Zari bajó tan apresuradamente, que casi se dio de bruces contra un hombretón que cubría todo el hueco de la escalera.
—¿Y tú quién eres, niña? —pregunto el mamotreto con voz áspera y ronca.
Le inspeccionó de arriba a abajo rápidamente. Se encontraba ante un tipo maduro, de unos cuarenta años o más, fornido y calvo. Muy calvo. Ni cejas tenía. Su piel estaba cubierta de viejas cicatrices. Parecían antiguas quemaduras.
—Soy Zarinia, vengo a ayudar a vuestro compañero.
—¿Cómo a ayudar? —respondió el mazacote.
—Está herido, ¿verdad? Puedo sanarle. Con magia.
—¿Qué eres, una bruja?
—No, hechicera. Y ahora, ¿me disculpáis? —replicó Zari, un poco molesta, mientras se escabullía como una anguila por debajo del ancho brazo.
Se encontró al herido en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de piedra. Era un chico joven, de su misma edad, más o menos. Tenía los ojos entrecerrados. El pelo rubio le caía sobre la cara. «¡Qué mono!», pensó.
—¿Está dormido?
—Eso creo. Le he dado un sorbo de licor de shia, para que se relajara un poco —respondió el mastodonte.
—¿Licor de flores de shia? —se sorprendió —. Hay que tener cuidado con eso, es muy fuerte.
—Y muy caro para irlo compartiendo alegremente. Por eso le he dado solamente un vasito… bueno, quizás dos… ¿Tres?…
Se sentó en el suelo junto a él, y le examinó la pierna. Le habían desgarrado las calzas para hacerle la cura y colocarle un apresurado vendaje. Lo retiró con cuidado, y también la masa oscura que cubría la herida.
—¿Es un emplaste de caléndula y árnica? Parece muy bien hecho —le dijo al hombretón, que se acercó a vigilar lo que hacía.
—Sí, así es. Y lavanda. Soy bastante hábil con esas cosas —respondió orgulloso —. Por cierto, mi nombre es Brisur, pero todo el mundo me llama Cangrejo —continuó, haciendo claquear la pinza de hierro que tenía por mano izquierda.
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—Ah, ya veo. Encantada, maese Cangrejo —. Se quedó mirando el metálico apéndice, quizás más de lo que debía.
—Y ese enclenque de ahí es Verruga —prosiguió, señalando al muchacho con la pinza, mientras Zari seguía el movimiento con la cabeza, fascinada.
—Pero no es su nombre, ¿no? —volvió a centrarse en la herida —. Quiero decir que es un mote, supongo.
—¡No, claro! ¿Qué clase de padres le pondrían a alguien Verruga? ¡Haw, haw, haw! —era la risa más desagradable que Zari había oído nunca —. Su nombre es Rendel. Y el hombre alto y delgado con el que te has cruzado se llama Alaric, aunque todo el mundo le conoce por Palillo.
Les interrumpió un fuerte ruido procedente de la planta superior. Después, un breve silencio. Y al momento, algo que sonó exactamente igual a un tortazo. Unos segundos más tarde, su hermana bajaba las escaleras con la actitud elegante y altiva que solo ella sabía mostrar. La seguía el tipo alto, que intentaba hacerlo de forma digna también, pero con su andar desgarbado y la mejilla enrojecida, no terminaba de funcionar.
—¿Todo bien, Palillo? —preguntó Cangrejo.
—Sí, por supuesto. Estábamos discutiendo los nuevos términos de nuestro acuerdo —respondió, con los ojos un poco llorosos.
—Mira, la chica va a curar la pierna de Verruga. Dice que es bruja.
—¡HECHICERA! —exclamaron las dos hermanas a la vez.
—Ah… —Cangrejo se quedó pensativo —. ¿Y cuál es la diferencia?
—Creo que es por un motivo de dinero —respondió Alaric —. Verás, las hechiceras suelen tener riquezas, mientras que las brujas…
—POR FAVOR —interrumpió Zari, claramente molesta —. Necesito concentrarme, os agradecería algo de silencio.
Colocó las manos sobre la herida, y comenzó a recitar unas palabras. Cerró los párpados, mientras el mantra vaciaba su mente. Poco a poco, fue visualizando, primero al muchacho, después su pierna, la herida, cómo se iba cerrando y cicatrizando de forma natural, tal y como le había enseñado su maestra. Era muy importante que todo fuera lo menos forzado posible, para no alterar el Orden. Se trataba simplemente de acelerar el proceso.
Las palabras comenzaron a brotar con eco propio, y un resplandor amarillento comenzó a surgir de entre sus dedos. Unos segundos después, el brillo cesó. Allí solamente quedaba la cicatriz blanquecina, como si hubieran pasado meses desde que se produjo la herida. Exhaló un suspiro de cansancio, y miró al chico, que entreabrió los ojos, con una expresión de felicidad embriagada.
—¿Estoy muerto? ¿Es esto el cielo? ¿Eres un ángel? —dijo, medio alelado.
Zari se sonrojó y apartó la mirada tímidamente.
—Qué tonto. No, no es el cielo.
El muchacho abrió los ojos, aterrorizado.
—¡¿Estoy en el infierno entonces?! No, no creo haber sido tan malo como para eso, yo solo…
—No, imbécil. Estás con nosotros, los vivos. Esta chica tan amable te ha arreglado la pierna. Con magia —dijo Cangrejo.
El muchacho volvió a observar a Zari, con la vista nublada por los vapores del alcohol. Ella le devolvió la mirada con picardía.
—Ah. Ya veo. Una bruja.