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18 - La hechicera de Verdemar.

Alaric consiguió al fin llegar a las puertas de la ciudad, a última hora del atardecer. Tal y como había previsto, los soldados que les perseguían perdieron el rastro en cuanto se desvió del camino, y pudo hacer el resto del trayecto sin demasiadas complicaciones. Le dio tiempo a dejar los caballos bien guarecidos en los establos, y a recoger los bultos de sus compañeros. Por fortuna, ninguno llevaba demasiadas cosas, y pudo depositar lo más pesado en un arcón con llave, de los que tenían disponibles en los establos destinados a los viajeros que andaban de paso. Aun así, era bastante para únicamente una persona. Les esperó con inquietud hasta el último momento, junto a la entrada, aunque finalmente tuvo que pasar a la ciudad, antes de que los guardias cerraran los portones de las murallas. Aparte de una mirada rápida, no le hicieron mucho caso. Y eso que llamaba bastante la atención. Un viajero solitario con quizás demasiado equipaje, y con la capucha cubriendo su cara. Si le hubiesen visto las heridas que le afeaban el rostro, entonces seguramente sí que le habrían detenido para preguntar. Respecto a Lysandra y los demás, quizás algo les entretuvo. Quizás les habían atrapado. No importaba mucho, fuera lo que fuese, ahora no podía hacer nada al respecto, salvo ir a la casa de Edel. Y con un poco de suerte, ya estarían allí, esperándole.

Nunca había estado en Verdemar, así que preguntó a unas mujeres, que aguardaban en la puerta de una casa con paredes de piedra cubiertas de musgo y enredaderas, y de cuyos balcones colgaban tiras de tela de color rojo. Tras rechazar con amabilidad sus generosos servicios, marchó en la dirección que le habían indicado, entre el laberinto de callejuelas de casas que se apiñaban las unas contra las otras. Se cruzó con un farolero en su ruta, mientras encendía y rellenaba las luces de las calles, y aprovechó para confirmar que se dirigía en la dirección correcta. Sunno desaparecía tras el horizonte, y el cielo se teñía de un violeta oscuro, mientras las callejuelas tomaban un tinte amarillento, por la luz que escapaba a través de las ventanas adornadas con celosías de madera, y por las farolas de aceite que colgaban de algunas paredes o se anclaban a las esquinas. Las calles no estaban muy concurridas, y las pocas personas con las que se cruzó se apresuraban a marchar a sus hogares. Al poco, Alaric acabó deambulando solo entre las casas. El aire estaba cargado con una mezcla de olores a madera, a salitre, y al agrio almizcle que solía impregnar las calles de las ciudades sin alcantarillado. Se escuchaba a las gaviotas a lo lejos, hacia el este, donde probablemente se encontraba el puerto, y las campanas del templo, por el norte, avisando que el final del día se aproximaba.

Pasó por un angosto puente de piedra que cruzaba sobre un arroyo maloliente, y llegó al el barrio de los curtidores, hasta una pequeña plaza, en cuyo centro se alzaba una fuente de cuatro caños. En su día, debieron ser cabezas de leones, o algo similar. Ahora solo eran unas piedras redondeadas por el tiempo, que escupían unos hilillos de agua por sus aberturas. Allí se sentó a descansar un poco, pues el peso de todos los bultos que cargaba le estaban dejando la espalda aún más dolorida. Preguntó una vez más a otro lugareño por una casa amarilla, que no tardó en encontrar. Un viejo edificio de dos plantas y tejado a dos alas, embutido en una estrecha callejuela que olía a tintes y a cuero húmedo. Aunque la calle en sí no tenía nada de especial, la fachada contrastaba con el resto. Se veía bien cuidada, pintada no hacía mucho, y de cuyas ventanas colgaban varias macetas, todas ellas rebosantes de geranios, begonias, alisos y petunias.

Se acercó hasta la puerta, que estaba bellamente decorada con tallas de pájaros, y soltó al fin todo el equipaje, con un suspiro de alivio. Usó la aldaba de hierro que asemejaba la cola de una ardilla para llamar, y unos momentos después, la decorada puerta de madera se abrió. Tras ella se asomó una mujer menuda, de pelo blanco y facciones amables, que mostraban una edad avanzada, pero bien llevada. Vestía un batín de terciopelo rojizo, algo desgastado, y por debajo de la falda color crema, asomaban unas pequeñas zapatillas de tela forradas. Le miró a la maltrecha cara, y después se fijó en el montón de bultos que había dejado en el suelo.

—Creo que os habéis equivocado de casa, el hospicio se encuentra tres calles más abajo. Que tengáis buena noche.

Antes de que la mujer pudiera cerrar, Alaric interpuso un pie en el hueco de la puerta.

—Lamento haberos confundido, no soy un mendigo buscando alojamiento. Aunque reconozco que mi aspecto pueda sugerirlo. Mi nombre es Alaric, y vos debéis ser Edel, la madre de Lysandra. Me envía ella —dijo, mientras le mostraba el pendiente de plata que le había entregado Lysa a modo de presentación —. Y conozco también a vuestra otra hija, Zarinia.

La mujer abrió un poco más la puerta, pero su expresión era más de hostilidad que de otra cosa.

—¿Cómo habéis conseguido ese pendiente? ¿Y qué clase de negocios tiene mi hija con vuesa merced? ¿Y quién sois vos?

—Bueno, es una larga historia, quizás os sería más cómodo escucharla dentro —respondió Alaric, con tono fatigado. De verdad le apetecía poder descansar de una vez.

La mujer entrecerró los ojos, estudiándolo.

—Os lo preguntaré una vez más, ¿cómo habéis conseguido este pendiente? —repitió lentamente, con tono hostil. A Alaric le dio la impresión de que el aire a su alrededor empezaba a volverse más pesado y denso.

—Me lo entregó Lysandra, para enseñároslo, y me dijo que vos se lo regalasteis —contestó con rapidez, intentando no contrariar aún más a la anciana.

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Edel relajó al fin la postura, y su semblante de enfado pasó a ser algo más parecido al disgusto.

—Está bien, pasad. Pero quitaos esas botas sucias de barro. Y poneos unas sandalias de tela, de las que hay bajo ese armario. Y dejad los bultos en el recibidor, que también andan soltando mugre. Y vuestros pantalones, por los Dioses, me vais a llenar todo de polvo. Entrad ahí y os bajaré ropa limpia. O mejor, daos un baño antes. Y no toquéis nada. Pero, ¿con qué clase de gente se juntan estas niñas? Me van a oír cuando vuelvan. Seguro que sí.

Todo esto lo iba diciendo mientras empujaba a Alaric al interior, sin darle opción a rechistar. Al rato, se vio recién lavado, con unas sandalias de tela que le quedaban pequeñas, unos pantalones de lino blanco que no le alcanzaban ni a media pierna, y una camisola de motivos florales que apenas le llegaba a la cintura. Entre esa vestimenta y la cara demacrada, su aspecto era de lo más grotesco. Se sentó en un sillón, junto a la chimenea de la sala de estar, esperando a que la mujer trajera algo de comer, pero fue absorbido por las capas y capas de almohadas de todos los tamaños, estampados y colores que cubrían el asiento. Al momento, un gato negro que apareció como de la nada, se abalanzó sobre su regazo, para hacerse un ovillo y ponerse a dormir, ronroneando.

Mientras la anciana preparaba algo en la cocina, Alaric tuvo tiempo al fin para observar la sala. Las paredes estucadas de color vainilla tenían pinturas de diminutas aves que se apoyaban sobre finas ramas, y las pequeñas ventanas se cubrían con cortinas de encaje. En una esquina, había una mecedora desgastada, con varios cojines bordados a mano. Estaba claro cuál era la predilección de la mujer respecto a la decoración, pues sobre la chimenea de piedra, se encontraban pequeñas estatuillas de pájaros de varios colores, cuidadosamente dispuestas. El suelo estaba cubierto con una alfombra tejida con patrones florales, que había tenido mejores épocas, y en la pared, un par de estantes que contenían varios libros antiguos, tarros con hierbas secas, y alguna vajilla decorada. Con más pájaros, por supuesto. Y a su lado, una mesa de madera tallada, con patrones similares a los de la puerta de entrada. La sala olía a leña quemada y a flores secas, y un poco a antiguo, también. Mientras se fijaba en todo esto, Edel regreso, portando una bandeja con unas tazas y unas pastas. Alaric casi ni pudo estirar el brazo para agarrar el té que le ofreció la mujer. Había albergado la esperanza de cenar algo menos frugal, pero parece que se tendría que conformar con eso.

—Y ahora, dejadme comprobar una cosa —dijo ella, mientras cerraba los ojos y empezaba a deambular de un lado para otro, con las manos levantadas.

En un momento, arrugó la nariz, y se acercó hasta el chaleco de Alaric, que descansaba sobre la pila de ropa sucia que había dejado a la entrada. Allí metió la mano en un bolsillo, y sacó una bolsita de cuero negra. Alaric se dio cuenta de lo que era.

—Oh, esa es la copia del medallón que…

—Ya sé de sobra lo que es, joven. Pero el colgante no es lo que me interesa. Es la bolsa lo que me llama la atención.

—Bueno, es de cuero fino, bastante buena, me la dio…

—Lysandra. También lo sé. En realidad, la bolsa es mía. Esta niña, tocando mis cosas. Ya hablaré con ella. Hacedme un favor, subid al palomar y traedme una de las grises.

—Ehm…

—No preguntéis. Simplemente hacedlo.

Alaric se quitó de encima como pudo al gato negro, que lanzo un maullido de protesta, y consiguió salir de la trampa de cojines en la que había caído. Subió con cuidado hasta el desván, no sin poder evitar fijarse en las pinturas que adornaban las paredes de la vieja escalera. Cuadros de Lysandra de niña, y de Edel de joven. Y algunos paisajes curiosos, que no reconocía. Desiertos amarillos, montañas inconmensurables, y palacios que no parecían de este mundo. Alcanzó el bajo tejado, teniendo casi que reptar por una pequeña puertecita para entrar. Allí había varias jaulas con palomas, junto a un par de diminutas aberturas redondas sin vidriera. El suelo estaba lleno de palominas, y olía algo fuerte, como a amoniaco. Sin embargo, la brisa que entraba por los ventanales evitaba que el aroma se concentrara demasiado. Allí se puso a buscar una paloma gris, aunque le llevó más tiempo de lo que pensaba, pues la variedad de colores de esas aves era sorprendente. En cuanto la encontró, se dispuso a bajarla, pero escuchó con sobresalto una voz a su espalda. La anciana había subido tras él, totalmente en silencio, como un fantasma.

—Tardáis mucho. No se para qué queréis esas piernas tan largas, si vais tan lento. Se nota que no tenéis experiencia con palomas. Traed —dijo Edel, con tono enfadado.

La mujer ató la bolsita al cuello de la rolliza ave, y tras darle un beso en la cabeza, la soltó por la ventana.

—No entiendo muy bien lo que acabáis de hacer, ni porque habéis mandado ese medallón volando a otra parte. Y supongo que no me lo vais a explicar—dijo Alaric, observando a la paloma alejarse en el cielo nocturno.

—La bolsa está vacía, aquí tenéis vuestra copia, si es que acaso la necesitáis para algo —le dijo, poniéndole en la mano el colgante —. Y lo que acabo de hacer es ganar tiempo. Habéis traído a mis enemigos a mi casa. Sin saberlo, espero.

—No deseo contrariaros, pero me he asegurado de que nadie venía tras de mí. Y por mi “profesión”, tengo experiencia en estos menesteres —replicó Alaric, algo molesto.

—Ya veo. No tenéis ni idea. No importa ya, no tiene solución. Pero estamos en peligro. Mañana partiremos.

—¿Mañana? ¿No esperaremos a vuestras hijas? ¿A mis compañeros?

—¿Compañeros? Bajemos, y contadme vuestra historia. Contádmelo todo. Quiero saber dónde están mis niñas. Y que tienen que ver con vos. Y, sobre todo, dónde está la llave de la Serpiente —Edel se detuvo un momento, al ver la expresión de confusión en Alaric —. Y sí. No podemos quedarnos aquí. Confío en mis hijas, las haré saber a dónde nos dirigimos, y ellas nos encontrarán —soltó un suspiro, al ver que la expresión de incredulidad en él no cambiaba, y continuó, mostrando una leve sonrisa —. Y me alegra que os preocupéis por ellas, maese Alaric.