Novels2Search

05 - El Conde.

El joven estudiaba con detenimiento el movimiento de los soldados, desde la terraza del salón principal. Algunos descabalgaban en el patio del castillo. Otros hablaban entre ellos de forma jovial, de camino al comedor. Unos pocos se dirigían a los barracones a descansar. Los mozos se afanaban en recoger los caballos, para conducirlos a las caballerizas, y el armero iba contabilizando ballestas, cascos, espadas y escudos, según se los iban dejando a su ayudante. El castellano corría de un lado para otro, dando órdenes a todo el mundo, e intentando organizar el barullo que se había montado con el regreso de los guardias.

Allá arriba, corría el viento frío y húmedo de la noche, pero no parecía importarle. Vestía solo una camisa blanca, por fuera de las calzas oscuras, y su larga cabellera rubia se mecía con la brisa nocturna. Mientras observaba el animado ajetreo del patio, la puerta del salón se abrió pesadamente, y por ella entró el capitán de la guardia, dando grandes zancadas. Este buscó rápidamente con la mirada, hasta que vio al joven asomado fuera. Se acercó a la entrada de la terraza con paso rápido y firme, para detenerse y cuadrarse frente a él de forma marcial.

—Mi Señor, hemos procedido de acuerdo con vuestras órdenes. Los ladrones han escapado con la copia —anunció el capitán, con voz potente y orgullosa.

El muchacho regresó al salón, dejando la puerta de vidriera abierta. Iba descalzo, pero no parecía importarle el frío suelo de piedra multicolor. El viento que entraba hacía ondear suavemente los tapices que cubrían las paredes. Tapices que contaban historias de antiguas hazañas y lejanas batallas, que ya nadie se molestaba en recordar. Sirvió licor en dos finas copas de cristal y ofreció una al capitán, invitándolo a sentarse junto a la enorme chimenea que caldeaba la estancia.

—Gracias, mi Señor —dijo el hombre, aceptando con una formal reverencia y esperando cortésmente a que el joven tomara asiento primero —. Como ordenasteis, también hemos mandado a los espías. Nos informarán de cualquier movimiento que hagan esos rufianes.

El joven continuó en silencio, observando al guardia. El capitán, algo incómodo, se reclinó en la silla, fijando la mirada en la copa.

—Me alegra oír que todo ha salido bien, Kracio —dijo al fin, con una voz dulce y condescendiente —. Espero que no hayan sufrido daño alguno. No me inquieta mucho un par de ladronzuelos, ya acabarán colgados en cualquier otro sitio. Lo importante para mí es saber quién es el interesado en adquirir el amuleto.

—Desde luego, mi Señor. Mis hombres tenían instrucciones muy claras de no disparar a dar.

—Bien, bien…

El joven volvió a quedarse callado, contemplando el danzar de las llamas en la chimenea. Solo se escuchaba el crepitar de la leña, acompañado por el ulular del frío viento que entraba por la terraza, y los amortiguados sonidos procedentes del patio.

El capitán, sin saber muy bien que hacer, desvió la mirada hacia las toscas águilas esculpidas que flanqueaban la chimenea, mientras se atusaba el poblado bigote. El artista que talló la piedra parecía que no había visto muchas águilas en su vida, pues la cabeza era desproporcionadamente grande, el pico demasiado pequeño, y los ojos se asemejaban más a los de una persona que a los de un ave.

Después, fijó la vista en la panoplia que adornaba la parte superior. Un escudo decorado con el emblema familiar, el águila rampante de oro sobre campo de azur, y cruzando por detrás, dos espadas bastardas, que el joven Conde siempre insistía en que debían estar bien aceitadas y afiladas. Y coronando el conjunto, un yelmo de torneo adornado con una cresta de plumas rojas. De repente, rompiendo el incómodo silencio, el joven pareció volver a darse cuenta de su presencia, como si ya se hubiera olvidado de que estaba allí.

—Kracio, ¿a qué esperas? Puedes retirarte.

This tale has been unlawfully lifted without the author's consent. Report any appearances on Amazon.

—Sí, mi Señor… Buenas noches —respondió el capitán, levantándose con una reverencia y abandonando la estancia con rapidez, aliviado. Ni siquiera había probado el licor.

Se quedó solo en la sala, absorto en sus pensamientos. Al rato, tiró de la cadenilla que pendía de su cuello, y sacó una joya dorada de dentro de la camisa. Un colgante con forma de serpiente que se mordía la cola a sí misma, rodeando una gran piedra roja engarzada en el centro. Lo examino detenidamente, y sonrió.

—Mi querido Marcell, creo saber quién anda detrás de esa baratija —susurró la figura que se sentaba en la penumbra del salón.

El joven alzó la vista. Todavía no se explicaba muy bien por qué nadie, salvo él, parecía escuchar esa voz, o percatarse de la presencia. Una figura femenina, pelirroja, cubierta por una gruesa capa de pieles oscuras. No era un producto de su mente, era real. Tan real como el calor de las llamas de la chimenea, o como el frío que notaba en los pies descalzos, o como el sabor fuerte y dulce del licor que estaba paladeando.

La figura se acercó a él, contoneándose de forma sensual, para coger la copa que había dejado el capitán. Con una sonrisa traviesa, comenzó a lamer lentamente el borde del cristal. Le observaba con una mirada provocativa, a través de unos ojos violáceos que parecían brillar con luz propia. Marcell sabía que aquella figura solo era una fachada. Podía entrever lo que se ocultaba detrás de esa máscara de belleza lujuriosa e irreal. Aquello no tenía nada de hermoso, ni de humano. Era algo que no dudaría en devorarlo a la más mínima ocasión, si la dejaba.

—Contadme, mi Señora. ¿Me lo diréis, o será otro de vuestros juegos? Parece que os entretiene ver malgastar mi tiempo en averiguar cosas que vos ya conocéis.

La mujer rio dulcemente, y vació la copa de un trago. Tras esto, se sentó a horcajadas sobre Marcell, dejando caer la pesada capa al suelo, revelando su voluptuosa desnudez. Le abrazó y comenzó a pasarle la lengua por el cuello. Una lengua inhumanamente larga, que raspaba como la de un gato.

—Dejadme disfrutar de algunos pequeños placeres, mi Señor. Sabéis que mi diversión favorita son estos juegos inocentes, ¿verdad? —le susurró al oído, con una sonrisa maliciosa —. Además, si os lo dijera todo, sería demasiado aburrido… —prosiguió, frotándose contra él y jadeando lascivamente.

—Podéis parar, ya sabéis que no voy a caer en eso —respondió Marcell, apartándola de un empujón.

La mujer se levantó, riendo a carcajadas.

—Sois tan deliciosamente joven… Querido, creo que bien os merecéis una pista —dijo burlonamente, mientras se volvía a cubrir con la pesada capa —. Hoy me halláis de buen ánimo, os cantaré algo. Prestad atención:

Del principio de los tiempos, Secreto el Santuario,

profundos son sus cimientos, ancestral es su Sagrario.

En la hora crepuscular, en el valle desnudado,

Su voluntad a juzgar, a tres pruebas afrentado.

Edel llevaba por nombre, hechicera el menester,

guardiana le corresponde, custodiar es su deber.

Más su empeño es fútil, pues no pueden comprender,

que el reloj corre sutil, no se puede detener.

Y que al final de los tiempos, cuando ya todo termine,

la muerte cruzará los cielos, sobre el mundo en su declive.

La puerta de la Serpiente, encierra el secreto oscuro.

Oculta profundo en su mente, cierra el sello el conjuro.

Y al ocaso de sus días, a dos hermanas robó.

“Las abracé como mías”, como maestra enseñó.

Ellas son ahora guardianas, buscan encontrar el sello,

usando las artes arcanas, y la ayuda del plebeyo.

Más su empeño es fútil, pues no pueden comprender,

que el reloj corre sutil, no se puede detener.

Y que al final de los tiempos, cuando ya todo termine,

la muerte cruzará los cielos, sobre el mundo en su declive.

Entonaba la canción con una voz mágica, maravillosa, irreal, como si procediera de otro mundo, de otra dimensión. Le parecía oír no una voz, sino todo un coro de voces infinitas. Las últimas frases resonaron como un lejano eco, y mientras el sonido se perdía por los recovecos de la sala, la figura se desvaneció entre las sombras, como la bruma al amanecer, abandonando al joven Conde, que se quedó solo y perdido en sus pensamientos.