Tenía que reconocerlo: Edel cocinaba de maravilla. Rendel engullía con fruición del cuenco de madera, y era la segunda vez que lo rellenaba. Cena muy tardía, por cierto. Aunque aún quedaba mucho por hacer, pudieron adecentar el lugar lo suficiente como para poder usar las estancias con comodidad. Todos habían podido bañarse, cambiarse de ropa y sentarse en la mesa del salón inferior, y así cenar antes de irse a descansar. No hablaban mucho. Algún que otro “pasadme el pan” o “acercadme la sal, por favor”. Por lo demás, todo era el ruido de los cubiertos, los vasos, y el crepitar de la chimenea.
Alzó la vista del cuenco por un momento para observar al resto de los comensales. Edel comía con lentitud. Aunque notaba que no le quitaba ojo de encima, cuando él no miraba. La dichosa mujer no le iba a dejar estar tranquilo un rato con Zari. Era como un buitre, siempre acechante. Además, parecía que tampoco le caía bien a su gato, ese engendro negro del infierno, cuyas zarpas afiladas, ya le había causado algún que otro arañazo. “Señor Uñitas”. Bicho endemoniado. Se dio cuenta de que hacía un buen rato que no le veía. Desde que Edel le soltara de su jaula, el gato se perdió por la casa. Mejor. O peor. No estaba seguro si era preferible tenerle lejos, o cerca, para saber dónde andaba.
Junto a él, se encontraba Palillo. Su padre, por decirlo de alguna manera. Era la persona que más admiraba. Quizás, algún día, llegaría a ser como él. Comía serio y pensativo, lo habitual en él. Aunque sus aires desgarbados en la mesa le delataban como alguien no muy acostumbrado a los lujos y a las maneras de la burguesía. Lo hubiera tenido difícil para hacerse pasar por cortesano.
En contraste, Lysandra era la encarnación de la elegancia. Cada movimiento, desde llevar la cuchara a los labios hasta la forma en que sostenía la servilleta, desprendía gracia. Podría haberse codeado sin problema alguno incluso con la realeza. Sus modales eran exquisitos. Comía con refinamiento y formalidad, ajena a todo. O a casi todo. Juraría que la pilló un par de veces intercambiando miradas cómplices con Palillo. Había algo entre ellos, algo sutil y bien disimulado. Se les veía muy cordiales últimamente. «Que andarán tramando estos dos», pensaba para sí.
Por último, observó a Zari, a la que Edel había sentado al otro lado de la mesa, sin ningún disimulo. Compararla con Lysandra, era comparar la noche y el día. Tenía las mejillas rojas como tomates, y comía a dos carrillos, con los codos en la mesa, para desesperación de la anciana, que no cesaba de recordarle que se debía comportar como una dama. Zari no hacía mucho caso. Le devolvió la mirada, sonriente, con la boca llena.
Eso era lo que más le gustaba de ella. Sí, sin duda estaba enamorado. Había rondado a algunas chicas antes. Bueno, no muchas, en realidad. Aunque era un chico guapo, o eso le decían, era bastante tímido, y le costaba hablar con los desconocidos. Y más si eran mujeres. Pero con Zari era diferente. Se sentía cómodo y seguro cuando se encontraba a su lado. Además, ella sabía leer, era inteligente, y conocía un montón de cosas. Y lo mejor, es que siempre tenía una sonrisa en la cara; le iluminaba el espíritu, llenándole de una alegría que hacía mucho no experimentaba.
Terminaron la cena, y enseguida la anciana se puso a recoger la mesa y a llevar los cacharros a la cocina, en una sucesión de paseos rápidos, para lavarlos, enjuagarlos, secarlos, y colocarlos de nuevo en las repisas. Le daba la impresión de que la buena mujer intentaba mantenerse ocupada, como si estuviera buscando la forma de no permanecer con el resto en la sala. Hasta mandó a sus hijas fuera de la cocina. “Ya me apaño yo, Zari. Vete con los demás, fuera. Anda. Vamos, que me estorbas”, se la oía decir.
Mientras tanto, Alaric reposaba en una mecedora de madera junto a la chimenea, tomando una copa de licor. Lysandra estaba medio recostada en un sofá, que habían cubierto con viejas mantas. Parecía pensativa y ausente. A él, con su naturaleza inquieta, no le apetecía mucho sentarse en ese momento, así que se puso a curiosear entre los estantes de los armarios. Estaban llenos de libros polvorientos, tarros de porcelana blanca con cosas escritas, figuras de pájaros de todo tipo tallados en madera, y otras curiosidades y tesoros mundanos que se habían ido acumulando sobre las repisas durante años.
Tomó un libro con cuidado. En varias ocasiones llegó a tener alguno uno de estos entre sus manos, pero no para leerlo, pues no sabía, sino para venderlo. Había gente que pagaba buenos precios por esos montones de hojas encuadernados. Sopló la cubierta de cuero, levantando una pequeña nube de polvo. Tenía una serie de inscripciones, y un relieve de lo que parecía una flor. Después, lo abrió lentamente, con cierto temor a romperlo. Montones de letras sin sentido para él. Aunque le gustaba el olor a papel. Siguió pasando páginas, y se encontró unos bonitos grabados a tinta de diversos tipos de vegetales. Continuó explorando el libro, mientras observaba con detenimiento los dibujos. Incluso le pareció reconocer alguna planta de las ilustraciones.
—Ese es el estudio de botánica de Thornus. El tercer volumen, el que trata sobre la vegetación al sur del Diente, por si queréis saberlo —dijo Zari, haciéndose la interesante, con las manos cruzadas a la espalda. Se le había acercado por detrás en silencio, para espiar lo que andaba haciendo.
Rendel dio un pequeño respingo, pero sonrió al oír su voz.
—Vaya, es muy bonito. ¿Y hay más volúmenes?
—Sí, unos quince. El tal Thornus era un obseso de las plantas. No es de mis autores favoritos, la verdad. No sabía que mi madre tuviera toda la colección aquí. Vale su peso en oro —respondió la muchacha, mirando despreocupadamente la fila de volúmenes. Después, le susurró una confidencia al oído—. No se lo digáis a ella, pero nunca he pasado del décimo capítulo del primer tomo. Es un auténtico tostón.
—¿En serio? Pues a mí me parece muy interesante.
—Eso decídmelo cuando os encontréis la quinta subespecie de acacia blanca verrugosa, que se diferencia levemente del resto por la disposición morfológica y ramificación de las venas y forma exterior de los lóbulos del borde de sus hojas. Acabaréis a punto del suicidio, os lo aseguro —replicó ella, riendo.
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—Los dibujos son bonitos. ¿Qué más libros hay aquí?
—Vaya, interesante. Una mente curiosa. Mirad, este es de mis favoritos. Tenemos otra copia en Verdemar —dijo la muchacha mientras arqueaba una ceja, apreciando su curiosidad. Alcanzó un pesado volumen de un estante elevado. Su desgastada encuadernación denotaba que había sido más usado —. Es el tratado de medicina de Jhusaria Delnall. También tiene unas ilustraciones muy detalladas.
A Rendel, esos dibujos no le gustaron tanto. En lugar de encontrar bonitos grabados de plantas y flores, se topó con cuerpos desollados, órganos al desnudo, músculos y huesos expuestos con un realismo brutal. Lanzó una mirada de desaprobación divertida hacia Zari.
—¿En serio esto es lo que os gusta, de verdad? —bromeó—. Parece un libro de un carnicero.
—Qué tonto. Es medicina. Anatomía, más bien. Hay que saber cómo funciona un cuerpo, para poder arreglarlo —pasó unas cuantas páginas, y señaló con el dedo una ilustración de una pierna, con los músculos y venas trazados con detalle quirúrgico —. Mirad, este capítulo trata sobre la musculatura de la pierna. ¿Veis? Aquí es donde os dio el dardo de la ballesta, y os atravesó estos músculos. Si se hubiera desviado un poco más hacia arriba y al interior, os habría alcanzado una arteria. Y estaríais muerto.
—Gracias por tranquilizarme —respondió él, con cierto tono burlón. Aunque por un momento, pareció notar un pinchazo en la herida. Ella rio suavemente, divertida por su reacción.
—Mirad, os puedo enseñar algún otro libro. Ese de ahí arriba es…
—Pues ya está, ya he acabado —interrumpió Edel, saliendo de la cocina con una sonrisa de alivio, secándose las manos con un trapo —. Creo que es hora de que vayamos a descansar. Mañana tenemos mucho que hacer.
—No, madre —dijo en ese momento Lysandra, con tono serio, enderezándose de su asiento —. No vais a seguir postergando esto. Ya es hora de que cumpláis vuestra promesa y nos contéis todo aquello que nos ocultáis.
La sonrisa de Edel se disolvió en una expresión grave y apesadumbrada. El resto se quedó en silencio. La tensión casi se podía agarrar con las manos. Rendel se fijó en Zari, que se había quedado muda. Tenía los ojos abiertos como platos.
—¿De qué está hablando Lysa, mamá? ¿Qué es eso que nos tienes que contar? —pregunto la muchacha, sorprendida por completo.
La anciana se vio rodeada y acosada por las miradas de todos. Por un momento, parecía que iba a darse la vuelta y salir corriendo. Cerró los ojos, y soltó un suspiro. Después, se dirigió con lentitud hacia la chimenea, hasta sentarse en la otra mecedora, frente a Palillo.
—Es una historia tan larga. Y estoy tan cansada… —balbuceó Edel, como si buscara una última excusa.
—No podemos seguir así, madre. No paro de pensar en las cosas que nos podríais estar ocultando, y cada pensamiento que me viene a la mente, es peor que el anterior —lamentó Lysandra, levantándose del sofá y cruzando las manos en un gesto de súplica.
Edel se recostó en la mecedora, cerró los ojos y se llevó las palmas a la cabeza, como si sufriera un dolor en su interior.
—Está bien —dijo al fin, suspirando —. Es algo que tarde o temprano sabía que llegaría. De todas formas, mis niñas, os merecéis la verdad.
Lysandra se volvió a sentar a un lado del sofá. Zari se colocó al otro extremo, con expresión expectante. No se esperaba nada de esto. Rendel se apoyó en una de las orejas del asiento, junto a la muchacha. Notó como ella le agarraba la mano, con fuerza. Temblaba. Edel lanzo una mirada cansada hacia Alaric
—Por favor. Contadles lo que os dijo la entidad cuando os encontrasteis con ella la noche pasada.
—¿Cómo? —saltó Lysandra, sorprendida —. ¿Estuvisteis hablado con… esa cosa, y no nos lo habéis dicho?
—Así es —asintió Palillo, con gravedad. Apoyaba su mentón sobre las manos cruzadas, mientras miraba fijamente a Lysandra —. Seré breve. Me dio un plazo de cinco días para rescatar a Cangrejo, en el templo de la Serpiente. Después, acabarán con su vida.
Se hizo un silencio pesado, solo interrumpido por el crepitar de la leña. Alaric volvió a Mirar a Edel, y esta le devolvió un gesto de asentimiento.
—Aparte, me contó que ella no es vuestra madre, en realidad…
¿¡Que!? ¿¡Cómo!? ¡Esa bruja os ha mentido! ¿Pero qué tontería es esa? No debisteis escucharla. La muy zorra miente. Es mentira. ¿Cómo se atreve? Una mentirosa. Zorra. Puta. Mentirosa. Mentirosa.
Las dos hermanas estallaron en una verborrea incomprensible, saltando del sofá, para empezar a dar vueltas por la sala, levantando las manos, gesticulando, enfrentándose al pobre Palillo, que se hundió en la mecedora, asustado por la reacción.
—Shhh. Por favor, hijas mías. Calmaos. Lo que dice es cierto. Esa cosa no ha mentido.
—¿Qué…?
Lysandra se quedó petrificada, de pie. Su cara solo podía expresar incredulidad. Zari se dejó caer en el suelo, y ahí permaneció sentada, con la boca abierta, al borde de lágrimas.
—Por favor. Tomad asiento y escuchad —volvió a pedir la anciana, levantando una mano —. Es cierto. No sois mis hijas biológicas. Yo nunca he podido engendrar… ni aun aplicando todos mis conocimientos y mi poder. Mi maldición, y mi bendición, al mismo tiempo.
—Pero ¿entonces? De… ¿De quién? ¿Quiénes son nuestros padres? —balbuceó Zari, en un susurro.
—¿Eso quiere decir que no somos las herederas? ¿No seremos las Guardianas? —musitó Lysandra, sin poder apartar la vista de su madre.
—Pero ¿somos hermanas? ¿O no? Eso explicaría por qué parecemos tan diferentes. Siempre lo había sospechado… —continuó Zari, para sí.
—¿Qué demonios quieres decir? —respondió Lysandra indignada, mirando a su hermana con el ceño fruncido.
—Por favor. Escuchadme. Entiendo que tenéis muchas preguntas. Pero os contaré todo desde el principio. Espero poder aclarar esto —suplicó finalmente la anciana, su voz quebrada por el dolor —. Por favor, no me odiéis. Aún no. Al menos, hasta que os cuente mi historia.
Y tras decir esto, clavó la mirada en Rendel, como atravesándole de parte a parte. Él no supo cómo reaccionar. No había hecho nada, de verdad.
—Y tú, muchacho —señaló con autoridad, aunque cambiando su voz rápidamente a un tono mucho más amable —. Levanta a mi hija del suelo, y ponte a su lado en el sofá, por favor. Agarra fuerte su mano. Creo que lo necesita.