No había esperanza. Era el fin. Todo estaba perdido. Le faltaba el aire, y su vista comenzaba a nublarse. Cangrejo le apretaba el cuello cada vez más fuerte, y no tardaría en quebrárselo. Le quedaba el consuelo de que seguramente perdería el sentido antes.
El plan había fallado. Deseaba haber podido liberar a Cangrejo y que, junto al muchacho, se ocuparan de cualquier otro soldado que pudiera aparecer, mientras él se enfrentaba al Conde. El resultado final dependía de que Alaric fuera capaz de llegar hasta el joven. De poder acercarse lo suficiente como para… ya daba igual. Todo estaba perdido.
Intentó mirar hacia los lados, buscando alguna escapatoria. Vio al Conde, que se había sacado el colgante del cuello, y jugueteaba con él en su mano, antes de guardárselo en un bolsillo. Lysandra y Zarinia se encontraban en el suelo, junto a su madre moribunda. Ambas, extenuadas, casi sin poder levantarse. Zari apoyaba la cabeza de Edel en su regazo, llorando desconsoladamente y murmurando unas palabras incomprensibles. Mientras, Lysandra había empezado a arrastrarse hacia él. «¿Para qué?», pensó. No serviría de nada. Lysa no podría quitarle al gigante de encima, ni aun con sus fuerzas intactas. Y el pobre Verruga, con la cara ensangrentada, apresado por dos soldados, mientras un tercero le asestaba puñetazos una y otra vez, hasta que caía al suelo. Y le volvían a levantar, para continuar pegándole. Le matarían a golpes. Todo estaba perdido.
Lanzó una última mirada hacia Cangrejo, mientras su mundo se tornaba oscuro, borroso, y los sonidos a su alrededor se iba apagando. Aunque notó algo diferente en los ojos del hombretón. Ya no era una mirada de furia sin sentido. Había un atisbo de duda, de lucha interna. El brillo púrpura en sus pupilas se apagaba. El poderoso brazo empezó a temblar levemente, y Alaric notó que la presión en su cuello disminuía. Pudo volver a tragar algo de aire. La pinza que inmovilizaba su espada hizo un pequeño amago de abrirse. El gigante cerró los ojos con fuerza, apretó los dientes, y gritó como un animal que estuviera rompiendo unas cadenas invisibles. Y en ese momento, Alaric se dio cuenta de que volvía a tener frente a él a Brisur. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Balbuceó algo, con la mirada perdida. Después se fijó en Alaric, como si acabara de verle en ese mismo instante.
—Palillo. Amigo mío. Perdóname —dijo, con su voz grave y rasposa.
La mano aflojó su cuello. La pinza soltó su espada. De repente, a la bruja pelirroja se le había borrado la sonrisa de la cara.
—No te preocupes, no eras tú, era esa… —alcanzó a decir Alaric, con un hilo de voz ronca.
—Escúchame, no tengo tiempo —interrumpió Cangrejo, con una sonrisa amarga —. No podré mantener mucho más rato la puerta cerrada. Quiero que recuerdes una cosa, amigo mío. No puedes salvar a todo el mundo, todo el tiempo. A veces es necesario que te salves el primero. Porque este mundo necesita a gente como tú.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que ya me salvaste una vez. El desgraciado que fui, el maldito Bocadulce, murió el día que me rescataste de las llamas. Todo este tiempo de más, siendo Cangrejo, te lo debo a ti, compañero. Ha sido como un regalo. Una nueva vida. Ya es hora de que te devuelva el favor. Adiós, Alaric. Amigo mío. Mi hermano.
Y sin que pudiera hacer nada para evitarlo, Brisur le arrebató la espada, y se dejó caer sobre ella, atravesando su corazón. Alaric se quedó tumbado, recuperando el aliento, con la mirada perdida hacia el lejano techo abovedado, mientras notaba cómo la vida escapaba del cuerpo de su amigo, junto a él. No pudo decir nada, solo abrazarle, en silencio y dejar que las lágrimas emborronaran todo a su alrededor.
—Vaya, querida hermana. El gigante calvo era más fuerte de lo que creías, ¿verdad? — dijo el Conde con aire jocoso. Ella le lanzó una mirada de desprecio que bien podría haberle atravesado de parte a parte, como una lanza de odio puro.
Alaric sintió un fuego encenderse en su interior. Una llamarada de rabia ardiente que le quemaba por dentro. Gritó, apartó el cuerpo de Brisur, y se levantó de nuevo. El Conde se giró, sorprendido. No esperaba que “ese viejo” aún tuviera fuerzas, y menos que se abalanzara hacia él, saltando los escalones de tres en tres y embistiendo como un toro, con su espada aún cubierta por la sangre de su amigo. Tan desconcertado estaba, que a duras penas pudo desenvainar y desviar el ataque. Lo que no consiguió evitar fue la arremetida, que les hizo caer a ambos por el suelo. Rodaron y perdieron las armas. Forcejearon, se intentaron golpear, y volvieron a dar vueltas, abrazados. Después, empezaron a intercambiar puñetazos, codazos, e incluso algún mordisco.
Lysandra continuaba acercándose a gatas, arrastrándose como podía. Alcanzó el cuerpo sin vida de Brisur, y le cerró los ojos, con tristeza infinita. Pero las lágrimas no volvieron a brotar, ya no le quedaban.
Por un momento, parecía que Alaric estaba poniendo en serios aprietos al Conde. Los soldados dejaron el cuerpo de Verruga tendido en el suelo, medio muerto, y salieron corriendo a ayudar al joven. Pero Lenna les hizo un gesto, para que se detuvieran. Parecía estar disfrutando de la pelea.
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Desgraciadamente, Alaric se encontraba demasiado débil. Pese a la furia de su ataque inicial, el Conde se repuso enseguida. Le asestó un codazo en la mejilla, que le dejó atontado, y después, apoyando una pierna en su pecho, se lo quitó de encima, haciéndole rodar escaleras abajo, hasta llegar junto a Lysandra y el cuerpo inerte de su amigo. El joven se levantó, con un labio roto, la nariz sangrante y la mejilla enrojecida, pero sonriendo.
—Ya está bien de juegos. Voy a acabar con esto —dijo, recuperando el aliento y recogiendo su espada —. No os preocupéis, no os voy a rematar. Quiero que disfrutéis de todo lo que va a ocurrir a partir de ahora — continuó, mientras se dirigía con grandes zancadas hacia donde se encontraban Zarinia y Edel.
—Lysa, coge mi mano —susurró Alaric, acercándose hasta ella. Accedió, y al momento alcanzó a ver en sus ojos la sorpresa, al principio, la realización, unos instantes después, y la tristeza, al final, al comprender lo que iba a suceder.
Zarinia intentó a duras penas proteger a su madre, interponiendo su cuerpo, pero el Conde la apartó sin dificultad, de una patada.
—No es nada personal —dijo a Edel, mirándola con frialdad a los ojos. Sonrió, y sacó nuevamente el medallón de su bolsillo, para mostrarlo ante todos.
—Es hora de que el nuevo Guardián se alce —dijo de forma burlona y despectiva.
Lenna reía a carcajadas. Pero su expresión cambió en solo un instante, como si la hubieran clavado un puñal en el pecho. Su sonrisa maliciosa se tornó en un grito desesperado. Sus ojos confiados se abrieron en una mueca de terror. Alaric miró a Edel, y pudo leer en sus labios un “gracias”.
—¡No lo hagas! —gritó Lenna a su hermano con todas sus fuerzas, levantando la mano —¡Imbécil! ¡Para!
Demasiado tarde. El joven acababa de atravesar el corazón de la anciana con su espada. Zarinia gritó desesperada. Lysandra abrazó a Alaric en el suelo, apartando la vista, mórbida. Y Lenna chillaba a su hermano, histérica:
—¡No es ella!, ¡No es ella! —repetía sin parar, intentando desgarrarse la cara por la desesperación, sin saber si correr hacia el joven, hacia la anciana, o hacia ellos.
Edel exhaló un último suspiro. Pero sonreía. El Conde, sin entender muy bien, se encaró de nuevo hacia su hermana, encogiéndose de hombros y mostrando una vez más el medallón, triunfante. Pero su expresión cambió de forma repentina, de victoria incontestable a sorpresa e incredulidad. Se giró hacia Alaric, con la boca abierta. Él devolvió la mirada, desafiante, y notó en los ojos del joven que, justo en ese momento, acababa de comprender lo que había pasado. No pudo evitar sonreír, pese al dolor en su cuerpo y en su corazón.
La trifulca en el suelo fue solo un engaño. Alaric, únicamente buscaba una cosa. Acercarse lo suficiente para darle el cambiazo. El colgante que sujetaba el Conde ahora era el falso, la copia con la que había comenzado todo esto. Ese había sido el verdadero plan, desde el principio. Edel fue muy clara al respecto. No importaba lo que le ocurriera a ninguno de ellos. No importaban los sacrificios que debieran hacer. Lo único realmente importante era arrebatarle el medallón al joven.
La expresión de sorpresa cambió a terror. El muchacho dejó de mirarle a él, y alzó su vista sobre Lysandra, que portaba el auténtico amuleto de Vanar-Gash, brillando en su mano con una luz roja cegadora, como si el propio medallón quisiera reflejar la cólera que ardía en el corazón de la nueva Guardiana. Se elevaba, flotando, con los ojos refulgiendo con una luz verdosa que competía con la propia luminosidad del colgante, iluminando toda la sala, con sus largos cabellos negros flameando en el aire, como un aura oscura. Los soldados de los extraños cascos, aterrorizados, intentaron huir, pero Lysa no lo permitió. Un rayo brillante surgió de su mano, haciendo que los tres cayeran fulminados al instante, envueltos en llamas de color jade.
Lenna gritó y se elevó también en el aire. Ambas mujeres flotaban en el centro de la sala, con todo el ambiente a su alrededor chisporroteando descargas verdosas y llamas violáceas. Parecía que el choque de magias iba a ser brutal. Alaric notaba como se le erizaba el vello de la piel, por la gran cantidad de Poder que se acumulaba a su alrededor. Pero, con un simple gesto de Lysandra, Lenna cayó al suelo, débil e insignificante, mientras se acercaba a ella, mostrándole el refulgente medallón. La bruja pelirroja se arrastró horrorizada, apartando la mirada, como si el brillo rojizo quemara sus ojos.
—¡Es todo culpa tuya! —gritó a su hermano, mientras se incorporaba de nuevo, con la voz ronca, cargada de odio y resentimiento —. ¡Maldito seas! Era mi oportunidad, y lo has echado todo a perder. Sois una estirpe de fracasados. Primero Trevina, ahora tú… Pero sufrirás por esto. Vaya si lo harás. Vendrás conmigo, al otro lado, y tendrás todo el tiempo del mundo para pagar, junto a tu madre y tu hermana. Será una gran reunión familiar, te lo aseguro.
Y con un gesto de su mano, hizo que el incrédulo joven, que no sabía qué hacer ni cómo reaccionar, saliera despedido hacia el portal, antes de desvanecerse entre jirones de niebla rojiza.
El Conde intentó mantenerse a flote, luchando para no ser absorbido. Alaric se dio cuenta de que en sus ojos ya no había atisbo alguno de locura. Al contrario, esa mirada era de terror, arrepentimiento y súplica.
—¡Ayuda, por favor! ¡Socorredme! ¡No dejéis que me lleve! —comenzó a sollozar el joven, al comprender lo que estaba ocurriendo.
Pese a todo lo acontecido, pese al dolor y al odio, Alaric no podía quedarse allí mirando sin hacer nada. Se levantó corriendo, subió las escaleras hasta el arco de piedra, y agarró la enguantada mano del Conde. Pero la fuerza era demasiado grande. Le estaba arrastrando también a él. Y en ese momento, notó la mano de Lysa en su hombro, y escuchó que repetía las últimas palabras de Brisur: “No puedes salvar a todo el mundo, todo el rato. A veces es necesario que te salves el primero. Porque este mundo necesita a gente como tú”.
—Lo siento.
Fue lo único que pudo decir, al soltar la mano del Conde. Nunca podría olvidar esa última mirada desesperada en el joven, de horror puro, mientras el portal terminaba de absorberle, y la piedra volvía a su estado natural, sólida, fría, lisa e imperturbable.