Los tres hombres se sentaban alrededor de un pequeño fuego, sobre el que calentaban una olla de hierro. En su interior se podía adivinar un caldo burbujeante del que asomaban trozos de cebolla, patatas, carne seca y algunas hierbas aromáticas. Mientras los ingredientes terminaban de cocerse, Alaric aprovechaba para dormitar un poco, apoyado en el tronco de un árbol y disfrutando del aroma del guiso. Pensaba sobre lo acontecido la noche anterior. El amuleto falso, las hermanas hechiceras, la herida de Verruga… Al final, llegaron a un acuerdo, poco satisfactorio para ambos. Por su parte, se quedaban la copia, y recibían la mitad del pago, por haber arriesgado el cuello. Ellas, en cambio, no ganaban nada, salvo la promesa de que ellos mantendrían la boca cerrada y olvidarían todo el asunto.
Dejaron los caballos atados a un tronco, protegidos a la sombra, pues Sunno descargaba su calor con inusual fiereza. Además, se habían alejado de la senda lo suficiente como para quedar ocultos por el bosque, pero tampoco demasiado como para perderse. Lo hacían más por costumbre que por necesidad, ya que, en toda la mañana, únicamente se cruzaron con un par de campesinos, y su asno. Ni el mínimo rastro de soldados o guardias, cosa que les extrañaba bastante.
—Vaya día, se me está poniendo la calva roja —se quejó Cangrejo, que cubría su cabeza con un pañuelo atado, para no achicharrarse.
—Tú siempre tienes la calva roja. Por eso te dicen Cangrejo, más que por la pinza—bromeó Verruga.
—No es solo la calva lo que tiene rojo…—dijo Alaric, riendo.
—Sois unos cabrones —respondió Cangrejo, con su voz cavernosa y ronca—. Palillo, ¿esto es lo que le enseñas al muchacho?
—El muchacho está aprendiendo demasiado, yo creo —dijo Alaric, sonriendo y mirando al joven inquisitivamente —. Ya me fijé en cómo mirabas a la chiquilla esa en el molino.
—Quien, ¿yo? No, qué va. Es que Cangrejo se pasó con el licor de shia —respondió el joven, sonrojado.
—Su hermana tampoco estaba mal, ¿no, Palillo? —dijo Cangrejo, entre dientes —. Un poco delgada para mi gusto.
—¿Que no estaba mal? ¡Pero si era insoportable! Menos mal que ya no la volveremos a ver, supongo —respondió Alaric.
Se quedó pensativo. Pese a las bromas, no se sentía muy contento. Cierto es que habían cumplido. Robar el medallón. Para eso los contrataron. Y eso hicieron. Técnicamente, al menos. Sin embargo, le molestaba que le hubieran engañado con la réplica. Desde su punto de vista, era como si el trabajo no estuviese finalizado realmente. Y podría ser muchas cosas. Ladrón, sí. Mercenario, también. Pendenciero, algunas veces. Pero siempre cumplidor y hombre de palabra. Se consideraba un profesional. El honor del buen ladrón, solía decir.
—Bueno, ¿cuál es el plan, Palillo? — preguntó Cangrejo, mientras sorbía un poco de caldo de su escudilla—. Yo creo que deberíamos continuar a Rocavelada, a pasar la noche en “las Virtudes”, y gastarnos algo de lo que nos hemos ganado. Ya sabéis, una buena cena, un buen baño, una buena moza…
—No es mala idea. A todos nos hace falta agua caliente y una cama de verdad —respondió Alaric —. Si salimos en un rato, llegaremos al atardecer. Y ya mañana, cuando tengamos la cabeza más clara y los cuerpos descansados, veremos que hacemos.
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—¿No iba a ser la boda de la duquesa de Marcalmada en unos días? Puede ser una gran ocasión para pillar algún bolsillo noble, cargado de monedas —señaló Verruga. Se acariciaba la zona de la pierna donde se le había clavado el dardo. Quizás estaba curada, pero su cabeza parecía que no lo asimilaba del todo.
Alaric sacó el pañuelo de lino de uno de los bolsillos del chaleco de cuero negro, y lo desenvolvió, sacando la copia del amuleto. Estuvo estudiándolo con detenimiento durante un rato, mientras sus compañeros le observaban en silencio, luego se miraban entre sí, y después volvían a mirarle.
—O bien podríamos terminar el trabajo como se debe…
—¿Qué quieres decir, Palillo? —dijo Cangrejo, tratando de arrancar un pedazo de pan de una hogaza con su pinza. Se le resistía, pues la torta se estaba poniendo bastante dura, después de varios días guardada en el morral—. Ya le dimos el medallón a la estirada esa. Que fuera una copia, no es culpa nuestra, y por mi parte creo que hemos cumplido de sobra. Además, sigo pensando que nos tenía que haber pagado lo acordado. No fue un trabajo fácil. Y que se hubiera quedado la copia, para hacer lo que quisiera con ella. Por mí como si se la metía por el…
—Sí. Estás en lo cierto. Pero hay algo que me lleva rondando la cabeza toda la mañana— interrumpió Alaric —. Dime, Verruga, ¿tú qué opinas de él? —dijo lanzando el amuleto al muchacho. Este lo pilló al vuelo, y se quedó observándolo, pensativo. Lo rascó con la uña, lo probó con la punta de la lengua, lo mordió suavemente, y lo puso a contraluz.
—Parece bastante nuevo. Es decir, le han dado una capa de algún aceite o barniz, para que parezca más viejo de lo que es —comenzó el joven, un poco dubitativo.
—Bien observado. ¿Y qué más? —dijo Alaric, alentándole.
—La joya parece buena. Y es oro, sin duda —continuó Verruga, animado —. Además, el labrado de las escamas, de la cabeza de la serpiente… Hasta el engarzado. Está todo muy trabajado. Es obra de un orfebre de primera.
—Así es. Perfecto —asintió Alaric, mostrando una sonrisa orgullosa a su pupilo —. Y dime, ¿por qué crees que el joven Conde se gastaría una fortuna en hacer una copia que valiese tanto o más que el original?
—¡No me jodas! —estalló Cangrejo.
—Porque… porque no querría que nadie adivinase que se trata de una copia.
—Exacto. Es tan buena que podríamos venderla como la auténtica. El único que lo sabe es el dueño del amuleto original. Es una trampa.
—¿La bruja esa, entonces, nos quería engañar, o qué? —farfulló Cangrejo con la boca llena.
—No creo. Esto es una trampa para cualquiera que lo robara. Al poner una copia tan buena, quien se lo llevara no sospecharía nada, y dejaría el original a salvo.
—Como nos ha pasado a nosotros —replicó Cangrejo.
—Exactamente —contestó Alaric —. Eso quiere decir que el auténtico es inmensamente más valioso. Si conseguimos el verdadero medallón, esa mujer nos dará lo que le pidamos.
—¿No decías que no querías volver a verla? —intervino Verruga —. Además, ahora estarán sobre alerta, y será muy difícil colarse de nuevo en el castillo.
—Bueno, ya sabes lo que se dice, “buena bolsa bien requiere”.
—¿Y con este que hacemos, entonces? —continuó Verruga, alzando la copia a la vista de todos.
—Venderlo cuando lleguemos a la ciudad, por supuesto. Haremos una visita a Orejas, a ver cuánto nos ofrece. Lo que saquemos no nos vendrá nada mal, tampoco. Y, además, tengo curiosidad por ver que sucede en cuanto nos deshagamos de él. Sospecho que algo ocurrirá.