Lysandra se despertó con el cuerpo completamente dolorido, y no consiguió evitar soltar un gruñido al levantarse. Se incorporó como pudo, entre su hermana y el mostrenco de Cangrejo. Se habían visto obligados a hacer noche en un chamizo semiderruido que encontraron en el camino hacia Verdemar, sin mantas ni equipaje, y con la ropa húmeda. Tuvieron que abandonar apresuradamente la barca en el río, que no tardó en hundirse en cuanto las viejas maderas podridas empezaron a romperse. Desde luego que el plan de escape de Palillo llevaba demasiado tiempo preparado, pues tener el bote oculto tantos meses, sin que nadie lo cuidara un poco, había tenido sus consecuencias. Solo aguantó medio trayecto. El resto de la jornada la pasaron buscando el camino de nuevo, y recorriendo lo demás a pie. Por desgracia para cuando llegaron a la ciudad, las puertas ya estaban cerradas, y tuvieron que improvisar. Se habían encontrado anteriormente con la choza, por lo que volvieron sobre sus pasos y allí se quedaron a descansar.
Esta vez, Lysandra no tardó en dormirse, pues se encontraba agotada, pero unas horas después, los ronquidos de Cangrejo la despertaron. Las astilladas paredes de madera y el desgastado techo de paja tenían demasiados agujeros y huecos, y el frío nocturno se colaba por todas partes. Los cuatro se acurrucaban juntos, sobre el duro suelo de tierra, intentando darse calor los unos a los otros, pero tuvo que darle un par de codazos al gigantón para que se diera la vuelta y dejara de roncar un rato. Tampoco ayudaban los ronquidos de su hermana. Y lo cierto es que ninguno de los cuatro olía a rosas, precisamente. Necesitaba una cama y un baño. Y un buen desayuno. Le quedaba el consuelo de que a la mañana podrían entrar a la ciudad y llegar por fin a casa.
Se encaminaron de nuevo hacia Verdemar con paso desganado, con la primera luz del amanecer, entre las brumas de la mañana y algún que otro canto de gallo que resonaba en la lejanía. Tras algo más de media hora de camino, llegaron al fin a las puertas, ojerosos y molidos, pero al menos se llevaron una alegría al comprobar que los caballos se encontraban en los establos. Palillo lo había conseguido. Cruzaron bajo los arcos de las murallas, encontrándose con los viajeros que entraban, y los lugareños que partían hacia los campos cercanos. Se metieron en la ciudad que despertaba. Las campanas del templo repicaban en la distancia, llamando a los fieles. Las chimeneas de las casas humeaban, y el aire se impregnaba de los aromas de las cocinas y de la leña quemada. La gente comenzaba a salir a las calles, los tenderos colocaban las mesas y tenderetes frente a sus establecimientos, con algunas muestras del género que ofrecían en su interior, y hasta Sunno parecía empezar el día con alegría, brillando con fuerza en el cielo fresco y despejado del oeste.
Pasaron por algunas callejuelas, rumbo al barrio de los curtidores. Lysandra apretaba el paso, pues tenía unas ganas terribles de llegar al fin, aunque se dio cuenta de que Cangrejo estaba inusualmente silencioso y serio. Se percató del par de señas que le hizo a Verruga con su mano sana, y de cómo este asentía levemente.
—¿Ocurre algo, maese Cangrejo? Estamos ya bastante cerca de casa de mi madre —pregunto Lysandra.
—Decidme, ¿en la próxima calle tenemos que girar a derecha o izquierda? —dijo el hombretón, en voz baja.
—A la derecha, y después continuamos recto hasta la plaza de los leones, y ya casi habremos llegado —respondió Lysa, algo intrigada —. ¿Por qué lo preguntáis?
—Nos siguen dos hombres, como a unas cincuenta varas. No os giréis. Vamos a dar un rodeo.
—¿Soldados del Conde? ¿Al final nos han encontrado? —susurró Lysa, preocupada.
—No parecen soldados. Pero pueden ser espías, asesinos o ladrones que quieran cobrar una recompensa. Seguro que han puesto precio a nuestras cabezas —dijo Cangrejo con su voz áspera y ronca —. Me gustaría preguntarles personalmente, ¿conocéis algún callejón donde podamos emboscarles?
—Por supuesto, he pasado media vida en estas calles. En el próximo cruce, tomaremos el desvío a la izquierda. Además, creo que Zari nos podrá ayudar.
—¿Qué ocurre, Lysa? ¿Has dicho algo? —preguntó la muchacha, girándose hacia su hermana al oír su nombre.
—Prepárate, nos siguen dos hombres, y les vamos a emboscar. ¡No mires! Necesitaremos tus ilusiones.
—¿Pero a quiénes? Si no les veo, no puedo crear las imágenes en sus mentes.
—No te preocupes, los verás sin problema. Vamos hacia el callejón de la Lechuza.
—Ah, ya veo. Allí hay buenos sitios para esconderse. Estaré preparada.
Los hombres que les acechaban procuraban mantener la distancia, y se movían con rapidez, intentando no quedar demasiado al descubierto. Se cubrían con capas de color pardo, y ocultaban sus rostros con amplios gorros planos de paja, como campesinos. Observaron al grupo girar a la izquierda, y tras asomarse con cuidado, los vieron desviarse de nuevo hacia otra calle. No parecía que se hubieran dado cuenta de que les seguían. Cruzaron y tomaron el mismo camino que ellos. Se encontraron de repente en un callejón estrecho. En un primer vistazo, creyeron haberlos perdido, pero en cuanto se adentraron un trecho, volvieron a ver a los cuatro, cruzando una puerta al fondo del todo. Nada más cerrar, se apresuraron a acercarse sigilosamente hasta el final del callejón. Y un momento después, cuando estaban a punto de abrir la portezuela, esta desapareció. En su lugar, solo una pared de piedra. Se giraron sin comprender muy bien que acababa de pasar, y se toparon, sorprendidos, con los cuatro a los que habían estado persiguiendo, cubriendo la salida hacia la calle.
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—¡Que me lleven los Demonios si mis ojos me engañan! ¡Pero si son mis viejos camaradas, Ricitos y Tejadillo! —rugió Cangrejo con una risotada, llevándose las manos a la cintura.
—¿Les conocéis, acaso? —pregunto Lysandra con incredulidad. Los dos hombres continuaban mirándolos, embobados, con expresión de sorpresa.
—Por desgracia, sí. Son dos antiguos compañeros, de cuando trabajaba para “El Cuervo”. Pero decidme, ¿qué hacéis en Verdemar? Hasta donde yo recuerdo, vuestro territorio estaba en Terranevada.
—Oh, vaya. Bocadulce, no te había reconocido. Qué sorpresa… —balbuceó el más alto de los dos, el llamado “Ricitos”. Se quitó el sombrero que le cubría la cabeza, mostrando una cabeza casi calva, que intentaba disimular tapándola con un par de largos y tristes mechones de pelo lacio, de color pajizo.
—Sí que se os ve sorprendidos. Seguro que aún os preguntáis cómo pudimos salir por la puerta del callejón, que ya no está. Pero me guardaré el secreto. Ahora, decidme, viejos amigos. ¿Por qué nos andabais siguiendo? ¿Y qué hacéis tan lejos del nido del Cuervo? —prosiguió Cangrejo, con un tono amable, pero que denotaba cierto regusto a amenaza velada.
En ese momento, la expresión de sorpresa bobalicona de los hombres tornó a una sonrisa maliciosa. Hicieron una seña con la cabeza, para que miraran atrás.
—Disculpad a vuestros antiguos compañeros —graznó de repente una voz a sus espaldas.
Se giraron, y vieron que cinco hombres se habían colocado sigilosamente a la entrada de la calle, tras ellos. Les apuntaban con ballestas ligeras. El que hablaba estaba desarmado, era el más bajito de todos, y vestía con ropas de bastante mayor calidad que el resto, como un burgués ricachón. Era un tipo de pelo moreno y grasiento, que llevaba recogido en una coleta, de nariz larga y ganchuda, y de facciones infantiles, que contrastaban con las cicatrices que le poblaban la cara.
—Mi viejo amigo, “Cangrejo”, pues así te haces llamar ahora, si no me equivoco —continuo el pequeño hombre, abriendo los brazos, como si quisiera dar un abrazo al gigantón, pero sin acercarse.
—El Cuervo… —alcanzo a decir Cangrejo, casi sin creérselo.
—Así es, en carne y hueso. Y como decía, debéis disculparles, pues no sabían que se enfrentaban a dos hechiceras. A las que han puesto un buen precio. Y a las que no dudaremos en disparar, si se les ocurre abrir la boca, aunque sea para darnos los buenos días.
—Así que has trasladado tu nido, ¿eh, Cuervo? Las cosas no te debieron ir muy bien en Terranevada, entonces.
—Oh, al contrario, al contrario. Me ha ido tan bien que ahora estoy expandiendo el negocio. Pero no hablemos del pasado, hablemos del presente. Por ti, mi viejo amigo, desgraciadamente, no pagan nada. Ni tampoco por tu joven… aprendiz, hijo, amante, lo que sea. Solo nos interesan ellas.
Lysandra se dio cuenta de que Cangrejo apretaba los dientes, mirando al hombrecillo con furia, y que Verruga se llevaba lentamente la mano hacia donde escondía sus dagas.
—Pero os dejaré vivir, por los viejos tiempos, siempre y cuando no os entrometáis. Así que sed buenos y largaos de la ciudad, os doy hasta el anochecer. O mañana vuestros cuerpos aparecerán en el río, flotando hacia el mar. Y aconsejad a las damas que no hagan nada extraño. Pagan más por ellas vivas, pero el precio si entregamos solo los cuerpos tampoco está nada mal.
Estaba claro que, de un momento a otro, Cangrejo saltaría hacia ese despreciable hombre. Lysandra puso su mano sobre su hombro, y le dijo, mirándole a los ojos.
—Maese Cangrejo, aceptad la oferta. Ahora estamos en desventaja. Nosotras acompañaremos a los… señores, sin oponernos. Vosotros debéis continuar. Buscad a Edel, y todo se arreglará.
—Pero, no sabéis lo que decís, estos hombres…
—Nos tratarán con respeto, o sabrán lo que es enfrentarse a una hechicera enfurecida, ¿verdad? —dijo Lysandra, girándose para mirar directamente al Cuervo. Este asintió, con una leve reverencia.
—No lo dudéis, se os tratará con el debido respeto. Ahora venid en silencio con nosotros. Y a ti, mi querido “Cangrejo” te dejo en compañía de Ricitos y de Tejadillo, para asegurarme de que no nos seguís. Después, sois libres de iros.
Zarinia se puso a su lado, en silencio, no sin antes mirar angustiada a Verruga, que fue a dar un paso hacia ella, aunque se lo impidió la pinza metálica de Cangrejo, que interpuso en su camino. Al momento en que Lysandra se disponía a acercarse a los bandidos, Cangrejo le susurró al oído:
—En cuanto os alejéis, estos hombres intentaran matarnos. No os preocupéis, no tienen nada que hacer contra nosotros. Después, encontraremos a vuestra madre, y a Palillo. Y os rescataremos, no lo dudéis.
—Comprendo, Brisur. Pero recordad qué es lo más importante. No pongáis en peligro la misión por nosotras. Si las cosas se ponen feas, lucharemos. Y nos llevaremos por delante a todos los que podamos.
—Eso espero, si se da el caso. Confío en que no tengamos que llegar a eso—respondió Cangrejo, con media sonrisa.
Tras esto, se unieron al grupo de ladrones. Lysandra hecho la vista atrás, una última vez. Vio a Cangrejo y a Verruga, quietos, mirándolas mientras se alejaban calle abajo. Y a los dos ladrones que les acompañaban, sacando sus espadas y acercándose a ellos por la espalda. Fue lo último que pudo ver, antes de que las cubrieran la cabeza con unos sacos malolientes y las metieran en un carromato cerrado que las esperaba al final de la calle.