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22 - El camino del Cuerno.

El carromato avanzaba a paso lento, seguido por los caballos, atados por las riendas en la parte trasera. A la cabeza, Panecillo, la montura de Lysandra, que destacaba con su paso elegante y sus largas crines doradas. Acompañándole a su lado, Negrito, el caballo de Zarinia que, en contraste, lucía un pelaje espeso y oscuro como la noche. Y algo por detrás, el alazán de Alaric, Regino, con su porte recio y seguro.

Habían "tomado prestado" el carro del Cuervo, quien amablemente lo dejó frente a su nido, caballos incluidos. Era el mismo en el que se llevaron amordazadas a Lysandra y a Zarinia, y Cangrejo lo reconoció en cuanto lo vio. Lo conducía Alaric, y a su lado, acurrucado sobre el banco de madera, dormía el viejo gato negro de Edel. “Señor Uñitas”, era su nombre. Le parecía un poco ridículo, aunque nunca se atrevería a decirlo a la anciana, que viajaba dentro, cuidando a sus hijas. Lysandra dormía un sueño inquieto, pero Zarinia permanecía inconsciente y no daba muestras de mejora, incluso con las atenciones de su madre.

Llevaban ya casi tres horas de camino, rumbo al sur. El calor de la mañana se disipaba a medida que la tarde avanzaba, y Sunno descendía con lentitud hacia el horizonte. La senda de tierra y piedras estaba flanqueada por una larga cadena de olmos centenarios, que aliviaban con su sombra a los caminantes. La ruta resultó estar bastante concurrida, pues se habían cruzado ya con al menos una docena de viajeros, aunque aparte de intercambiar saludos de cortesía, no llegaron a detenerse con ninguno.

Alaric calculó que en un par de horas, a lo sumo, se encontrarían con la encrucijada. Una vez allí, deberían girar al oeste, tomando la ruta de Vallefrío. Y después, sin detenerse, dejarían el condado atrás, cruzando las montañas hacia la baronía de Ferinia. Cuanto más se distanciaran de Brademond, más seguros estarían. O al menos, eso pensaban. Una vez atravesaran los pasos de la frontera, tendrían que abandonar el camino principal, desviándose hacia el norte, para ir bordeando la base de los montes que delineaban el Cabo de “el Cuerno”. En esa parte del trayecto, el camino sería más abrupto y accidentado, y el viaje más difícil. Quizás incluso deberían abandonar el carromato, y continuar a caballo. El destino final era una casita de piedra oculta en un pequeño valle, que Edel mantenía como refugio y escondite, y que no había visitado en años.

Alaric estaba preocupado. Por una parte, por el estado de las hermanas. Lysandra parecía mejorar, aunque debía de haber pasado un muy mal rato con el Cuervo. Pero Zarinia no daba señales de recuperarse. Continuaba postrada, pálida, y su respiración era casi imperceptible.

Y preocupado, también, porque no le gustaba usar la ruta principal, pues temía que estuviera vigilado por los soldados del Conde. O que los rufianes del Cuervo decidieran perseguirles, buscando venganza. Aunque esto último, le parecía más improbable. Esos desgraciados ya habían tenido suficiente contacto con brujerías para una buena temporada, y seguramente no desearan volver a acercarse a las hechiceras.

Pero tampoco se arriesgaba a tomar alguna senda más difícil, llevando a las chicas detrás, en el estado en que se encontraban. Por eso, había mandado a Verruga de avanzadilla, y a Cangrejo a vigilar la retaguardia, como a una legua por detrás, para evitar sorpresas.

Desde que salieron de la ciudad, Edel no habló demasiado, pues estaba bastante ocupada con sus hijas. Pero más tarde, cuando ya parecía que no podía hacer mucho más por ellas, la anciana se acercó y comenzó a contarle cosas sobre el medallón, la puerta de la serpiente, y lo que significaba ser el Guardián. O la Guardiana, en este caso. No entendió todo, porque la anciana mezclaba historias antiguas con anécdotas personales, aunque algunas cosas le quedaron claras.

Por un lado, con el medallón se podía acceder al templo, pero no servía para abrir la Puerta de la Serpiente, si el Guardián no estaba presente. Los antiguos hechiceros de Hulfgar lo diseñaron de esta manera, como protección. Además, el Guardián siempre podía acceder al templo sin la llave, usando una entrada secreta. Una especie de “puerta de atrás”. Aunque al parecer, no era sencillo su paso, pues era un acceso pensado únicamente para hechiceros.

Por otro lado, el título de “Guardián de la Puerta” era hereditario. Pero si el actual linaje se terminaba, quien tuviera la llave se convertiría en el nuevo Guardián. Por eso era importante recuperar el medallón y evitar que cayera en manos equivocadas. Y por eso el objetivo del Conde era eliminar a Edel y a sus hijas. Deseaba convertirse en el Guardián y poder usar la llave libremente. La anciana sospechaba que la mente del joven estaba controlada por esa inteligencia maligna y que ya no era dueño de sus actos.

Tras contarle todas aquellas cosas, Edel volvió a la parte trasera, a comprobar el estado de sus hijas. Permanecieron un buen rato callados, meciéndose de un lado a otro con el traqueteo suave del carromato, y disfrutando de la brisa fresca proveniente de las montañas, que arrastraba olores de tomillo y lavanda. Alaric meditó sobre todo esto durante un tiempo. Lo cierto es que albergaba bastantes dudas. Y la anciana pareció darse cuenta.

—¿Queréis preguntarme algo, maese Palillo? O Alaric. ¿Cómo preferís que os llame?

—Como deseéis. Alaric está bien, para la gente con la que tengo confianza. Y vos, creo que os la habéis ganado.

—Ya… pero vuestros compañeros os llaman “Palillo” en vez de Alaric, y supongo que os tienen confianza de sobra.

—Cosas de la “profesión”. Gajes del oficio, ya sabéis —respondió, sonriendo.

—Alaric, entonces. ¿Y bien? ¿Qué queréis saber? —continuo Edel, mientras se acercaba a la parte delantera del carromato.

—Bueno, para empezar… ¿Cómo llegó el amuleto a manos del Conde? Sé que el prometido de Lysandra tuvo algo que ver, pero no conozco bien la historia. Si es que queréis contármelo. Puede que sea demasiado personal.

—No sé. A lo mejor es algo que os debiera contar mi hija —respondió Edel, dubitativa —. Pero a estas alturas, y dado que me honráis con vuestra confianza, creo que os lo puedo relatar yo. Habéis arriesgado demasiado como para no saberlo.

La anciana hizo una pausa, se puso la mano en la barbilla, y se quedó mirando al techo del carromato, como intentando poner en orden lo que fuera a decir a continuación. Tras un rato en silencio, prosiguió.

—Quizás os preguntáis, después de lo que os he contado sobre la llave, por qué simplemente no la escondemos, o nos deshacemos de ella. O mejor aún, por qué no la destruimos.

—Pues lo cierto es que sí, me lo he preguntado. Sin ese medallón, el problema del portal desaparece, ¿verdad? Ya no se podría abrir de ninguna forma.

—Ojalá fuera así, mi joven amigo. Parte de la esencia de esa entidad quedó ligada a ese colgante. Y ningún Guardián se ha atrevido a destruirlo. Por miedo, simplemente. Es posible que, al romper el medallón, no ocurra nada. Sería el fin de nuestros problemas. Pero también podría pasar que esa esencia se liberase, y fluyera libre. Demasiado peligroso, demasiada incertidumbre. Ninguno de nosotros ha querido correr ese riesgo, nunca.

—Bien. Destruirlo, entonces, no. Pero ¿esconderlo? ¿Meterlo en una caja de plomo, y lanzarlo a las profundidades del mar? ¿Enterrarlo en alguna cueva profunda y derruir la entrada?

Edel volvió a quedarse callada un momento, pensando la respuesta, mientras los caballos, desde la parte de atrás, soltaban un par de bufidos inquietos.

—Ese es el segundo problema al que nos enfrentamos los guardianes, y por eso el medallón debe permanecer siempre con nosotras —continuó, con cierto tono de resignación en su voz —. De alguna forma, ese colgante es como la rendija que queda bajo la puerta, por la que se cuela el viento helado en invierno. O más bien, como el pequeño agujero en el fondo de una barca, que poco a poco, va inundando su interior. Gran parte de nuestro trabajo consiste en contener el Poder de esa entidad. Si nos apartamos demasiado tiempo del amuleto, esa inteligencia gana presencia en este plano. Sigilosamente, paso a paso. Ahora mismo, su Poder debe haber aumentado mucho, pues lleva alejado de nosotras demasiado tiempo. Y por eso, debemos recuperarlo. Si no lo controlamos, y su existencia en este plano sigue aumentando, se acabará manifestando como un ser físico y completo. Con solo una fracción de su poder, pero, aun así, terrible para nuestro mundo.

La mujer hizo una pausa, en la que soltó un suspiro. Se recostó y cerró los ojos. Alaric también se sentía algo amodorrado, y no le hubiera importado echarse una siesta.

—Además, ocultarlo y olvidarse de ello sería pasarle el problema a quien lo encontrara en el futuro. No es algo digno de un verdadero Guardián —terminó por decir Edel.

—Bien… Entiendo entonces que ni os podéis alejar de él, ni tampoco destruirlo. Pero eso no contesta a mi pregunta. ¿Cómo llegó a manos del Conde?

Stolen novel; please report.

—Ay, querido, os contaré un secreto, que espero quede entre nosotros. Aunque las hechiceras tenemos grandes habilidades de curación, hay algo contra lo que no podemos luchar —respondió Edel, con otro suspiro.

—¿La muerte?

—Aparte. Esos temas son cosa de los Nigromantes. Apestosos degenerados… Me refiero a los resfriados estacionales.

—¿Qué queréis decir?

—A algo tan tonto como un simple catarro. Nos afecta de la misma forma que a cualquiera, dejándonos postradas en cama, débiles e inútiles. Y no hemos hallado cura ni alivio mágico. Solo los remedios habituales que usa todo el mundo. Pues bien, yo caí enferma, y mi querida Lysandra se ofreció a portar el medallón mientras yo me recuperaba.

—¿Y se lo quitó su prometido?

—Veréis, esa entidad es muy inteligente. Mi hija es poderosa, pero no tanto como para mantener a raya toda esa maldad. Consiguió meterse en la cabeza de ese joven. Un hombre bueno, aunque demasiado simple. Para el demonio, fue sumamente fácil. Una vez que le dominó, le hizo contactar con alguien que llevaba tiempo buscando ese medallón. Después, obligó a Lysandra a dárselo, amenazando a su hermana. Y la pobre Lysa tuvo que hacer que su prometido se suicidara, para protegerla. Pero era demasiado tarde, pues los hombres a los que se lo entregó huyeron en cuanto lo tuvieron en sus manos.

—Vaya. Eso es terrible… —respondió Alaric, con seriedad.

—Lo es.

Permaneció en silencio un momento, tratando de imaginar cómo debió ser esa noche para Lysandra. Si hubiera sabido esto cuando la conoció, su primera impresión habría sido diferente. Tal vez esa imagen de una mujer altiva y pretenciosa era solo un escudo para ocultar su dolor interno.

—¿Y no pudieron obligar a esos hombres a devolverles el colgante? Me refiero de esa forma que ya he visto antes, con magia —continuó Alaric.

—Hechizarlos. Desgraciadamente, no. Lysandra estaba agotada, y Zarinia no tenía suficiente entrenamiento y habilidad.

«No tenía suficiente habilidad, en aquel momento», pensó él. Pues esa misma mañana, había demostrado que poseía un gran poder, latente en su interior.

A Alaric no le supuso mucho problema el dar con la ubicación del nido del Cuervo. Un soborno por aquí, una amenaza por allá, y al final los pudo encontrar en una casona antigua cercana al puerto. Una calle no muy transitada, alejada de las vías principales de la ciudad. Y hasta allí habían ido, para rescatar a las chicas. El plan era sencillo. Edel se ocuparía de todos los que se interpusieran, y el resto cubriría sus espaldas. Pero cuando llegaron, se encontraron con algo totalmente inesperado.

En la misma puerta, los dos tipos que vigilaban, sentados en un banco de madera, se miraban el uno al otro, inmóviles, como si se hubieran congelado en medio de una conversación. Uno de ellos tenía incluso una gaviota sobre la cabeza, que le picoteaba el pelo y le defecaba en el hombro, y que salió volando en cuanto se acercaron. No hicieron ningún gesto ni ademán, cuando pasaron a su lado. Entraron y se encontraron en una sala grande y oscura, cargada de humo de tabaco, con varias mesas y sillas, que se asemejaba al salón de una taberna, aunque no se apreciaba ni barra, ni cocina. En el centro, un grupo de hombres, quietos como estatuas, que rodeaban a un cuerpo tumbado en el suelo. Era Zarinia, que convulsionaba mientras murmuraba algo, con los ojos en blanco.

Edel corrió a ponerle las manos en la cabeza, para calmarla, y tras susurrarle en el oído, la chica pareció relajarse y dormirse. Mientras, Alaric apartó a otro hombre, que se había quedado petrificado al momento de abrir una puerta, y que cayó de lado rígidamente, al perder el equilibrio. Bajó por las escaleras y allí se encontró a Lysandra, inconsciente, con el Cuervo sobre ella, apretando una daga en su cuello. Pero al igual que los demás, completamente estático, como si se hubiera congelado en el tiempo. Alaric estuvo tentado de atravesarle con su espada en ese mismo instante, pero se contuvo. Tampoco permitió que Cangrejo se liara a romper cuellos. Ni que Verruga desenvainara sus dagas. No le parecía honorable acabar con esa gente, de esa manera. Eran ladrones, no asesinos. Quizás se arrepentiría en el futuro, pero era un hombre de principios.

Por lo que Edel le explicó más tarde, parecía que Zarinia usó toda su voluntad para obligar a aquellos que la rodeaban a quedarse inmóviles. Pero su poder se liberó de forma caótica y descontrolada, fruto de la desesperación. Y eso la había dejado en shock. La anciana estaba muy preocupada, pues no sabía cómo esa ráfaga de energía desatada la hubiera podido afectar. Podría haber dañado su mente. Puede que ya no pudiera volver a andar, o a hablar, o que se hubiese quedado ciega, sorda o tonta. O peor aún, que no volviera a despertar.

Lysandra, en cambio, estaba inconsciente, pero por la pérdida de sangre de su herida en el costado, y por puro agotamiento. Se recuperaría, tarde o temprano, aunque Edel tuvo que usar todos sus conocimientos durante el trayecto, para sanar la herida. La espada penetró profundamente, y había causado daños graves. La anciana comentó con resignación que, en el futuro, a Lysandra le faltaría el aire cada vez que hiciera un gran esfuerzo.

Alaric andaba absorto en estos pensamientos, cuando se percató de que Edel se había sentado a su lado, en silencio, y acariciaba el lomo del Señor Uñitas, que ronroneaba con fuerza, tumbado sobre su regazo. Decidió retomar la conversación.

—Volviendo a lo de antes, la persona que estaba interesada en el colgante supongo que era…

—El Conde de Brademond. Pues su madre fue una bruja inconsciente, que anhelaba hacerse con la llave —la expresión de Edel denotaba cierta tristeza —. La llegué a conocer, personalmente. La muy ignorante pensaba que podría dominar su poder. Algo que ni la Tríada pudo conseguir. Él heredó esos conocimientos. El resto de la historia, no lo conozco, pero lo puedo suponer. Mis hijas averiguaron el paradero del medallón, y os contrataron para que lo recuperarais. De esto no me llegaron a decir nada, temían que yo me opondría, Y lo habría hecho. Ahora agradezco que no me contaran sus planes, pues creo que, sin vuestra ayuda, todo estaría ya perdido.

Alaric volvió a perder la mirada en el horizonte, pensativo. La anciana sonrió, y le puso una mano en el hombro.

—Adelante, podéis seguir preguntando. No me cansáis ni me importunáis.

—Bien, os lo agradezco. Respecto a esa... cosa... ¿Qué es lo que desea realmente? ¿Por qué quiere entrar a nuestro mundo? ¿No atiende a razones?

—Ah, querido. Esa es una pregunta muy profunda —respondió Edel, suspirando una vez mas y perdiendo la mirada en las lejanas montañas —. Y es algo que, durante mucho tiempo, los Guardianes hemos intentado averiguar. Es una inteligencia muy diferente a la nuestra, y seguramente nunca llegaremos a comprenderla, pero creemos que en su mundo, toda la existencia, es básicamente él. O eso, pues no tiene género. Y que existan otros planos ajenos a su influencia, le resulta una aberración. Es como un Dios arrogante y acaparador. Todo lo que no sea él, o forme parte de él, es una blasfemia.

—Parece la actitud de un niño malcriado...

—En cierta forma, lo es.

Continuaron el camino, dejando a su derecha a los montes del Cuerno, y a la izquierda, los pequeños bosques que bordeaban el río Abundal. Al fondo, hacia el sureste, sobre la neblina, asomaba la punta del Diente, el pico más alto de toda la cadena montañosa que bordeaba el sur del condado, a la que llamaban “los altos de Zirian”, con la nieve que lo coronaba brillando como un faro, bajo la luz anaranjada del atardecer.

Alaric escuchaba a Edel, que había vuelto de nuevo a la parte de atrás del carro, canturreando algo. Parecía como una canción infantil, o una nana. Al poco, escucho una tos, y otra voz. Era Lysandra. Se alegró muchísimo de que despertara al fin. Y esto le sorprendía. Hace unos días, era incapaz de soportarla. Ahora sentía autentica preocupación por ella. ¿Por qué este cambio? Adivinaba la respuesta, y no le gustaba.

—¿Mamá? ¿Dónde estamos?

—¡Lysa, cariño! Por fin. Me tenías muy preocupada

—¿Y Zari? ¿Y el Cuervo?

—Tranquila, tu hermana está aquí, a tu lado. Ya pasó todo. Os pudimos sacar de allí a tiempo. Gracias a Zari.

Lysandra se incorporó, tosiendo, y vio a su hermana, pálida, tumbada e inmóvil.

—¿Qué le ocurre? — preguntó con preocupación, mientras acariciaba su cara.

—Usó el Poder de forma incontrolado. Magia salvaje, como la que os dije que nunca debíais usar. Os salvó a las dos, pero temo que haya podido dañar su mente.

—Zari… —Lysa no pudo continuar, se le formo un nudo en la garganta, y las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Shhh, vamos, vamos. Seguro que se pone bien. Ya estáis a salvo.

—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó Lysandra, sin soltar la mano de su hermana.

—A la vieja cabaña. Nos ocultaremos allí un tiempo, mientras pensamos algo.

Alaric se había girado, para saludar. Lysandra se dio cuenta, e intento sonreír, pero no pudo.

—Me alegro de que hayáis despertado, al fin —dijo, procurando sonar de forma tranquilizadora —. Han sido unos días muy difíciles, pero ahora toca descansar. Espero que al final del día podamos bañarnos, cenar y dormir en una cama de verdad. Vuestra madre os pondrá al día. Y después, nos tendréis que contar que os sucedió allí dentro. Si os quedan fuerzas y ánimo.

El día se fue apagando, y pasaron, al fin la encrucijada. No había noticias de Verruga ni de Cangrejo, lo que en principio era buena señal. A partir de ese cruce, el camino era cuesta arriba, en ambas direcciones, pues la ciudad de Terranevada, hacia el este, se asentaba sobre las primeras estribaciones de las montañas que rodeaban al Diente, mientras que para llegar a Vallefrío, al oeste, se debía atravesar la larga cadena de montes que daban forma al Cuerno.

Tomaron este último desvío, y al rato la senda comenzó a zigzaguear suavemente, a la par que la pendiente se iba haciendo más evidente. Dejaron atrás las arboledas, para encontrarse con grandes superficies de arbustos, a ambos lados del camino, que poco a poco se hacían menos extensas, dando paso a enormes rocas cubiertas por liquen y musgo, que parecían plantadas entre la espesura. Algo más de una hora después, casi todo lo que les rodeaba eran pedregales, arbustos desperdigados de multitud de tamaños, y algún árbol despistado al que se le había ocurrido crecer por esa zona. No debía faltar mucho para encontrarse en el lugar donde acordaron que se reunirían. Era una posada que se situaba justo al comienzo de la subida más fuerte del camino de las montañas, y era habitual que los viajeros hicieran noche allí, antes de embarcarse en la tarea de atravesar el paso de hacia Vallefrío.