba la impresión de que no era de mal comer. Llevaba el pelo rubio recogido en una corona trenzada, y debajo asomaban un par de sencillos pendientes de plata con forma de aro. Se le notaba un carácter agradable. De ese tipo de personas que suelen caer bien a la gente, sin siquiera conocerla.
Su hermana, en cambio, daba la impresión de ser todo lo contrario. Proyectaba cierta aura de elegancia regia, como si estuviera por encima del resto de los mortales. Y ese aire altanero, provocaba la reacción inversa a la simpatía natural de su hermana. Por otro lado, no era la mujer más guapa, ni la más exuberante con la que había llegado a cruzarse, pero tenía su encanto. Sería un poco más joven que él, morena, elegante y esbelta. Llevaba el pelo suelto, adornado con algunas pequeñas trenzas y cuentas de plata.
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Ambas portaban vestidos de colores oscuros. Verde la mayor, violeta la más joven. Sencillos, para no llamar la atención, pero que se notaban de buena factura. Se cubrían con sendas capas de cuero negro encerado, que disponían de grandes capuchones para protegerse de la lluvia.
Se percató entonces en que ellas le miraban a él también, fijamente.
—¿Os ocurre algo, maese Palillo? —pregunto la hermana mayor, con ese irritante tono altivo.
—Pues lo cierto es que mis socios y yo estamos disfrutando mucho de vuestra compañía, y de la de vuestra hermana, por supuesto. Pero desgraciadamente creo que ya va siendo hora de dar por terminado nuestro negocio —respondió, complaciente.
La mujer asintió y sacó una bolsita de cuero fino de su faltriquera, que colocó suavemente sobre una piedra rectangular que sobresalía de la pared, que tenía aspecto de haber sido usada como mesa hace ya mucho tiempo, aunque ahora solo sirviera de base para el musgo que la cubría.
—Estáis en lo cierto, no hay razón de alargar nuestra reunión aún más. Aquí tenéis lo acordado, cien reales de plata— Sacó otras cuatro monedas de oro del bolsito del cinturón—. Y esto, por las molestias inesperadas. Vuestro turno.
Alaric miró a sus compañeros, deteniéndose en una estudiada pausa dramática, y asintió levemente. Cangrejo rebuscó y sacó de su zurrón algo que estaba envuelto en un pañuelo de lino. De tres zancadas, se lo acercó a Alaric, que a su vez se lo entregó a la mujer. Antes de dárselo, lo aguantó un momento en su mano.
—¿Puedo preguntaros por qué tiene tanto interés este medallón para vos? Estáis pagando el doble de su valor.
—Por supuesto que podéis preguntar —respondió ella, desdeñosamente —. Pero no obtendréis respuesta, pues en nada os incumbe. Creo que la tarifa que estamos pagando bien vale un “absteneos de preguntar”.
Alaric asintió, sonriendo, y le entregó el paquete. La mujer procedió a desenvolverlo, sobre la antigua mesa de piedra. Observó el contenido, y pasó su mano por encima de él. Tras esto, volvió a plegar la tela, muy despacio. En su cara se dibujaba media sonrisa, que no parecía de felicidad. Era más bien de esas que preceden a la locura. De las que causan pavor. Clavó la mirada en él, pálida, con los ojos muy abiertos y un leve temblor en el párpado izquierdo.
—Este… este amuleto es falso. No es el verdadero amuleto de Vanar-Gash.