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02 - Hermanas.

Desde el ventanal del molino abandonado, la mujer escudriñaba las sombras del camino. Le pareció percibir un destello entre los árboles, pero tan fugaz, que ya no lo podía asegurar. Se estaba poniendo un poco nerviosa. Y para colmo de males, hacía frío. No quedaba ni una cristalera sana, con todos los ventanales desnudos, y el techo de madera aguantaba a duras penas, medio derruido. El viento entraba por donde le daba la gana, y esa noche parecía especialmente juguetón.

Fue muy clara al respecto, pensó. A la tercera hora desde medianoche, en el viejo molino. Ya era la tercera hora. Estaba en el viejo molino. Y allí no había llegado nadie aún. Se giró y empezó a deambular en círculos, con las manos a la espalda.

—Por muchas vueltas que des, no van a venir antes —comentó una adormilada voz desde el fondo de la sala.

Detuvo su paseo hacia ninguna parte, y clavó su mirada en la chica que acababa de hablar, con cierto desaire.

—¿Cómo puedes estar ahí, sentada, sin hacer nada? ¿Ni siquiera estás un poco nerviosa?

—Tengo más sueño que otra cosa, la verdad. Lo mismo les ha pasado algo, pero seguro que vienen —respondió la joven, bostezando y apoyándose en la pared con desgana.

—Más les vale, si no los buscaré y les mandaré tal maldición que desearán no haber nacido —gruñó la mujer, exhalando bocanadas de vaho y dando un puntapié a un viejo cubo que debía de llevar años sin moverse de ese sitio.

Se giró, intentando ocultar la mueca de agonía a su hermana. El balde estaba lleno de agua de lluvia, y aunque el golpe desparramó parte de su contenido por el suelo, no se había movido un ápice. En cambio, su dedo gordo del pie palpitaba de dolor.

Creyó oír unos ruidos en el exterior, y cojeó hasta la ventana con cautela. Agazapada entre las sombras, permaneció un rato examinando el caminillo que se internaba en el bosque. Pasó un minuto. Nada. Pasó otro, que le pareció una eternidad. Por fin.

Reconoció inmediatamente las siluetas que se perfilaban contra el embarrado terreno. Eran los tres tipos que contrató hace unos días para conseguir el amuleto, claramente. El que iba en cabeza era alto y delgado. Y algo desgarbado. Detrás, una figura más bajita, pero el triple de ancha. Parecía que servía de muleta al tercero de ellos, que cojeaba con dificultad. Los tres vestían de forma similar. Ropas oscuras para confundirse con las sombras, chalecos con multitud de bolsillos donde guardar las herramientas de su oficio, y botas altas de montar.

—Zari, ya están aquí. Escóndete y quédate preparada por si necesito tu ayuda —dijo a la muchacha, en voz baja.

No hubo respuesta. La chica se había quedado dormida en la escalera, apoyada contra la pared, con la boca abierta. Un hilillo de baba empezaba a manarle de la comisura.

—Maldita sea. Ssh. Eh. Zari. Ssshhh… ¡Zarinia! — gritó susurrando, mientras hacía señas nerviosas con las manos, como si la chica pudiera verlas.

Unos fuertes golpes llamaron a la puerta del molino, en la planta de abajo. Un instante después, un tremendo empujón la terminó de abrir, con un gran chirrido. No es que la hubieran bloqueado, ni nada por el estilo. Simplemente, era que la puerta estaba demasiado vieja, y el dintel tampoco parecía poner de su parte para facilitar la entrada.

Zari se incorporó, sobresaltada. Miró un instante a su hermana, y acto seguido salió corriendo hacia la destartalada buhardilla. Mientras tanto, la mujer se sentó en el alfeizar, colocándose en una pose misteriosa, a contraluz de la ventana. «Las apariencias importan», pensó.

Pasó otro minuto. Esta vez le parecieron dos eternidades. «Y bien, ¿por qué no suben de una maldita vez?», se preguntó. Empezó a tamborilear nerviosamente con los dedos sobre la rodilla. «A la mierda».

—¡Estoy aquí arriba!

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Momentos después, una figura espigada apareció por las escaleras, portando una linternilla de aceite. Sin duda, el tipo al que contrató. Alto, moreno, pelo corto, ojos oscuros, una cuidada barbita que empezaba a mostrar alguna que otra cana, la nariz un poco aguileña, pero no demasiado… y delgado. Muy delgado. De ahí debía provenir su apodo, suponía.

—Llegáis tarde, maese… Palillo —dijo al hombre, levemente cohibida por tener que usar un mote tan tonto. Pero como él no le reveló su nombre real, era lo único de lo que disponía.

—Disculpadnos, hemos tenido un pequeño percance que nos ha hecho demorarnos —respondió él, con voz seria.

—¿Qué clase de percance? —preguntó, intentando poner un tono lo más formal y digno posible —. ¿Algo de lo que me deba preocupar?

—Pues ciertamente, así es —contestó el hombre, con aire enojado —. Nos dijisteis que solo habría unos pocos guardias protegiendo la mercancía, y nos hemos encontrado con casi un batallón.

Se acercó con grandes zancadas hacia ella, que acababa de percatarse de que quizás sentarse en el alféizar no había sido tan buena idea. Un simple empujón y saldría volando por la ventana. Un vuelo corto y directo hacia abajo, además.

—Casi no salimos con vida de ahí. ¡Y han herido a uno de los míos! Por supuesto, ahora el pago ya no va a ser el mismo. Tendréis que entregar el doble si queréis ese dichoso medallón.

Claramente, estaba perdiendo el control de la conversación, cosa que no iba a permitir. Justo cuando iba a responder, levantando la mano con un gesto como para interrumpir al hombre, una voz joven y dulce surgió desde la escalera de la planta superior.

—¿En serio han herido a uno de los vuestros? ¿Se encuentra bien? ¿Está aquí?

—¿Y ella quién es? —pregunto él, levantando los brazos en un gesto de incredulidad.

«A la mierda el factor sorpresa», pensó, dejando escapar un suspiro de resignación y cubriéndose los ojos con la mano.

—Zarinia, te dije que te quedaras arriba —dijo, muy seria.

—Oh, ya veo, Es vuestro guardaespaldas. Un poco joven, quizás —continuó el hombre con voz burlona.

—¡Soy su hermana! Y puedo ayudar a vuestro compañero… —respondió la muchacha, bastante molesta.

«A la mierda el anonimato». Se llevó la otra mano también a la cara.

—¿Verdad que sí, Lysa? —prosiguió —. Soy hechicera y puedo sanar a vuestro amigo ¡Díselo!

A Lysandra no le quedaban más manos para cubrirse.

—Vaya, vaya. Así que una bruja —dijo él, poniéndose en jarras y mirando socarronamente a la muchacha.

—Bruja no. Hechicera. ¿Vuestro compañero, por favor?

Parecía que la broma del hombre había acabado nada más empezar, pues a lo que se enfrentaba era una jovencita enfadada, con los brazos cruzados, que golpeteaba impaciente el suelo con el pie.

—Eh, si claro. Está aquí abajo, acompañadme…

Antes de que hubiera terminado, Zari ya bajaba las desvencijadas escaleras al trote. El hombre se giró, con la boca aún abierta.

—… ¿En serio es vuestra hermana?

—Ahá —respondió Lysandra, derrotada y reclinada ya de forma totalmente despreocupada en el borde del ventanal.

—¿Y de verdad es…?

—Sí, así es. Ambas lo somos —soltó otro suspiro —. Volviendo a lo nuestro, lamento mucho el malentendido. Mis fuentes aparentaban ser fiables. Estoy dispuesta a aumentar la tarifa, pero el doble me resulta excesivo.

Estudió la mirada del tal Palillo. No parecía muy contento, aunque la inoportuna aparición de su hermana le dejó con la guardia un poco baja. Volvió a recuperar la compostura. Era el momento de retomar la iniciativa.

—Además, ella es muy buena sanadora. Dejará a vuestro hombre como nuevo —de repente, le vino la imagen de su hermana pequeña en la planta inferior, sola junto a dos mercenarios desconocidos y probablemente bastante enfadados —. Mejor bajemos y lo comprobáis, ¿sí?

Apoyó el ya casi olvidado, pero aún dolorido pie en el suelo, justo encima del charco de agua que había dejado el cubo, y resbaló. De forma inconsciente, intentó apoyarse en la inexistente pared a su espalda. Definitivamente, lo de sentarse en el alféizar fue de las peores decisiones de la noche, pensó. Al igual que pensaba en cómo sonaría su cabeza al golpear el suelo desde esa altura. Se quedó con medio cuerpo asomando por fuera de la ventana. El hombre le agarraba la mano, y de un tirón, la volvió a pasar adentro. Se quedaron cara a cara, muy cerca.

—Quizás podamos negociar lo del precio, si tenéis otras cosas con las que pagar —dijo él, entrecerrando los ojos, y acercando sus labios a los de ella.