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34 - La prueba de la Mente.

Lo cierto es que había luz. Muy escasa, comparada con la luminosidad del exterior, pero suficiente, en cuanto sus ojos se acostumbraron. Entraba de forma indirecta a través de una serie de pequeñas claraboyas ocultas en el techo, que seguramente estarían pensadas para iluminar con más intensidad. Pero el paso del tiempo y la falta de cuidado las habían ido cubriendo o tapando. El pasillo, de paredes altas y lisas, era alargado, y formaba una curva bastante cerrada, lo que impedía ver su final. La parte superior estaba construida en arco, que provocaba que la sensación de altura aumentara.

Alaric sentía a Lysa tras él, muy cerca. Desde que se extraviara en el laberinto de cuevas, la mujer se había cuidado mucho de no volver a alejarse demasiado. Aunque la situación entre ellos le resultaba un poco rara, pues no sabía muy bien a qué atenerse. Desde aquel momento íntimo que compartieron en el baño, no volvieron a tener un rato para ellos. Y tampoco llegaron a hablar del asunto. ¿Acaso ella había perdido el interés? Todo esto le resultaba un poco incómodo. Era un hombre al que le gustaban las cosas claras.

Absorto entre esos pensamientos, tuvo que frenar de golpe, al ver que Edel se había detenido ante una puerta de bronce que bloqueaba el camino, casi aparecida de la nada. La anciana la observaba, pensativa, como si se estuviera cuestionando sobre la forma de abrirla. Tenía aspecto de ser pesada, pero no se veía cerradura ni cierre.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alaric.

—Si no recuerdo mal, creo que esta puerta nos conduce a la segunda prueba.

—¿Pasamos?

—No es tan sencillo. Es más complicada de abrir que lo que parece. Hace falta una llave.

Mientras Edel se volvía hacia el grupo, para discutir sobre la situación con sus hijas, Alaric se adelantó, con el fin de estudiar la puerta. Como ladrón, se había enfrentado a muchas, y esta no le parecía especialmente difícil de abrir. ¿Una llave? Ni siquiera se veía cerradura ni cerrojo. La empujó, para probar. Creyó escuchar algo tras él; un grito de advertencia, quizás. No llegó a entender las palabras, pero la puerta se abrió sin problemas. Aguardó un instante, para ver si se activaba algún tipo de trampa mecánica, o algo similar. Sin embargo, no ocurrió nada. Parecía que no había razón por la que temer. Cruzó el umbral y entró a la sala, seguido por los demás.

Se trataba de un gran espacio circular, rodeado de columnas sobre las que descansaba una enorme cúpula. La luz se colaba desde lo alto, a través de unos pequeños arcos que formaban la linterna que la coronaba. El suelo se encontraba plagado de restos de hojas secas y de deposiciones de las aves, principalmente gaviotas, que anidaban entre los huecos de la bóveda. Olía a mar. Y en su centro, una fuente hexagonal, de aproximadamente media vara de profundidad, llena hasta casi rebosar de un agua oscura, en la que flotaban hojas y otros restos. Una vieja estatua verdosa de bronce, de un guerrero armado con una jabalina, a punto de lanzarla, decoraba el interior de la fuente.

Tenía la sensación de haber estado ya allí.

Ante ellos, se alzaban tres puertas de bronce, a cada uno de los lados de la estancia. Una continuaba el camino desde el que venían, al frente. Las otras dos, en perpendicular a derecha e izquierda.

Edel les condujo hasta la fuente. Se posicionó en jarras, pensativa. Después se acercó a la puerta del frente, y la examinó con detenimiento. Tenía un bajorrelieve de un carnero encabritado sobre sus patas traseras. No pareció convencerse, y se dirigió a otra. Esta estaba decorada con la imagen de una garza en medio del agua, tranquila, pero con expresión atenta. La observó con más ahínco aún. No se la veía muy segura. Y, por último, se aproximó a la que quedaba a la izquierda, estudiándola de arriba a abajo varias veces. La imagen que mostraba era la de un toro a punto de embestir con fuerza. Tras esto, volvió a reunirse con el grupo.

—¿Te acuerdas de cuál es la correcta, madre? —preguntó Zari.

—No. No recuerdo nada de tener que elegir entre tres salidas. Se supone que el reto era cruzar únicamente una puerta, pero bastante complicada de abrir.

Alaric se acercó para inspeccionarlas. No parecía que hubiera cerradura. Tan solo un tirador de metal.

—¿Qué puede ocurrir si abrimos la incorrecta? —preguntó, girándose hacia Edel.

—Nada bueno, supongo. Aunque ya os digo que esto no debería estar así.

«Pero no podemos quedarnos aquí, parados; debemos elegir una, o regresar por donde hemos venido, eso está claro…», se dijo a sí mismo.

La anciana no parecía decidirse por ninguna. Mientras tanto, él se quedó meditando sobre los motivos que decoraban el metal. Tres animales. Dos de ellos, de cuatro patas, con cuernos, y en actitud agresiva. La otra, un ave, reposada y tranquila. Quizás era una conclusión estúpida. Quizás no. Solo había una forma de saberlo. Empujó la puerta con la efigie de la garza.

—¡Alaric!

Creyó escuchar la voz de Lysandra, avisándole. Demasiado tarde, ya estaba cruzando.

Entró a la siguiente sala. Se trataba de un gran espacio circular, rodeado de columnas sobre las que descansaba una enorme cúpula. La luz se colaba desde lo alto, a través de unos pequeños arcos que daban forma a la linterna que la coronaba. Enseguida notó un leve aroma a flores frescas, aunque no tenía manera de saber de dónde procedía. El suelo estaba conformado por un brillante mosaico de piedras de colores con la imagen de la cabeza de un león rugiendo. Y en el medio, una fuente circular, rebosante de un agua clara y cristalina. La decoraba una delicada estatua de mármol blanco, que representaba a una mujer portando una jarra plateada, de la que manaba agua limpia, con un sonido alegre y brillante.

En cierta forma, el lugar le resultaba familiar.

Ante ellos, se alzaban tres puertas plateadas, en cada uno de los lados de la pared. Una continuaba el trayecto desde el que habían venido, al frente. Las otras dos, en perpendicular a derecha e izquierda.

Edel les condujo hasta el centro de la sala, se cruzó de brazos y empezó a meditar. Se acercó a la puerta del frente, y la examinó con detenimiento. Su superficie mostraba un bajorrelieve de un cangrejo, al que le faltaba una pinza. Dudó, y negó con la cabeza. Tras esto, se dirigió a la de la derecha, que estaba decorada con la imagen de un par de dagas cruzadas. Acarició su superficie. No se la veía muy segura. Y, por último, fue a la que quedaba a la izquierda, examinándola lentamente. La decoración de esa puerta mostraba lo que parecía una simple vara de madera. Tras esto, se reunió de nuevo con el grupo, en el centro de la sala.

—¿Te acuerdas de cuál es la correcta, madre? —preguntó Lysa.

—No. No recuerdo nada de tener que elegir entre tres salidas. Se supone que el reto era cruzar únicamente una puerta. Especialmente complicada de abrir, eso sí.

Alaric se dispuso a inspeccionarlas. No parecía que hubiera cerradura.

—¿Qué puede ocurrir si abrimos la incorrecta? —preguntó, girándose hacia la anciana.

—Nada bueno, supongo. Pero ya os digo que no debería ser así.

—Aunque debemos elegir una, eso está claro…

Algo no cuadraba. Un cangrejo, unas dagas, una vara. Parecían referencias a él y a sus compañeros, sin duda. Pero era imposible, los bajorrelieves tenían aspecto de haber sido tallados hacía muchísimo tiempo. Quien lo hiciera, no podía conocerlos de nada. O era una casualidad.

«Esto debe ser también magia ancestral, como la de la estatua gigante, no hay otra explicación», pensó para sí. Se acercó a la puerta que mostraba la vara de madera. Si debía escoger una, al menos elegiría la suya.

—¡Alaric! ¡Debes escucharme!

Creyó oír la voz de Lysandra, avisándole. Sin embargo, ya había pasado al otro lado.

Entró hasta un gran espacio circular, rodeado de columnas sobre las que descansaba una enorme cúpula. La luz se colaba desde lo alto, a través de unos pequeños arcos dispuestos en la linterna de su cima. El suelo estaba cubierto de antiguas alfombras, atacadas por el paso del tiempo, podridas y resquebrajadas, que se rompían bajo sus pies. Olía a viejo, a moho. Y en su centro, una fuente ovalada, de media vara de profundidad, vacía. En el fondo se veían antiguas monedas oxidadas, de anteriores viajeros que estarían buscando la buena fortuna. En su interior se alzaba una oscura estatua de una inquietante figura, cubierta por una capa con capucha, que ocultaba su rostro.

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Sentía que algo no marchaba bien. Un leve cosquilleo tras la nuca, como si ya hubiera estado allí anteriormente.

Ante ellos, se alzaban tres puertas de madera vieja, a cada uno de los lados de la pared. Una proseguía en la misma dirección desde la que venían, al frente. Las otras, en perpendicular a derecha e izquierda.

Edel avanzó hacia el centro de la sala, adoptando una postura firme, con las manos en las caderas, mientras parecía reflexionar en silencio. Se acercó a la del frente, y la examinó de cerca. La puerta mostraba una talla de una anciana cubierta con una túnica, que levantaba su mano derecha, como en un saludo. Sin embargo, pronto frunció el ceño, insatisfecha, y se dirigió a la siguiente. Estaba decorada con la imagen de una chica joven y bajita que señalaba hacia la puerta del centro. Edel la inspeccionó con mayor detenimiento, pero tampoco se decidió. Y por último, fue a la que quedaba a la izquierda. Examinó su superficie varias veces. La talla mostraba lo que parecía una mujer alta y delgada, de pelo largo, que también señalaba hacia la puerta del centro. Tras esto, se reunió de nuevo con el grupo, en el medio de la sala.

—¿Te acuerdas de cuál es la que debemos escoger, madre? —preguntó Lysa.

—Sí… y no. En realidad, las tres son correctas. Y equivocadas a la vez.

Todos se miraron entre sí, extrañados. Salvo Lysa, que se adelantó hacia la puerta central.

—Ya veo. Es un laberinto mental.

—¡Eso es! Me alegra que te acuerdes.

—¡Ah, es verdad! Nos hablaste sobre esto —exclamó Zari, al momento —. Ahora caigo yo también.

—Y eso de un “laberinto mental”, ¿qué es? —preguntó Verruga.

—Ya lo hemos comentado antes, ¿verdad, Alaric? ¿No lo recuerdas? —respondió Lysa. La expresión en su cara era extraña. Parecía tensa, como si quisiera decirle algo más.

—Es una ilusión, un engaño de la mente —continuó Edel —. Quien cruce el primero una de estas puertas, tendrá que escapar de ese laberinto… que realmente no existe. Ahí se encuentra la gracia, y el peligro. El laberinto, en realidad, lo crea uno para sí mismo. Hace falta mucha disciplina si no se desea acabar perdido en su propia mente.

—Y bien, si la puerta a cruzar da igual, ¿cuál es su finalidad real? —preguntó Alaric, extrañado. Seguía notando que algo estaba fuera de lugar.

—El “libre” albedrío —respondió Lysandra.

—La falsa elección —replicó Zarinia.

—No me aclaráis mucho. En fin, ¿quién cruzará primero? ¿Y por dónde?

—Yo lo haré —contestó Lysa, desafiante —La opción es clara, hay que escoger la puerta del centro.

—Está bien, hija mía. Creo que te encuentras preparada —dijo Edel, poniendo una mano sobre su hombro.

«No, Alaric, debes ser tú». Otro pensamiento que le venía a la cabeza, pero hubiera jurado que era la propia voz de Lysandra, susurrándole al oído.

—No, creo que debo ser yo el que cruce la puerta —dijo, dudando.

—¿Vos? No me hagáis reír. Vuestra mente es débil. No habéis entrenado para esto. Fracasaréis —la respuesta de la anciana fue brusca, violenta y tensa. Su tono, bastante poco amable, casi insultante. Alaric se sorprendió con el cambio de su actitud. Hasta ahora, aunque seria y algo refunfuñona, siempre se había mostrado agradable y educada.

«No la escuchéis, sois más fuerte de lo que creéis»

Lysa se acercó hacia la puerta del centro, la decorada con la imagen de la anciana, dispuesta a cruzarla. Pero antes de que llegara, Alaric la detuvo, agarrándola del brazo.

—Creedme. Debo ser yo quien cruce esa puerta.

—Adelante, pues —respondió Lysandra, mientras le abría paso con una sonrisa amable. Pero sus ojos no sonreían. A Alaric se le erizó el vello.

Se aproximó a la puerta, y estuvo a punto de abrirla. Se detuvo, sin embargo. Algo en su interior le decía que esa no era la entrada correcta

«Lysandra… debo escoger a Lysandra.»

—No dudéis. Cruzad la puerta —insistió Lysa. Clavaba sus ojos en él, muy abiertos. Su sonrisa era tan falsa que daba hasta miedo. Los demás también le observaban, fijamente. Había algo en sus miradas que le resultaba inquietante. Parecían ojos sin alma.

No respondió. Simplemente, salió corriendo hacia la puerta de la derecha, la de la efigie de la mujer alta, y la cruzó.

Casi cayó al suelo en la carrera, pero se recuperó y pudo observar el lugar donde se encontraba. Enseguida arrugó la nariz, al aspirar el fétido olor de la sala. Le costaba determinar si apestaba a podredumbre, o a matadero. La estancia era circular, muy grande, rodeada de columnas sobre las que descansaba una vasta cúpula que se alzaba a bastante altura. La luz se filtraba a través de una serie de pequeños arcos en la linterna de la bóveda, e iluminaba el suelo de pesadas losas de piedra. Estaban cubiertas de manchas oscuras y pegajosas.

Alaric se dio cuenta de que había una gran cantidad de cuervos descansando entre las aberturas del techo. Le miraban, con ojos brillantes, y de vez en cuando emitían algún graznido desafiante, o se acomodaban con un aleteo nervioso. La sala estaba completamente vacía, y el eco de sus pasos resonaba de forma hueca por toda la estancia. Se dio la vuelta, pero nadie llegó a cruzar después de él. La puerta se había cerrado tras de sí. Se encontraba solo.

Alaric sintió una extraña familiaridad al contemplar aquel lugar, como si lo hubiera visto antes en sus sueños o recuerdos difusos. A pesar de ello, no había tiempo para reflexionar. Tres aberturas se alzaban frente a él, cada una en un extremo distinto de la sala. Una continuaba en la misma dirección de la entrada por la que acababa de llegar; las otras dos se encontraban a ambos lados.

Observó las puertas, que parecían de oro puro. La de la izquierda, mostraba un bajorrelieve de un joven desnudo, salvo por el colgante en su cuello y la espada en su mano. La de la derecha, en cambio, estaba tallada con la imagen de una muchacha, desprovista de cualquier tipo de ropaje también. Su melena era larga y ondulada, y alcanzaba casi su cintura. Tenía los brazos abiertos, como pretendiendo abrazar a aquel que se acercara hasta ella, y parecía envuelta en llamas.

Y, por último, la abertura del centro. Carecía de puerta. Solo oscuridad. Alaric se vio tentado a aproximarse. Se dio cuenta entonces de que no eran sombras lo que había ahí dentro, sino una especie de masa oscura y gelatinosa, que vibraba y burbujeaba. Pequeños palpos surgían de ella de forma aleatoria, como intentando aferrarse al aire circundante. Y de repente, de su interior, surgió una especie de tentáculo informe y tembloroso, sujetando una brillante llave de cobre.

—Adelante, cogedla —Alaric se sobresaltó, al escuchar la voz del Conde. Procedía de la puerta la izquierda

—Vamos, querido. No debéis dudar —esta otra llamada surgió desde la de la derecha. La voz de su hermana. Lenna, la bruja pelirroja.

Alaric acercó su mano lentamente hacia la llave. Pero justo antes de alcanzarla, volvió a escuchar la voz de Lysandra en su cabeza.

«Alaric, escúchame. La clave la portas en tu interior. Solo tú puedes escapar de tu propio laberinto. Regresa con nosotros, por favor. Te necesito a mi lado»

La masa oscura pareció intentar aferrarle, antes de que apartara su mano para pasarla sobre los bolsillos. Notó un extraño bulto, y extrajo una llave de bronce, que estaba seguro de que previamente no se encontraba ahí.

Y en ese momento, la cosa empezó a chillar. Un grito horrible, que le dejó paralizado. Comenzó a desbordarse por la abertura a gran velocidad, como una ola de brea, avanzando hacia él, intentando engullirle. Alaric se apartó de un salto y salió corriendo en dirección a la puerta por la que había entrado al principio. Los cuervos en lo alto comenzaron a revolotear, graznando de forma caótica. Echó la vista atrás, y con horror, se dio cuenta de que las tallas de las puertas habían cobrado vida. La imagen de la muchacha en llamas parecía moverse, con sus brazos extendiéndose aún más hacia Alaric, como si quisiera envolverlo en su abrazo ardiente. Del lado opuesto, el joven del colgante también parecía cobrar vida, su espada apuntando hacia él. Vio la cerradura, que juraría que antes no existía. Introdujo la llave a la carrera, y cruzó al otro lado, justo cuando notaba que esa cosa oscura le alcanzaba los tobillos.

Y despertó.

Se incorporó, ayudado por Lysa, que se encontraba de rodillas a su lado. Su cara era una mezcla de preocupación y felicidad. Tenía lágrimas en sus ojos. Le abrazó con fuerza.

—Alaric, creía que os había perdido.

—Yo… No sé… ¿Qué ha pasado?

—Que habéis superado la prueba de la mente —respondió Edel. Sonreía y le miraba con una expresión de aprobación, casi de orgullo —. Se suponía que alguna de nosotras tres éramos las encargadas de pasarla, pero os adelantasteis y activasteis la prueba sobre vos. La próxima vez, preguntad, antes de tocar nada —terminó de decir, regañándolo como a un niño.

Zari y Verruga se acercaron a su lado, sin ocultar su felicidad. Ambos tenían también los ojos cubiertos de lágrimas.

—Es increíble, en cuanto tocaste esa puerta de bronce, caíste al suelo como una losa —le dijo Palillo, fascinado —. Pensaba que te habías abierto la cabeza del golpe.

—Creo que la tengo demasiado dura para eso… —bromeó Alaric. Aunque ahora que lo decía, es verdad que le dolía un poco.

—No sois consciente de lo que habéis conseguido. Hasta los hechiceros bien entrenados pueden fracasar en esta prueba —continuó Zari, riendo suavemente —. ¿Cómo es posible?

—Pues la verdad, es que, si no llega a ser por las palabras de Lysa, creo que no hubiera conseguido salir de ahí.

Las hechiceras se miraron, confusas.

—Pero… yo no he podido deciros nada, Alaric —dijo Lysa, con clara incomprensión —. Una vez que se entra en el laberinto mental, es imposible que nadie llegue hasta allí. Se trata de las zonas más profundas de la mente. Ni siquiera yo.

Alaric se quedó extrañado. No sabía qué decir. Pero notó que tenía algo en su mano. La llave de cobre. Era real.

Terminó de incorporarse, y se percató al fin de que se encontraban en el mismo pasillo del principio, junto a la primera entrada con la que se toparon. Introdujo la llave, sin decir nada, y abrió. No quiso ni preguntarse de dónde había salido, ni por qué ahora esa puerta tenía cerradura, ni por qué estuvo escuchando la voz de Lysa. Cosas de magos. Demasiado para su dolorida cabeza.

Cruzó, asegurándose bien de que los demás le seguían. Edel se adelantó de nuevo, encabezando al grupo, y continuaron a través del pasillo en curva. Lysa volvió a colocarse tras él, aunque esta vez notó que aferraba su mano. Él apretó suavemente, en respuesta. Y sonrió en su interior.