La tranquilidad de la noche se vio interrumpida por el frenético galope del caballo. La montura atravesaba el bosque a toda velocidad, clavando los cascos en la tierra del camino y levantando piedras y polvo a su paso. Alaric le espoleaba y jaleaba, para que corriera lo más rápido de lo que fuese capaz. Las ramas pasaban fugaces a su lado y el viento levantaba su capa como si fueran las alas de un cuervo que quisiera emprender el vuelo.
Aunque la noche era clara, bajo la luz de Las Damas, todo a su alrededor no era más que un borrón difuso y oscuro. El viento gélido le forzaba a entrecerrar los ojos, y ya empezaba a cuestionarse si había tomado el desvío correcto. Echó la vista atrás, para comprobar dónde estaban sus compañeros. A unas cincuenta varas, le seguía Verruga, montando su veloz yegua blanca. Más lejos aún, como al doble, divisó la figura de Cangrejo. Su caballo era grande y fuerte, casi un destrero, pero más lento también, e iba perdiendo terreno. La persecución se alargaba demasiado, aunque al fin, mientras zigzagueaba a través los árboles, consiguió divisar los reflejos del río, lanzándose hacia la construcción de madera que se intuía entre el follaje.
Saltó al interior de la barcaza, casi desmontando sobre la marcha. Para cuando el caballo de Verruga llegó, ya estaba girando el cabrestante, intentando alejarse de la orilla. La montura de Cangrejo tuvo que hacer un salto más largo para salvar la distancia, estando a un pelo de salirse por el impulso.
—¡Verruga, cúbrenos! —gritó Alaric al muchacho, mientras giraba el mecanismo lo más rápido que le permitían sus agotados brazos.
El joven sacó rápidamente un frasco del morral, y vertió su oleoso contenido al río. Al momento, el agua empezó a burbujear, y una densa niebla comenzó a alzarse entre ellos y el dique. Alcanzaron a oír los caballos de sus perseguidores deslizándose por el terraplén, y a los soldados, descabalgar. De repente, un dardo pasó zumbando junto a la oreja de Alaric, clavándose en la barandilla.
—¡Agachaos! ¡Disparan a ciegas, pero disparan, los desgraciados! —gritó a sus compañeros, a la vez que una andanada de dardos surgía de entre la neblina, directo hacia ellos.
—Mierda, ¿qué ha salido mal? —gimió Verruga, con su voz inmadura de adolescente, mientras algunos proyectiles se incrustaban en la cubierta con golpes sordos.
—Pues ni idea, muchacho —respondió Cangrejo con su vozarrón ronco, que contrastaba con la del joven —. Se suponía que solo habría tres o cuatro guardias en el castillo, ¡no toda una jodida guarnición! Por los diablos que casi no lo contamos. Ese Conde tiene más soldados que el Rey —continuó, relevando a Alaric del cabrestante.
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Alaric se sentó, con el corazón latiendo aún con rapidez, como un tambor tocando a rebato. Se fijó en cómo el fornido hombretón giraba la manivela a toda velocidad. Era tan fuerte que se bastaba únicamente de su brazo derecho. Aunque tampoco tenía otra opción, pues la pinza de hierro que llevaba en vez de mano izquierda no le resultaba de mucha ayuda para la ocasión.
Volvieron a escuchar el restallar de las ballestas, mientras los virotes desgarraban la niebla una vez más. Pero todos golpearon el agua, sin precisión alguna. Sonrió confiado. Estaban ya demasiado lejos, y la bruma seguía extendiéndose por la orilla. El alquimista no había mentido. Una nube densa y duradera en un solo frasco. No solía confiar en vendedores que prometían milagros al peso, pero esta vez tuvo que reconocer que fueron los tres reales de plata mejor invertidos, en mucho tiempo.
Cangrejo seguía accionando la manivela, y con cada giro, la barcaza se alejaba algo más, guiada por las gruesas maromas que cruzaban el río de lado a lado. Alaric se permitió relajarse un poco al fin, y reflexionar sobre todo lo sucedido en el castillo. Resultó ser relativamente fácil acceder a los aposentos del Conde y abrir el relicario, donde se encontraba el medallón, tal como le dijeron. Pero, inexplicablemente, los guardias empezaron a surgir por todas partes. Consiguieron escapar precipitadamente, sin ni siquiera haber podido aumentar un poco el botín con alguna otra pieza de valor.
—Palillo…
Sus pensamientos fueron interrumpidos al escuchar el leve gemido tras él. Se giró para comprobar si Verruga estaba bien. El muchacho respiraba aceleradamente, sentado contra la barandilla. Se agarraba la pierna, con la cara contraída por el espanto. Del muslo asomaba un penacho de plumas, y unas gotas de sangre empezaban a salpicar la madera de la cubierta. Ya era mala suerte, el único dardo que consiguió llegar, le había dado. Se puso a su lado de un salto, y se quitó el cinturón para hacer un torniquete.
—Calma, muchacho. No parece grave. Déjame ver. Vaya, vaya… Qué mala pata, ¿eh…? —le dijo con una sonrisa forzada, tratando de infundirle valor.
Verruga no sonreía.
—¡Vamos, Verruguilla, eso no es nada! ¡Al menos no te han dado en la tercera pierna! —dijo Cangrejo, intentando animarle, con su voz ronca de aserradero. Tampoco pareció funcionar.
En la orilla, oyeron a los guardias maldecir y montar de nuevo, marchándose al galope.
—¿Lo ves? Ya no tienen nada que hacer. El puente más cercano debe estar al menos a una legua. Para cuando lleguen, nosotros estaremos muy lejos de aquí —le dijo Alaric tratando de reconfortar al joven, mientras apretaba el cinturón en la pierna —. No te preocupes por esto, es menos de lo que parece. Ha entrado de refilón y no ha tocado hueso, ahora en la orilla te arreglamos. ¡Has tenido mucha suerte!
—¿Suerte? —consiguió decir el muchacho, con media sonrisa —. Como esta sea la fortuna que me toca, apañado voy.
Los tres rieron, y después, se quedaron en silencio el resto del trayecto, atentos a cualquier ruido. Pero los únicos sonidos que se escuchaban eran el suave discurrir del agua, la respiración fuerte de los caballos y el repiqueteo metálico del trinquete.