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12 - El Abismo Violeta.

Marcell se levantó de la cama, dejando atrás las sábanas revueltas, y se acercó a uno de los grandes ventanales, para descorrer la pesada cortina de terciopelo y permitir que la cálida luz de la tarde inundara la estancia. Tuvo que entrecerrar los ojos, cegado por el resplandor de Sunno, que aún dominaba el cielo con fuerza. El sudor que cubría su pecho brilló como una constelación, y su pálido y delgado cuerpo quedó iluminado, contrastando con la oscuridad del resto de la estancia. Volvió a observar una vez más el contenido de sus aposentos, en los que había pasado gran parte de su vida, como si fuera la primera vez que lo veía.

En un rincón, se encontraba una chimenea de piedra bastante austera, adornada por un par de candelabros de plata a cada lado. En la otra esquina, un arcón viejo de madera, junto a un escritorio, un armario y una silla de lamas de cuero, que tampoco era un asiento demasiado cómodo, pero que le servía para las no muy frecuentes ocasiones en las que debía escribir alguna carta o misiva. Poco más existía en sus aposentos, salvo un espejo ovalado de plata de cuerpo entero, y la cama, con su dosel de tela roja oscura, donde seguía durmiendo el capitán de la guardia, tapado únicamente por una fina sábana blanca de seda.

No se le llegaba a ver la cabeza, pues estaba hundido entre el montón de almohadas de plumas, aunque se le oía roncar ligeramente, cosa que le desagradaba un poco. Pero era un hombre solícito, atractivo para su edad, y de cuerpo recio y musculado. Nunca se había negado a practicar ninguno de sus juegos, por extraños o morbosos que fueran. Aunque no sabía si realmente por placer o simplemente por cumplir sus órdenes.

Llamaron a la puerta con tres suaves golpes.

—Adelante, podéis pasar.

—Mi Señ…

La joven sirvienta se detuvo, congelada en el umbral de la entrada y a punto de soltar la bandeja, al encontrarse al joven conde completamente desnudo. La muchacha apartó la mirada y agachó la cabeza, roja como un tomate. A Marcell le hizo algo de gracia.

—¿Es que nunca has visto una de estas? —dijo con guasa, abriendo los brazos para mostrar sus atributos, mientras se acercaba a ella.

—Yo, no, mi Señor… es decir, sí, pero no… —balbuceó la chiquilla, visiblemente nerviosa.

Marcell puso su mano en la barbilla de la sirvienta, para que levantara la mirada. Su expresión divertida cambió repentinamente a una seriedad gélida.

—Ponte de rodillas —ordenó con una voz fría e impersonal.

—Pe… Pero, mi Señor… —respondió la muchacha, con la voz atragantada, casi a punto de llorar.

Hubo un momento de tensión cortante. Y de repente, Marcell empezó a reírse a carcajadas.

—Es una broma, pobre muchacha. Anda, deja la bandeja en la mesa y pide que me vayan preparando el baño.

La chica soltó todo apresuradamente, y se despidió huyendo a la carrera, con un “sí, mi Señor” precipitado, y una reverencia nerviosa y mal ejecutada.

—No seáis cruel con la chiquilla. Tendrá la edad de mi hija —dijo el capitán, con la voz ronca del que se acaba de despertar. En cuanto la sirvienta cerró la puerta, se incorporó sobre el cabecero acolchado.

Marcell no respondió, aunque le chocó un poco el tono rebelde del capitán, y que no terminó la frase con un “mi Señor”, tal y como estaba acostumbrado a escuchar. Se acercó a la bandeja para comprobar qué es lo que había traído la sirvienta. Vino especiado, pastas dulces, pan reciente, mantequilla, mermelada de moras y unos trozos de queso. Se sirvió una copa, desdeñando todo lo demás. El capitán se levantó también de la cama, y se llenó otro vaso, aunque aprovechó para comer algo.

«Luego le va a oler la boca a queso», pensó Marcell. No con desagrado, sino más bien como una observación personal.

—Dime, mi fiel Kracio. ¿Qué noticias tenías que darme sobre nuestros queridos y simpáticos ladrones? Porque supongo que no has venido a mis aposentos solo a fornicar, ¿verdad? —dijo con sobriedad, mientras le miraba por encima de la copa.

El capitán tragó rápidamente, con esfuerzo. Le había pillado con la boca llena.

—No, claro, mi Señor —respondió, medio atragantado —. Nos ha llegado una paloma esta mañana desde Rocavelada. Nuestros agentes les han perdido la pista. Al parecer, intentaron vender la mercancía a un trapichero local.

—Vaya. Resultarán ser escurridizos, al final. ¿Y qué sucedió para que nuestros “hábiles” agentes les perdieran el rastro? —preguntó Marcell, mientras se dirigía distraídamente al ventanal y poder así observar el exterior.

—Parece que recibieron la ayuda de unas brujas, y acabaron con seis de nuestros hombres. El resto tuvo que huir —continuó el capitán, temiendo la reacción violenta del conde.

—Brujas… ¿Dos, por casualidad? —dijo Marcell, abstraído.

—Sí, así es, mi Señor. ¿Cómo lo sabíais?

No respondió. Se acercó de nuevo a la cama, y se sentó en el borde, pensativo, mientras se acariciaba la larga melena rubia. Estiró el brazo para coger el medallón que había puesto sobre la mesita. Después se tumbó, y se quedó mirándolo, mientras la joya no paraba de girar colgada de su cadenita.

—Vendrán a por él —dijo la mujer, casi en un suspiro. Marcell ni siquiera se giró hacia donde surgía la voz. Hacía ya un rato que notaba su presencia, pero había decidido ignorarla. Por supuesto, el capitán no dio ninguna muestra de escucharla, o de haber visto siquiera a la desnuda figura pelirroja que se estaba tumbando en la cama, a su lado.

—Ellas vendrán a recuperarlo. Están desesperadas —prosiguió ella, mientras comenzaba a acariciar el cuerpo del joven, empezando desde el cuello y bajando hacia su entrepierna —. Qué mejor momento que esperarlas y atraparlas aquí, ¿no creéis?

—¿Os ocurre algo, mi Señor? —pregunto el capitán, al ver su mirada perdida.

—No te preocupes, Kracio. Me encuentro excepcionalmente bien. —respondió el joven, sonriendo al medallón. Lo pensó un instante, y volvió a dejarlo en la mesita, mientras se tumbaba de nuevo, con las manos cruzadas tras la cabeza —. Tengo órdenes para vuestros hombres. Creo que estarán cansados de todo el ajetreo de estos días, así que quiero que les relajes las guardias, que se tomen unos cuantos descansos. Es más, concédeles permiso a la mitad. A todos. Que bajen a la ciudad a divertirse.

—Como deseéis —respondió el capitán, con sorpresa.

Debía de resultarle raro este gesto de amabilidad hacia sus hombres, pero en realidad Marcell tenía mucho interés en encontrarse cara a cara con las hechiceras, así que les facilitaría un poco llegar hasta él. Notó que el capitán permanecía algo pensativo. Se había quedado mirando fijamente al medallón.

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—¿Qué te ocurre? ¿Tanto te extraña que de vez en cuando piense en el bienestar de nuestros hombres? —preguntó, con cierta ironía.

—No me habéis contado por qué ese interés con ese colgante. Puede que sea una joya valiosa, pero no creo que tanto como para formar ese revuelo a su alrededor.

—¿Y por qué tendría de contártelo? No te extralimites, Kracio, y recuerda cuál es tu posición.

—No seas tonto, cuéntaselo —le susurró al oído la mujer —. Lo mismo nos puede llegar a ser útil.

—Pero él pensará que no estoy cuerdo…

—Mírale. Hace tiempo que piensa que estás loco. Y todos los demás habitantes del castillo. Pero no te lo dirá, es un fiel sirviente y un buen soldado —respondió ella, entre risas.

Observó al capitán, que ciertamente le miraba extrañado.

—Disculpadme, mi Señor. No debí molestaros… ¿Me habláis a mí? ¿De verdad os encontráis bien? —preguntó el hombre, dubitativo.

—Por supuesto que estoy bien, ¿por qué lo dices? —respondió, con cierta indignación —. De acuerdo, te lo contaré —continuó, en un suspiro largo y cansado —. Pero cuento con tu palabra de que nada de lo que diga aquí saldrá de estas cuatro paredes, ¿verdad?

—Por supuesto, mi Señor. Podéis confiar en mí.

Marcell le observó de soslayo, y después se quedó mirando fijamente hacia arriba, perdido entre los motivos florales bordados en el terciopelo rojo que cubría el dosel de la cama.

—Te acuerdas de mis padres, ¿verdad?

—Sin duda alguna. Entré al servicio de vuestro padre, el conde Beleroc, siendo yo un muchacho, como simple soldado. Guardo un grato recuerdo de su mandato.

—Era una pregunta retórica. Por supuesto que les recuerdas. Y ya, ya sé. Era muy apreciado por sus hombres, y considerado como un Señor campechano, respetuoso por su pueblo, y bla, bla, bla… — respondió, con aire desdeñoso —. En realidad, mi padre era un desgraciado. Solo le importaba la caza, la bebida y el juego de naipes. Un pelele a manos de mi madre. Era ella quien gobernaba todo, siempre urdiendo desde la sombra. Aunque supongo que ya lo sabías, ¿no? —prosiguió, mirando nuevamente al capitán. Antes de que este pudiera abrir la boca, le cortó, con tono cansado —. No contestes. Era otra pregunta retórica. De verdad, Kracio, a veces pienso que has recibido demasiados golpes en el casco.

—Bueno, vuestra madre era reconocida por su inteligencia y don de gentes. Era querida y respetada entre el pueblo, y eso que era una extranjera —respondió el hombre, levemente molesto.

Marcell sonrió irónicamente.

—Mi madre era una bruja. En el sentido figurado, y en el literal. Si alguna vez oísteis hablar de historias sobre muchachas desaparecidas, es más que probable que mi madre tuviera algo que ver. Las usaba en sus estúpidos ritos.

El capitán había dejado de comer, y se le veía bastante trastocado por la repentina y terrible confesión.

—Mi madre nunca fue amable conmigo. Me soportaba, porque mi padre deseaba un varón, que heredara su título. Pero mi madre quería una hembra, para transmitirle su poder y conocimientos, y disponer de una pequeña bruja como ella en casa. Al final, no paró hasta que padre la preñó de nuevo. Os acordáis de Lenna, mi hermana, ¿verdad?

Se dio cuenta de que el capitán no sabía si responder, cosa que le hizo bastante gracia. Continuó, con una ligera sonrisa.

—Lenna la pelirroja. Hacía muchas bromas con su pelo, pobrecita. De haber sabido cómo acabaría, la hubiera tratado mejor.

Se giró hacia la mujer que se había tumbado junto a él, y observó sus facciones. «Sí, si tuviera veinte años, sería exactamente así», pensó. Ella le devolvió la mirada, sonriente y pestañeando lentamente, como si supiera lo que pasaba por su mente en ese momento. Sabía que esa imagen incestuosa era solo un espejismo cruel. Su hermana no llegó a cumplir ni los diez.

—Fue mi madre quien la mató. Sin pretenderlo, claro. Al menos conscientemente. Uno de sus estúpidos rituales. Esperaba usar el Poder conjunto de ambas para abrir el templo de Vanar-Gash.

El capitán se sentó en la cama, y le miró con una mezcla de terror y fascinación. ¿Estaba desvelando demasiados secretos familiares a este hombre? Daba igual, en cierta forma necesitaba descargar parte de ese peso sobre alguien.

—No conozco nada de ese templo que decís. Mi Señor —alcanzó a murmurar el capitán.

—Claro. Ya pocos conocen ese nombre. Y menos aún, su ubicación. Mi madre no llegó a decírmela, aunque sé que está escondido en alguna parte entre los montes que rodean la costa de Cuerno.

—¿Y por qué quería vuestra madre acceder a ese templo? Es decir, ¿qué encontró allí? Si os puedo preguntar…

—No lo sé. No encontró nada. No pudo entrar. La muy cretina sobrevaloró su poder, que no bastaba ni de lejos para abrir esa puerta. Sacrificó a mi hermana en vano, y ella quedó trastocada. Perdió la cabeza. El resto lo conocéis de sobra. La noche que le cortó el cuello a mi padre en la cama, y después se lanzó desde la torre.

—Una pena, mi Señor. Suerte que a vos no os pasara nada.

—Sí, una suerte…

La mujer intentaba aguantar la risa a su lado, y le guiñó un ojo, mientras se ponía el dedo en la boca, en un gesto como para mantener el silencio.

—Os agradezco vuestra confianza, mi Señor. Aun así, si me lo permitís, no me queda claro el papel de ese colgante en todo el asunto.

—Este medallón, mi querido Kracio, es la llave. Algo tan pequeño y tan tonto era lo único que se necesitaba para abrir esa puerta. Si la muy estúpida se hubiese preocupado más en investigar los libros de historia, que en seguir sus anticuadas y toscas enseñanzas de brujería, habría llegado a saberlo. Y mi hermana continuaría con vida.

El capitán se quedó mirando el colgante, ensimismado, mientras Marcell lo levantaba con el fin de que le iluminara la luz del ventanal.

—Y vais… ¿Vais a usarlo?

—Por supuesto. Únicamente necesito saber dónde se encuentra exactamente ese templo. Y creo que en muy poco tiempo vendrán a decírmelo.

—Ya sabéis que podéis contar conmigo y mis hombres para lo que necesitéis, mi Señor.

—Lo sé, Kracio. Lo sé. Y llegado el momento, os necesitaré. A todos.

—Pero querido, no le has contado cómo murieron tus padres en realidad… —le susurró la mujer al oído, que reía suavemente, mientras besaba su cuello. Sus caricias, además, estaban teniendo bastante éxito.

El capitán, tras percatarse de cómo su Señor se crecía, y sin cambiar el semblante serio, se tumbó sobre él, y empezó a trabajar con su boca y su lengua, en estudiado ritmo marcial. Marcell sonrió, entrecerrando los párpados.

La pelirroja mujer le acariciaba y le miraba fijamente, mientras que con la otra mano se masajeaba entre los muslos, con suaves gemidos que resonaban con el eco de miles de voces aullando de placer.

Marcell estaba a punto de llegar al clímax. Respiraba con fuerza, y decidió abrir los ojos. Fue una mala decisión. Se quedó paralizado, blanco como un fantasma. Pues lo que vio en la profundidad de esos pozos violeta que le miraban directamente al fondo de su alma no tenía nombre. Era el horror, sin paliativos. El caos, la no vida. Una inteligencia extraña y cruel, que disfrutaba hasta el éxtasis del terror que veía reflejado en su cara.

Durante un instante, esa cosa se mostró tal y como era. Una masa informe y atemporal que flotaba en el vacío. Era insignificantemente pequeña, y a la vez, incomprensiblemente enorme. Le miraba, pero no tenía ojos. Le hablaba, pero sin boca. Abrió parte de su ser, de la misma forma que los pétalos de una flor, y le mostró tres cuerpos, que guardaba en su interior. Habían sido humanos, sin duda, aunque ahora solamente eran carcasas secas, sin vida y sin aliento. Vestían roídos ropajes, que en su momento debieron ser lujosos y elaborados. Sobre la cabeza, altos sombreros rectangulares, adornados con jirones de tela que caían a los costados. Los tres, posaban de forma mortuoria, con los pies juntos y los brazos cruzados sobre el pecho. Sus ojos vacíos cerrados, los labios resecos, mostrando la amarilla dentadura cadavérica. El ente acercó los cuerpos a Marcell, o él se acercó a ellos. No tenía forma de saberlo. Y cuando los tuvo a la distancia de un brazo, los tres abrieron los huecos ojos, de los que surgió un gélido resplandor azulado y sepulcral. Empezaron a chillar, desencajando las horribles bocas, aunque ningún sonido salió de sus ajadas gargantas. Estiraron los esqueléticos brazos, para agarrarle el cuello, con los dedos huesudos y las uñas amarillas, largas y quebradas.

La visión desapareció, aunque seguía sin poder respirar. Intentó gritar, pero no pudo. La mujer ya no le acariciaba ni le besaba. Ahora le atenazaba la garganta con una mano fría como el hielo, fuerte como la de diez hombres. Y reía a carcajadas, apretando cada vez más. Marcell intentó pedir ayuda al capitán, que continuaba afanado en su labor, ajeno a todo, pero no pudo exhalar ni el más mínimo ruido. Mientras perdía el conocimiento, alcanzó a escuchar cómo ella le susurraba al oído

—Recuerda que eres mío, Marcell de Brademond —dijo, con el eco de la perdición —. Tú me abrirás las puertas a este mundo. Y entonces sabrás lo que es el placer de verdad. El placer del dolor inmortal. El sufrimiento infinito.