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21 - El nido del Cuervo.

El saco de arpillera que le cubría la cabeza apestaba a cebolla, un hedor penetrante que le irritaba la nariz. Y el retazo de lino que la amordazaba, tampoco es que oliese muy bien; prefería no imaginarse de dónde lo habían sacado. Por otro lado, no estaba segura del lugar en el que se encontraban, aunque intentó contar los giros y desvíos que tomaba el carromato, procurando hacerse una idea mental de hacia dónde las llevaban.

Lysandra se dio cuenta de que daban vueltas sin sentido, quizás para despistarlas, quizás para comprobar si les seguían. Tras un rato bastante largo, el carruaje finalmente se detuvo, y las obligaron a bajar a ciegas. Podía adivinar las sombras de los edificios a contraluz, pero no conseguía distinguir los detalles. Las hicieron andar por una calle durante varios metros. Notaba el suelo frío y empedrado bajo los pies, pues también le quitaron las botas. Eran buenas, de cuero trabajado, pero no pensaba que le hubieran despojado de ellas con el fin de venderlas, sino para entorpecer su huida si tuviese que correr, más bien.

Escuchó el chirriar de una puerta al abrirse, y después las obligaron a bajar a tientas por una escalera de madera, hasta lo que debía ser un sótano subterráneo. El aire se volvía cada vez más frío y húmedo, y el olor a moho y humedad era intenso. Allí, las sentaron y ataron sus manos por detrás del respaldo.

Escuchó a los hombres murmurar entre ellos, y luego algunos se marcharon a la planta de arriba, haciendo crujir los peldaños de madera y cerrando una puerta tras de sí. Oía los pasos por encima de sus cabezas. No sabía muy bien cuántos quedaban allí abajo, con ellas, pues de vez en cuando oía ruidos a su alrededor, aunque costaba identificar su procedencia. Pasó un rato muy largo. Quizás horas. La falta de estímulos hacía que perdiera la noción del tiempo. Pero al final, volvió a oír la puerta, y pasos que bajaban por la escalera.

—Ya nos han contado que para usar vuestras habilidades necesitáis recitar algo y ser capaces de ver a quien queráis embrujar —graznó de nuevo el Cuervo —. No nos obliguéis a cortaros la lengua y a sacaros los ojos. Pagan por entregaros vivas, pero no necesariamente enteras.

—Mmmh, mhmh mhmm —respondió Lysandra.

—¿Eh? No, no voy a quitaros la mordaza, no soy tan imbécil. Intentad descansar, os necesitamos hasta que ese par de tontos vengan aquí. Con suerte, traerán a vuestra madre con ellos. Pero si no, ya tengo algunos hombres que entrarán en la casa en cuanto la dejen sola.

—¡MMMH, MMH, MMHMH!

—Vaya, siento que eso os moleste. No debéis preocuparos, cuando matemos a la anciana, os sacaremos de la ciudad, y os entregaremos al Conde. Tengo entendido que quiere divertirse personalmente con vosotras —continuó el Cuervo, con un tono ligeramente alegre y sádico.

Lysandra notó que el hombrecillo se ponía tras ella. Parecía que la estaba inspeccionando, o algo así. De repente, agarró con fuerza sus pechos desde atrás.

—Por eso no os vamos a tocar, no queremos devaluar el producto —le susurró al oído, con un aliento que apestaba a vino y a pescado podrido —. Pero creedme que no me importaría ser yo el que se divirtiera un poco. Dejaría a vuestra hermana a mis hombres, para que la desvirgaran bien, y yo me quedaría con vos. Vaya, como oléis a mujer. Os aseguro que ibais a disfrutarlo…

Por un momento, Lysandra no dijo nada, ni se movió. Mientras el Cuervo seguía manoseando sus pechos, respirando fuerte sobre su cuello, apartó la cabeza hacia un lado para coger impulso, y la giró de vuelta con rapidez, propinando un cabezazo al hombre. El impacto les dolió a ambos, puede que incluso más a ella, pero al menos se lo pudo quitar de encima.

—¡Maldita puta! —rugió el Cuervo, que la golpeó con un fuerte puñetazo en la cara, haciéndola caer al suelo, junto con la silla —. ¡Tenéis suerte de que la recompensa sea grande, porque si no, no me importaría renunciar a ella para despellejaros viva y daros de comer a los perros!

—¡Mmhh! —intentó gritar Zari, preocupada.

—¡Y tú cállate, mocosa de mierda, o te daré a ti también!

Lysandra notaba que su nariz goteaba, mientras el saco se humedecía con la sangre. La levantaron y enderezaron de nuevo, y notó al Cuervo otra vez a su lado. Sintió el acero de una daga en su cuello.

—Y ahora que lo pienso, quizás me conforme con cobrar solo la mitad, y dejar que mis chicos se diviertan con la muchacha, el resto del día, aquí abajo, mientras la oís gritar —dijo, con tono amenazador —. Me lo pensaré arriba, con una copa de vino. Chicos, vigiladlas. Si hacen algo raro, cortadle el cuello a la rubia.

—Ehm, Cuervo; ¿cuál es la rubia? —preguntó una voz desde el otro lado de la mesa.

—Idiota, la más pequeña. Si tienes dudas, arráncale las enaguas y compruebas de qué color tiene los pelos —respondió el Cuervo, molesto.

Escuchó al desgraciado hombre subir las escaleras, y a otro par, al menos, sentarse cerca de ellas. Después, silencio, salvo algunas voces atenuadas provenientes del piso superior. Notaba la sien palpitar, y que la cara se le estaba hinchando, dolorida. Pero eso era mejor que tener al repugnante hombrecillo al lado.

Pensó en que podía hacer para salir de ahí. Por suerte, el Cuervo no estaba bien informado sobre sus habilidades. Cierto es que el poder hablar facilitaba mucho las cosas, pues los mantras de concentración ayudaban a enfocar la mente. Pero no era algo indispensable. Una hechicera entrenada como ella, podía llegar a realizar los hechizos sin necesidad de hablar, si conseguía centrarse lo suficiente.

Tampoco estaba obligada a ver a su objetivo, aunque era preferible, para controlar a quién o a qué afectaba. Si no, repercutiría en todo lo que entrara en el radio de su influencia, de manera caótica e imprevisible. Así que tenía que buscar una forma de ocuparse de los hombres que la vigilaban, realizarlo en silencio, y evitar causar algún mal a su hermana. Y luego, además, se tendría que liberar de las ataduras. ¡Desde luego que era todo un desafío!

Repasó mentalmente todos aquellos hechizos que podría usar. ¿Dormirles? Eso no haría daño a su hermana, pero la dejaría dormida. Y después, ¿cómo se liberaría? No, mala idea. ¿Obligarles a soltarlas? No tenía muy claro en qué forma afectaría eso a Zarinia. Además, dominar mentes la dejaría agotada, y en cuanto los hombres cumplieran la orden, volverían en sí y las matarían. ¿Telequinesis? ¿Mover un cuchillo o una daga para cortar las ataduras? No. Rotundamente no. No era especialmente buena en eso. Lo suyo era el control mental. No, "dominar voluntades" sonaba mejor. Y para mover cosas con la mente, necesitaba ver con claridad el objeto a manipular, o acabarían todos volando por la sala.

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Continuó pensando un rato, hasta que, de repente, tuvo una idea. Era algo arriesgado. Una locura, incluso. Tendría solo una oportunidad, pero la situación no era para menos. Y en ese momento, era lo mejor que se le ocurría. Intentó olvidarse del dolor, de las palpitaciones en su cara, de los olores, de las cuerdas que atenazaban sus muñecas. Se concentró, cerrando su mente al exterior, hundiéndose profundamente en su consciencia interior, en su oscuridad personal. Su respiración se volvió más fuerte y pausada, cosa que debieron de notar sus vigilantes, pues sintió que se levantaban de las sillas.

Pero el hechizo ya estaba en marcha. Hasta ahora, nunca había logrado algo tan complejo. Siempre había proyectado órdenes simples: "Tráeme aquello", "Abre la puerta", "Duérmete", "Llévame estos cacharros"… Después de eso, su control terminaba. Su madre le había demostrado cómo controlar mentes de manera más profunda, pero ella nunca había conseguido hacerlo. Aun así, debía intentarlo.

Se trataba de introducir algo más profundo que una orden directa. Un sentimiento, un recuerdo. Un deseo que haría que la persona mantuviera su voluntad, pero enfocada hacia el objetivo que ella necesitara. Iba a influir en las mentes de todos los que estuvieran a su alrededor, no para obligarlos a liberarla, sino para convencerlos de que debían protegerla y ayudarla a toda costa. El esfuerzo era inmenso, pues no podía concentrar su poder en una mente en particular, y lo que pretendía era lo más complicado que había intentado en su vida. Pero debía resistir. O tenía éxito, o morirían allí mismo.

Se concentró, se esforzó, y usó todo su Poder, hasta el punto de que su nariz volvió a sangrar. Y cuando estaba a unos instantes de desfallecer, notó como alguien cortaba sus ataduras, y retiraba el saco de su cabeza. Alcanzó a ver a su hermana sujetándola para que no cayera de la silla, y a sus dos vigilantes, ahora de su lado, cubriendo las escaleras con las espadas desenvainadas. El efecto del hechizo no duraría mucho, así que debían actuar con rapidez.

—No te preocupes, Lysandra, te protegeremos como sea. No dejaremos que nadie te haga daño, y te sacaremos de aquí —dijo Zarinia, mientras le quitaba la mordaza.

—Lo sé, y lo siento, Zari —respondió Lysa, en voz baja. Perdóname por haberme metido así en tu cabeza, sabes de sobra que es algo que he llegado a odiar. Pero no tenía otra opción. Y ahora, escúchame bien. Aunque en este momento creas que estos hombres son amigos tuyos, quiero que recuerdes quiénes son realmente. Son nuestros captores, y nos van a matar. Haz memoria, por favor. Debes volver a ser tú, antes que ellos… vuelvan a ser ellos.

Zarinia miro a su hermana, extrañada, como si no comprendiera muy bien lo que le estaba diciendo.

—Pero Lysa, si son ellos. Son nuestros amigos.

—Ya, ¿y cómo se llaman? ¿De qué les conoces? —respondió Lysandra, extenuada.

Zari se quedó mirando a ninguna parte, confundida, pensando, mientras los engranajes de su cabeza volvían a conectarse de nuevo. Abrió la boca, pretendiendo decir algo, pero no llego a emitir ningún sonido, después miró a los hombres, extrañada, y al momento, puso los ojos como platos, al volver en sí.

—¿Qué hacemos con ellos? ¿Cuánto tiempo van a estar así? ¿Qué hago, Lysa? —estalló de repente, en un ataque de ansiedad.

—Tranquila, al menos se quedarán así unos minutos más. No te harán daño, de momento. Quítales las dagas. Y los tendrás que matar, antes de que recuperen su voluntad —dijo Lysandra, intentando mantenerse despierta.

—¿Qué dices? ¿Así, a sangre fría? No, no puedo. Además, son nuestros amigos. No, espera, no lo son. Pero no los voy a matar de esta manera. Yo… no puedo —gimió Zarinia, que de repente se puso a temblar, al borde de las lágrimas. Su mente aún luchaba por recuperarse.

—Zari, yo estoy muy débil para hacerlo, casi ni puedo levantarme. Ahora no opondrán resistencia. Si dudas o esperas, nos matarán a las dos.

—Pero… pero yo… Yo nunca… —balbuceó la pobre muchacha, alejándose con temor hacia una esquina —. ¿Y si les hechizo?

—¿Qué vas a hacer, una ilusión para que piensen que ya no estamos aquí? Darán la alarma, y no habrá servido de nada. Acabarás agotada, además, y te necesito con todas tus fuerzas —rogó Lysandra, cogiéndola las manos y mirándola a los ojos —. Por favor, Zari, las dos dependemos de ti. Son ellos, o nosotras.

Zarinia asintió, insegura, y se acercó por la espalda a uno de los bandidos, que se giró en cuanto notó que le sacaba la daga de la vaina.

—Buena idea, chica. Mejor que estéis armadas para cuando bajen —dijo el hombre, sonriéndola.

En ese momento no parecía mal tipo. No muy mayor, de facciones duras y marcadas, con una barbita de chivo, aunque de mirada brillante. Lysandra vio cómo su hermana agarraba el arma con fuerza. Pero ésta empezó a temblar en sus manos. No, no era el arma. Era Zari, que temblaba toda ella.

—¿Qué te ocurre, amiga? —preguntó el otro hombre, que también se había vuelto para ver que hacía.

Éste era más bajito y pesado, casi calvo, con unas facciones más simplonas y redondeadas. Amagó una sonrisa, pero de repente, una duda cruzo por su cara.

—Espera un momento. ¿Qué haces tú con esa daga? Y además…

—¡Hazlo ahora, Zari! ¡No queda tiempo! —gritó Lysandra, mientras intentaba levantarse a duras penas de la silla. Si su hermana no podía, tendría que hacerlo ella, como fuera.

La muchacha apartó la vista del tipo de la barbita, y dio un paso adelante. La mirada de éste perdió de repente el brillo, y su expresión cambio a sorpresa, cuando se dio cuenta de que la muchacha le había atravesado el corazón con el puñal.

—Lo… lo siento —fue lo único que pudo decir Zari, con los ojos cubiertos por las lágrimas, mientras el hombre caía al suelo fulminado.

El otro se quedó horrorizado y confuso, apartándose de la muchacha e interponiendo su espada.

—¿Por qué? Somos camaradas. Espera… No… Tú… ¿Qué me habéis hecho? ¡Socorro!

Lysandra, alarmada, escuchó voces y pasos correr en la planta de arriba. Ya estaba, habían perdido. Quizás Zari pudiera hacer algún hechizo contra los primeros enemigos que bajaran, pero no podría con todos. Y a ella no le quedaban fuerzas. Aunque lucharía hasta el final. Se arrojó gritando sobre el sorprendido hombre, para que no pudiera usar su espada, y ambos cayeron al suelo. Mientras, la muchacha se abalanzó encima, en un arrebato de furia histérica, clavando una y otra vez la daga en la espalda del rufián, que no paraba de aullar, pidiendo auxilio.

—¡Corre, Zari! ¡Sálvate! —intentó gritar Lysandra. Pero su voz salió en un susurro casi imperceptible.

Todo se tornaba más oscuro. Le faltaba el aliento. Sentía un profundo dolor junto al pecho. Era la espada, que se le había clavado en el costado, al caer. Permaneció tumbada sobre la húmeda paja que cubría el suelo, mirando al techo, cubierta con el cuerpo del pesado hombre, que ya no se movía ni chillaba. Se fijó en su hermana, acurrucada junto a ella, que lloraba y gritaba, aunque no conseguía escucharla. Intentaba apartar el cuerpo, para liberarla, pero no podía. Unos brazos fuertes la arrancaron de su lado, y la siguió con la mirada, mientras varios bandidos la arrastraban pataleando, escaleras arriba. Parecía que el tiempo se ralentizaba, y que todo ocurría cada vez con más lentitud. Más oscuridad. Más silencio.

Mientras el mundo se apagaba a su alrededor, pudo ver al Cuervo, que se puso en cuclillas a su lado, y la dijo algo, aunque no llegó a entenderlo. Solo veía que movía los labios. Ya no escuchaba nada. La escupió en la cara, y desenfundó su daga. Notó levemente el frío acero sobre el cuello, y aguardó al tajo fatal. Creyó oír a su hermana, gritando: “¡Basta! ¡Parad! ¡DETENEOS!”. O más que escucharla, parecía sentirla en su cabeza. Lo último que alcanzó a ver, antes de desvanecerse, fue la imagen borrosa del Cuervo, junto a ella, con la mirada fija y una expresión extraña. Inmóvil.