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15 - El desencuentro.

Era una trampa, sin duda. Alaric se había convencido tras comprobar que en las murallas solo patrullaban un par de guardias. Lysandra realizó su parte sin problemas, dejando a los soldados de la puerta totalmente dormidos. Pero no alcanzó a ver ningún enemigo más. Todo lo contrario a lo que esperaba encontrarse, tras haber asaltado el castillo hacía tan solo dos noches. Así que era claramente una trampa. Les estaban dejando entrar.

Pero ya no había vuelta atrás. Cruzaron el patio sin el menor percance, cuidando de aprovechar las sombras y procurando no hacer ruido. Al pasar junto a las caballerizas, de las que emanaba un fuerte olor a estiércol y heno, solo se escuchó un breve relincho, y un bufido de un caballo intranquilo. Prosiguieron hasta el almacén, sin la más mínima señal de que alguien vigilara, y llegaron a la cocina. Por allí entraron, y después cruzaron varios pasillos, decorados con tapices y algún fresco pintado que Alaric apenas pudo apreciar, en parte por las prisas, en parte por la oscuridad. Casi todas las lámparas estaban apagadas, o consumidas. Pasaron por delante de varias puertas de madera maciza, que se alineaban a ambos lados, hasta llegar a los aposentos del Conde, pero no le encontraron allí. Finalmente, se dirigieron al salón principal. La entrada estaba abierta a medias, y desde el interior se colaba el brillo de la luz de los candelabros y de la chimenea. En otras ocasiones, Alaric se habría escabullido con el máximo sigilo posible, aunque esta vez, simplemente abrió la puerta y entró.

Accedieron al amplio salón, donde se encontraron al joven Conde, de pie junto a la chimenea, vestido con un jubón de cuero rojo oscuro, sin abrochar, y sin camisa. El largo pelo rubio le caía por los lados En las piernas, calzas a juego, aunque iba descalzo. Y en la mano, una copa a medio terminar. No hizo ni el menor movimiento en cuanto entraron. Parecía ensimismado en el crepitar del fuego. Pero aun con la chimenea encendida, la estancia era bastante fría. Los ventanales estaban abiertos, y la brisa mecía las cortinas y los tapices de las paredes, haciendo bailar las llamas de las velas.

—Ya nos tenéis aquí, tal y como os esperabais, imagino —dijo Alaric

El Conde ni siquiera se giró para mirarle. Se terminó su copa, y la arrojo al fuego.

—Socorro. A mí la guardia —respondió, levantando las cejas e impostando una voz infantil, con una sonrisa sardónica —. Me alegro de que por fin hayáis podido llegar hasta aquí sin complicaciones. Habría sido una lástima que mis guardias os hubieran matado antes de poder conoceros.

—Pues bien, ya nos habéis visto. Imagino que sabéis el porqué de nuestra visita. Entregadnos el medallón, y nadie resultará herido —replicó Palillo, con seriedad.

El Conde se giró para mirarlos, y empezó a andar lentamente con las manos en la espalda, como si estuviera pasando revista.

—Ah, pero no os puedo ver las caras, os cubrís la cabeza con las capuchas y os tapáis los semblantes con pañuelos, cual simples asaltantes de caminos. Por favor, mostrádmelas. A cambio, os enseñaré donde guardo ese dichoso medallón que tantos problemas os está causando.

Alaric dudo un momento, se giró hacia sus compañeros, y asintió levemente. Retiró la capucha, y se bajó el pañuelo. El resto, al verle, hizo lo mismo.

—Mucho mejor poder hablar cara a cara, como caballeros. Lo prometido es deuda, así que aquí tenéis. El medallón.

El joven se apartó un lado del jubón, para mostrar la joya que colgaba sobre su pecho desnudo. Era el amuleto de la Serpiente. Exactamente igual al que Alaric guardaba en su bolsillo.

—Y no os preocupéis. Os aseguro que este es el auténtico —prosiguió el Conde —. No hay más copias.

—Muy bien, basta ya de juegos —rugió Cangrejo —. Entregádnoslo y os prometo golpearos solo un poco.

Alaric puso su mano sobre el brazo de su impulsivo amigo. Seguía estudiando la sala. Rutas de escape. Por dónde entrarían los guardias. Quizás algún asesino oculto entre las sombras. Premio. Le pareció ver moverse algo al fondo de la sala, en la oscuridad

—No seáis maleducado, buen hombre —prosiguió el Conde —. Además, ni siquiera nos hemos presentado como es debido. Mi nombre es Marcell. Marcell Deischamps, Conde de Brademond. Aunque eso ya lo sabéis. ¿Veis que fácil? Ahora, como mis invitados que sois, os agradecería que me devolvieseis la cortesía y me proporcionarais vuestros nombres.

—¿Y quién es la dama? —señaló Alaric.

El Conde se giró, impresionado. Efectivamente, de entre las sombras del final de la sala, surgió una mujer pelirroja, que se contoneaba mientras se acercaba lentamente. Se cubría con una pesada capa oscura, pero claramente por debajo no llevaba nada.

—¿Podéis verla? —preguntó, asombrado.

—Claro que me ven, querido —dijo la mujer, mientras se ponía tras él, y le abrazaba desde atrás —. Si es mi deseo, pueden hacerlo.

Alaric se giró hacia sus compañeros, que también intercambiaban miradas entre sí, pensando sin duda que el joven Conde no estaba del todo en sus cabales. Aunque al fijarse en las hermanas, vio algo que no le gustó nada. Ambas permanecían pálidas, con los ojos muy abiertos. Zarinia se encontraba en tensión, con el ceño fruncido y los puños cerrados. Lysandra estaba aún peor. Temblaba, como si acabara de ver a un fantasma. Parecía aterrorizada. Pero, ¿por qué? ¿Por la mujer pelirroja?

—Adelante, querido. Preséntame. Aunque ellas creo que ya adivinan quién soy, ¿verdad? —continuó, mirando fijamente a Lysandra y sonriendo con picardía.

—Muy bien, como deseéis. Damas, caballeros, os presento a mi difunta hermana, Lenna —dijo el Conde, en tono melodramático.

Alaric pensó que, efectivamente, estaba loco de atar. El joven se debió de dar cuenta, por la expresión en sus caras, y levantó las manos, como excusándose.

—Sé que suena raro, pero qué os puedo decir. Vivimos tiempos extraños —añadió el joven, con un suspiro.

Tras esto, se volvió a dirigir a la chimenea, donde tenía la botella de licor. Por un instante, pareció dudar. Quizás no se acordaba de que había tirado la copa a las llamas un momento antes. Se encogió de hombros, y empezó a beber directamente desde la botella.

—Espero que me disculpéis. Os invitaría, pero no me quedan copas —dijo, mientras se sentaba en la silla junto al fuego, de forma totalmente despreocupada —. Y ahora, os hablaré con franqueza. No tengo ningún interés en vos ni en vuestros compañeros. Solo deseo charlar en persona con las damas. Necesito que me cuenten un par de cosas. Así que, ellas se quedan, y vos sois libres de iros. No daré la voz de alarma, os lo prometo. Y conservad la copia del medallón, como pago por las molestias —hizo un leve gesto de despedida con la mano —. Marchaos, pues.

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—No lo hará, mi querido Marcell —dijo la mujer, acercándose a ellos. Alaric agarró la empuñadura de la espada, y dio un paso atrás, en guardia, mientras Cangrejo y Verruga se colocaban a ambos costados, dispuestos a actuar. Las hermanas se hicieron a un lado, por detrás —. No está en su naturaleza abandonar a los suyos, ¿verdad, Alaric? —continuó la mujer.

Se quedó estupefacto. ¿Cómo sabía su nombre? ¿Quién demonios era ella, tan terriblemente hermosa, que le miraba a través de unos ojos púrpura que parecían atravesarle el alma?

—Alaric, el niño repudiado por su propia madre. Quizás habría sido mejor que nadie os encontrase, y que vuestro cuerpo hubiera servido de de alimento a las ratas. Os creéis muy honorable, por vuestro estúpido código moral, pero solo sois un junco meciéndose en la orilla del río. No vais a cambiar la corriente del destino. No sois nada.

Se giró hacia Cangrejo, que había dado un paso adelante, de forma amenazante.

—Oh, sí. Maese Brisur. El desfigurado y despreciable “Cangrejo”. No erais buena persona cuando Alaric os salvó. Vuestra historia es oscura y terrible. ¿Creéis que, por seguir al intachable “Palillo” vais a equilibrar vuestra deuda pasada? Debisteis morir abrasado en el incendio, era lo que os merecíais. Cada día que permanecéis respirando es un insulto a las víctimas de vuestra anterior vida.

Cruzó al lado de Alaric, para acercarse a Verruga. Este dio un paso atrás, nervioso.

—Rendel. Un joven tan agradable y prometedor. Es una pena que hayáis acabado con estos dos. Sois tan guapo. Y vuestro cuerpo goza de toda la fuerza de la juventud. Estoy segura de que podría cabalgaros durante horas —susurró con voz sensual, mientras se abría la capa, mostrando su desnudez, y le acercaba la mano para acariciarle la cara.

—Apártate de él, zorra —dijo de repente Zari, que se había puesto a su lado.

—Vaya, la joven Zarinia la segunda heredera. Pobre niña, tan inexperta, tan inocente. Siempre a la sombra de su hermana, incapaz de hacer nada por sí misma. No tendréis celos, ¿verdad? Ya veo. Nunca habéis tenido a un hombre dentro, y estáis ansiosa por abriros de piernas, y que vuestro querido Rendel os llene con su hombría —dijo la mujer, riendo.

—Deja a mi hermana en paz, maldito demonio— exclamó de repente Lysandra —. Es a mí a quien te tienes que enfrentar.

—¿A vos? No me hagáis reír —replicó la mujer, entre divertida y escandalizada —. Lysandra, la futura heredera. No tenéis la fuerza de Edel, vuestra maestra. Vuestra “madre”. Y nunca la tendréis. Seréis la última guardiana, una mera sombra de lo que fue vuestro linaje —dijo con tono despectivo, casi escupiendo, mientras se ponía frente a Lysandra —. Hablando de ella, ¿cómo se encuentra? La última vez que la sentí cerca, no andaba muy bien de salud. Y ya que me intereso por la familia, ¿qué tal vuestro prometido? —su voz adquirió un tono burlesco —. Lorenz, se llama, verdad. Ah, no, disculpad. Se llamaba. Acabo de recordar que le obligasteis a cortarse el cuello como a un perro. Pero no sufráis, no fue culpa vuestra. El pobrecito perdió la cabeza… por mí. Que lástima. Era un “gran” hombre, no sé si me entendéis. Disfruté muchas noches con él. No os lo toméis a mal, pero creo que me prefería a mí, sinceramente.

La tensión en la sala era palpable. El joven Conde permanecía imperturbable, como si estuviera disfrutando del macabro juego. La mujer sonreía sin ningún pudor, deleitándose en el dolor que sus palabras estaban causando. De repente, Lysandra frunció el ceño, apretó los labios, y dijo:

—Se acabó, puta.

El puñetazo debió de escucharse hasta en las caballerizas. Todos se quedaron sorprendidos, al ver a Lysandra, con el brazo estirado, el puño apretado, y a la pelirroja mujer saliendo despedida hacia atrás, para acabar cayendo de espaldas, rodando al centro de la sala.

Durante unos instantes, nadie dijo nada, hasta que el Conde soltó una sonora carcajada.

—¡Ha! ¡Podéis tocarla! ¡Es maravilloso!

Alaric desenfundo su espada, y apuntó con ella al joven.

—Como ya os hemos dicho, ya está bien de juegos. Entregadnos ahora el medallón —amenazó, con gesto serio, aunque miró de soslayo a Lysandra, que aún tenía los puños cerrados, en posición defensiva. Esbozó una mueca burlona —. O si no, tendréis que enfrentaros a ella.

El joven se levantó de la silla, sonriente.

—Bueno, he intentado ser un anfitrión amable, pero si lo vais a querer así, sea pues.

Antes de que Alaric pudiera reaccionar, le lanzó la botella. No tuvo problema en esquivarla, pero el Conde aprovechó el momento de confusión para encaramarse ágilmente en una de las águilas de piedra que custodiaban la chimenea, y alcanzar una de las espadas que decoraban la panoplia. Volvió a saltar sobre el suelo de madera, e hizo un par de florituras de calentamiento, poniéndose en guardia.

—Cuando queráis —alardeó, desafiante.

Alaric estudió la pose del joven. Impecable. Seguramente, fuera mejor espadachín que él. Habría recibido una buena instrucción, y participado en multitud de combates. Pero era evidente que el joven estaba habituado a pelear en duelos limpios, uno contra uno, habilidad contra habilidad. Para nada se esperaba la silla que le arrojó Cangrejo, y que casi le golpeó en la cabeza, haciéndole perder el equilibrio. Ni la daga lanzada por Verruga que, acto seguido, se clavó a unos dedos de su oreja, cortándole un mechón de su sedoso pelo, y que le hizo terminar de caer. Para cuando se enteró de lo que ocurría, Alaric ya estaba pisando su espada y apuntaba con su hoja a su cuello.

—Última oportunidad. El medallón. Ya.

—Qué error más tonto por mi parte, pensar que jugaríais limpio —respondió el joven, no muy impresionado.

—No somos caballeros, somos simples rufianes. No debería sorprenderos.

El conde soltó un suspiro de resignación, y llevo su mano a su cuello, para quitarse la joya. Alaric noto que temblaba levemente, como si le estuviera costando un gran esfuerzo.

«Tenéis razón. Basta ya de juegos»

Alaric lo escuchó desde dentro de su cabeza. Era una voz terrible. Era la voz de la mujer pelirroja, junto a la de otros miles, a la vez. Había dejado de prestarle atención, pensando que las hermanas se estaban encargando de ella. Fue un error. Se giró, y se quedó helado al ver que, no solo se había levantado, sino que se elevaba, flotando en el centro de la sala, irradiando una sombra de oscuridad creciente, que absorbía aquello que tocaba. Las hermanas recitaban una letanía, con los ojos en blanco, con las manos entrelazadas, luchando contra eso con todas sus fuerzas y todo su Poder. Pero parecía que no era suficiente.

—Vaya. Se diría que la habéis enojado —dijo el Conde, sin mucha emoción. Aprovechó la sorpresa de Alaric para apartar la hoja de su cuello, e incorporarse de nuevo.

Zarinia cayó de rodillas, extenuada, aunque seguía repitiendo el mantra. Lysandra aguantaba, pero empezaba a temblar, por el esfuerzo de intentar contener la oscuridad. En ese momento, Cangrejo se lanzó sobre la mujer, rugiendo y dando un salto que resultaba sorprendente para alguien de su envergadura. Pero no llegó a tocarla. Salió despedido hacia la pared, con tal fuerza, que el golpe le dejo inconsciente, partiendo incluso una mesa en su caída. Verruga lanzó su otra daga, pero salió despedida de la misma forma. Viendo que nada podía hacer, fue corriendo hacia Cangrejo, para comprobar su estado.

«¿Este es todo vuestro Poder, discípulas de Edel? Me decepcionáis. No malgastaré más el tiempo, es hora de acabar con esto. Guardianas. ¡Ja! Patético»

Vio al fin como Lysandra caía al suelo, de rodillas, ya sin fuerzas. Zarinia permanecía tumbada de lado, derrotada y desmayada. Notó una hoja en su cuello. El Conde había aprovechado todo esto para descolgar la otra espada. Alaric soltó la suya.

—¡Kracio! —gritó el joven, y al momento, los guardias entraron en tropel.

El capitán se acercó por detrás a Alaric, y le propino un fuerte golpe tras las rodillas, para hacerle caer.

—Mi señor, ¿os encontráis bien? ¿Os han herido?

—No Kracio, estoy de maravilla. Gracias por aguardar a mi señal, como os dije. Decidme, ¿veis por casualidad a una mujer flotando en medio de la sala?

Alaric puedo ver la expresión en la cara del capitán. La expresión de alguien que está acostumbrado a escuchar todo tipo de locuras.

—No mi señor. ¿Qué queréis que hagamos con esas ratas?

—Lleváoslos a las mazmorras. Encerrad a las mujeres en celdas separadas, y dejadme las llaves a mí personalmente. Que nadie hable con ellas.

—¿Y con los hombres?

—Hoy me siento magnánimo. Encadenadlos juntos, que compartan sus últimas horas como buenos compañeros. Y colgadlos mañana al amanecer.

Alaric tampoco veía ya a la mujer. Se había desvanecido de la misma forma que el humo. Pero seguía allí, de alguna manera. Lo notaba. Antes de marcharse, el Conde se agachó junto a Alaric, y le dijo en voz baja

—Como bien habéis dicho, no sois caballeros, sino simples rufianes. Y como tales, moriréis.