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27 - La cabaña de la hechicera.

El camino por el que transitaban, más trocha que senda, atravesaba un extenso y umbrío bosque de pinos y acacias, que cubría toda el área desde la costa oeste, a las montañas del Cuerno, al este. A partir del momento en el que dejaron atrás el camino hacia Vallefrío, era casi lo único lo que habían podido encontrar a su alrededor. Una sucesión continua de árboles y arbustos asalvajados, de todos los tamaños y formas, que parecía no tener fin.

Aunque marcharon sin descanso durante la noche y la mañana, no se detuvieron hasta que Alaric pensó que estaban lo suficientemente apartados y ocultos de posibles perseguidores. Pararon finalmente en una pequeña depresión en el terreno, un claro natural rodeado por helechos y arbustos de hojas gruesas. Juntarían el desayuno con la comida, pues casi era mediodía. Y después descansarían un par de horas. Si Edel estaba en lo cierto, podrían alcanzar su cabaña al anochecer.

En verdad, si al partir desde Verdemar hubieran tomado un camino recto hacia el oeste, habrían llegado en menos de una jornada. Pero tendrían que haber usado alas para pasar por encima de las montañas. Y aunque existían senderos que atravesaban entre los riscos y las cordilleras, eran recorridos peligrosos y traicioneros, que se perdían en los valles interiores. Este rodeo por el sur era el trayecto más seguro y rápido, en resumidas cuentas.

Alaric liberó a Regino de su silla, y le dejó que pastara a sus anchas entre los puñados de hierbas altas que surgían junto a las grandes piedras que salpicaban la zona. Los demás hicieron lo propio con sus monturas, y se dispusieron en corro bajo la sombra de los árboles, junto a una improvisada hoguera. Todo era silencio, salvo el crepitar de la leña, el cantar de los mirlos y los pinzones, y algún graznido lejano de gaviotas, que les recordaba que cada vez se aproximaban más a la costa.

La comida la preparó Edel. No fue abundante, pero sí bastante sabrosa. Carne guisada con patatas y zanahoria. Acompañada de vino especiado. Y algo de queso para el postre. Tras esto. Alaric se permitió relajarse un rato, apoyado contra el rugoso tronco de un árbol. Cerró los ojos, e intentó no pensar en nada. Dejó que los sonidos del bosque y los aromas a pino y madera quemada le acompañaran en su viaje, al mundo de los sueños.

Tuvo pesadillas intranquilas, de esas que no se recuerdan al despertar, pero dejan una amarga sensación. Además, debió roncar bastante, porque sintió unos codazos en el costado en un par de ocasiones. Aun así, siguió durmiendo. Estaba destrozado. Todo el cansancio acumulado se le había venido encima en ese momento, y no disponía ni de las fuerzas ni de las ganas para levantarse. Otra vez los codazos. Refunfuñó molesto, y se giró en el suelo. Esta vez, quien le estuviese intentando despertar, le meneó con fuerza, levantándolo incluso por las solapas de su jubón.

—¡Palillo, despierta! Vamos, se nos hace tarde. Te hemos dejado dormir más porque parecías necesitarlo, pero debemos continuar —le dijo una voz que tardó unos momentos en asociar a Verruga, tal era su neblina mental tras la larga siesta.

—Que, ¿qué hora es? ¿Por qué está todo tan oscuro? —masculló, con la boca seca. Las sombras se habían alargado demasiado, y el cielo lucía un tono anaranjado.

—Es el atardecer. Ese par de horas que pensabas descansar se han convertido en casi seis. Queda muy poco para que anochezca —respondió el joven, sonriendo.

—¿En serio? ¡Dioses! Tendríais que haberme despertado. Ahora nos tocará viajar por este bosque salvaje de noche. Y ni siquiera hay sendero.

Alaric se intentó levantar precipitadamente, pero el cuerpo aún no le respondía bien. Edel se acercó a él, y le puso su mano sobre el hombro, para calmarle.

—No os preocupéis por eso. Estamos más cerca de lo que pensaba, y conozco el camino bien —dijo la anciana, con tono tranquilizador —. Antes de que llegue el día de mañana podréis dormir en una cama de verdad.

Alaric no estaba muy convencido. La cabaña de Edel. Hacía años que no la visitaba, en medio de este bosque indómito. Esperaba encontrarse un chamizo derruido. Sin nadie viviendo allí, que la cuidara y arreglara, sería presa de la naturaleza agreste de la zona. La idea de dormir entre ruinas no le atraía demasiado. Le extrañaba, en cambio, la confianza que expresaba la anciana.

Se incorporó y se dispuso a recoger sus cosas. Aunque prácticamente, ya habían hecho todo el trabajo por él. Hasta ensillaron de nuevo a Regino. Se detuvo un momento para observar otra vez a sus compañeros. Verruga y Zarinia charlaban de forma animada entre ellos, con la alegría que proporciona la inocencia y la juventud. Sonrió con nostalgia. Era una imagen que le traía recuerdos de tiempos más felices. Cerca andaba trasteando Edel que, aunque parecía estar terminando de colocar las alforjas a su caballo, no le quitaba el ojo a la pareja. Vigilaba que sus gestos afectuosos no llegaran a ser demasiado entusiastas y efusivos. Era una chaperona tenaz.

Y, por último, se fijó en Lysandra, que se encontraba ensillando a su querido Panecillo. Parecía seria y agotada. Pero mantenía su elegancia y altivez natural. De no ser por las ropas sucias del camino, el cabello despeinado y la expresión fatigada, podría haber pasado por una rica cortesana. Por una Reina, incluso. No había dicho casi nada desde que les encontró discutiendo, a él y a su madre, la noche anterior. Probablemente, no llegó a enterarse de lo que estaban hablando, aunque debía sospechar que era algo de lo que preocuparse. De repente, ella se giró hacia él y le devolvió la mirada, con sus profundos ojos verdes aceituna. Se mantuvieron así durante unos instantes. Después, apartó la vista, levemente ruborizada. Él notó algo en su interior, como una ebullición efusiva, pero apretó los dientes y no dijo nada. Subió a su montura, y se dirigió a Edel:

—Muy bien. Pues entonces sois vos quien lideráis ahora al grupo. De todas maneras, tened cuidado con las ramas y las raíces, sobre todo cuando Sunno termine por ocultarse tras el horizonte, y solo nos quede la luz de las Damas. Hay demasiados árboles haciendo sombra, y apenas nos llegará algo de luz.

—Confiad en mí, Alaric. Puede que sea una vieja arrugada, pero mi vista es aún bastante aguda. ¿Verdad, Zarinia?

La muchacha se giró rápido al oír su nombre, sorprendida. Su cabeza había estado demasiado cerca de la del jovenzuelo rubio. Hizo una leve reverencia y sonrió cortésmente, para acto seguido subir a su caballo, mientras Verruga intentaba hacerse el despistado.

Prosiguieron el camino bajo el cielo nocturno, que esa noche en particular lucía cierto tono violáceo. Todo lo que les rodeaba eran formas oscuras, difíciles de identificar hasta que las tenían cerca. La vegetación era cada vez más densa, llegando al punto de que poco después de una hora tuvieron que desmontar y continuar a pie, para evitar golpearse y arañarse con las ramas sobre sus cabezas.

Edel zigzagueaba entre los árboles y las enormes rocas de granito, que en cierta manera definían el trayecto. Poco dijeron, salvo alguna que otra maldición al tropezar con las raíces, o rozarse la cara contra una rama baja. El entorno era cada vez más sofocante. Incluso los caballos andaban inquietos y molestos por tener que cruzar por una zona tan incómoda. Tras casi otras dos horas de trayecto, en las que avanzaron bien poco, la anciana les hizo cambiar el rumbo, pasando entre dos piedras alargadas, similares a un par de columnas. Cuando llegaron a su altura, Alaric observó que no estaban puestas allí por casualidad casualidad, y pese a la oscuridad, pudo ver que su superficie se encontraba tallada con algún tipo de símbolos e inscripciones.

Al poco, se toparon con un muro inmenso formado por grandes rocas que se apretaban las unas contra las otras, cubiertas por musgo y líquenes. A simple vista, no parecía haber manera de cruzarlo, pero Edel bordeó el perímetro durante aproximadamente cien varas hacia el norte, hasta llegar a un paso oculto. Era muy difícil de ver a simple vista, pues estaba escondido tras un montón de arbustos enrevesados, y además bastante estrecho, suficiente para un caballo, pero poco más. Atravesaron en fila el angosto pasadizo, que se adentraba culebreando entre el grueso muro, para desembocar en una planicie circular. Un circo natural de unas trescientas varas de diámetro, rodeado completamente por una muralla de enormes formaciones de granito.

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Aun con la escasa claridad, Alaric se fijó en la poca vegetación que crecía allí dentro. Quizás debido al gigantesco pino milenario que se alzaban en el centro de la extensión, cuya copa se recortaba contra el estrellado cielo, superando en altura a todo lo que le rodeaba. Se imaginó que, durante el día, arrojaría tanta sombra sobre la extensión que no permitiría el crecimiento del resto de plantas. El suelo estaba tapizado por una gruesa capa de agujas secas, que crujían levemente al pisar sobre ellas. Aunque resultaba agradable, tras el largo trayecto sufriendo piedras. El aroma a pino era especialmente intenso en esa planicie, ya que el viento era mucho más suave que en el exterior, e incluso la temperatura era más agradable. Esa especie de fortificación natural parecía tener su propio clima.

Pasaron junto al gigantesco árbol, y Alaric se quedó estupefacto. Se encontraron con una fachada de piedra rectangular, de dos plantas, embutida entre dos de las titánicas rocas que formaban el perímetro. Un trabajo fino de masonería, con una gruesa puerta de madera reforzada en el centro, y ventanas protegidas por rejas de hierro forjado a cada lado. En la segunda planta, la disposición parecía ser la misma, salvo que, en vez de entrada, surgía un pequeño pero elegante balcón, con la repisa construida también con metal.

—No era lo que os esperabais, ¿verdad? —le dijo Edel, al ver su expresión de asombro.

—Desde luego que no. Cuando dijisteis que era una cabaña en el bosque, creí que sería…

—La típica cabaña de bruja que todo el mundo imagina. Un chamizo de ramas entre la espesura, cubierto por pieles de animales, y con un techo de paja y musgo. Me gusta que la gente piense eso, es otra medida de seguridad. Involuntaria, pero efectiva.

—Ya veo. Aunque es una cueva, en realidad.

—Y muy agradable. Y profunda. Desgraciadamente, creo que nos va a tocar limpiar bastante polvo, después de tantos años. Espero que las termitas hayan perdonado a mis pobres muebles.

Edel saco una gruesa llave de hierro del bolsito de su cintura, y la introdujo en la cerradura. Sin embargo, no se abrió. Puso ambas manos sobre ella, gruño por el esfuerzo, y empezó a murmurar de forma inteligible.

—¿Es una puerta mágica? ¿Hay que decir la contraseña, o algo así? —preguntó inocentemente Verruga.

—Aceite —contestó Zarinia.

—¿Aceite? Vaya contraseña más rara.

—No, que a los goznes le falta aceite —respondió la muchacha, con un suspiro —. Esa puerta lleva años sin abrirse. Ayúdala a empujarla, por favor.

Al final fue necesaria la fuerza de Verruga y Alaric a la vez, pues la madera se había hinchado con la humedad. Les costó una barbaridad abrirla. Tras varios empujones, chirridos, crujidos y maldiciones, pudieron dejarla entreabierta. Les alcanzó una leve bocanada de aire del interior, que olía un poco a humedad, y a cerrado. Tras esto, cruzaron a la oscuridad, precedidos por Edel, que parecía saber perfectamente hacia dónde se dirigía. Se acercó a una pequeña abertura junto a la entrada. Pronunció unas palabras, y una chispa comenzó a recorrer las paredes, siseando y encendiendo el aceite de todas las lámparas de la estancia. Pudieron ver, al fin, dónde se encontraban.

La sala era rectangular y amplia, con gruesas vigas de madera que soportaban la estructura de la planta superior. Se apreciaba que la mitad de la pared estaba construida con piedra tallada, pero el resto, hacia el fondo, había sido excavada con exquisita pericia directamente en la roca.. A un lado se encontraba una gran chimenea, coronada por una repisa donde descansaban viejos candelabros de cobre. Habría que limpiarla y revisarla antes de encenderla, ya que el suelo en esa parte estaba cubierto por agujas de pino, que se habían ido colando desde el exterior.

Iban dejando huellas en las baldosas del piso sobre la fina capa del polvo acumulado tras tantos años de abandono. Los muebles estaban cubiertos por grandes telas de lino, para protegerlos, aunque debajo se adivinaban un par de mecedoras, un sillón, una mesa con bancos, y varias estanterías que cubrían las paredes. Una escalera de madera junto a la entrada permitía acceder al piso superior, donde seguramente se encontrarían las habitaciones, y un arco de piedra rústica daba paso a lo que debía de ser la cocina.

«Una casa realmente agradable. Casi un palacete», pensó Alaric. Más de un burgués ricachón de la ciudad hubiera pagado un dineral por poder tener algo como esto. Descubrieron los muebles, mientras Edel correteaba de un lado a otro con una escoba, y cubos de agua humeantes. Porque para su sorpresa, el lugar tenía un sistema de cañerías de cobre verdoso, que proporcionaba agua caliente. La anciana comentó que procedía del subsuelo, a gran profundidad. No era muy buena para beber, demasiada cal. Pero era un lujo que pocos podían disfrutar. Un cálido baño en cualquier momento.

En la planta de arriba, prepararon unas camas con paja y agujas de pino secas, dejando uno de los aposentos para las mujeres, y otro para Verruga y él. Mientras el resto adecentaba la casa, se permitió darse un baño en la gran tina de bronce del cuarto anexo a la cocina, que daba al exterior por un pequeño ventanal de vidrio grueso. Cerro los ojos, y dejó que el calor aliviara la tensión de sus músculos cansados. Aunque el agua tenía su propio olor, algo sulfuroso, no tapaba el aroma de lo que estuviese preparando la anciana allí al lado en ese momento. La mujer canturreaba alegremente, y se la oía trotar de un lado a otro de la cocina, removiendo cacharros y abriendo y cerrando cajones y armarios. Hasta pudo usar una fragante pastilla de jabón que había traído la buena mujer en su equipaje. Olía a flores silvestres.

Estaba a punto de quedarse dormido, abrazado por el agradable calor, cuando escuchó el leve sonido de la puerta de la salita abrirse. El vapor del agua formaba una neblina densa en el pequeño cuarto, pero adivinó la tenue silueta de Lysandra a contraluz.

—Disculpad, creí que ya habíais terminado —dijo ella, confundida.

—Oh, no os preocupéis. Me he demorado demasiado aquí. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de un baño. Enseguida salgo.

Lysandra comenzó a entornar la puerta, para salir, aunque no llego a abatirla del todo. Dudó un momento, y entró, cerrando tras de sí.

—Perdonadme de nuevo, pero aquí no nos escuchará nadie. Os ruego que me contéis aquello de lo que estabais hablando la noche pasada. Llevo todo el día pensando sobre ello, y cuanto más lo medito, peores cosas se me cruzan por la cabeza. —Dio un paso hacia él. Su tono mostraba verdadera preocupación.

—Como os dije, os lo debe contar vuestra madre. Es un asunto familiar. Aunque nos afecte a todos, es algo que tenéis que arreglar entre vosotras.

—Deseo conocer vuestra versión —insistió Lysandra, dando otro paso hacia él.

—¿Mi versión? —respondió, con cierto enojo —. Lo único que sé con certeza es que mi amigo ha sido apresado. Nos hemos jugado varias veces la vida por ese maldito medallón. La guardiana nos oculta secretos que nos pone a todos en peligro. Y que no me queda más opción que dirigirme de cabeza hacia una trampa. Sinceramente, hubiera preferido no haberme cruzado con vos ni con vuestros problemas, jamás.

Lysandra, al escuchar esas palabras, se detuvo. Podía adivinar su expresión entre el vaho, la mezcla de emociones que cruzaban por su semblante: dolor, tristeza y una sombra de enfado. Sus palabras parecían haberla golpeado más de lo que él había previsto.

—Lamento que vuestra vida haya ido a peor desde nuestro primer encuentro —murmuró ella, con un nudo en la garganta —. Si pudiera volver atrás, y deshacer tantas cosas, tantos errores. Lo siento, Alaric. De verdad.

Lysandra se aproximó hasta el borde de la tina. A esa distancia, pudo apreciar que llevaba puesto un camisón de lino fino, suelto, que debido a la humedad, dejaba adivinar las formas de todo aquello que cubría. Ella se percató de que su ropa era más reveladora de lo que había pretendido, y que además, se había acercado demasiado. Al fin y al cabo, Alaric estaba desnudo, aunque la espuma podía llegar a ocultar algo. Se apartó con pudor. Él tomó su mano.

Ella se detuvo, dudando por un momento. Miró de nuevo a Alaric. Una mirada majestuosa. De poder. De confianza. Aflojó el cordón que apretaba la prenda al cuello, permitiendo que el camisón se deslizara por su piel, para revelar su cuerpo al completo. Alaric observó su esbelta figura, pálida, delgada y alta. La herida mortal debajo del pecho, de la que solo quedaba el recuerdo de una cicatriz blanquecina. Lysandra entró a la tina, junto a él. Se abrazaron. Se besaron. Ella se dio la vuelta, y apoyó su espalda contra su pecho. Su piel estaba fría, olía a sudor, y al polvo del camino. Pero a él le daba igual. Apartó su pelo y la abrazó desde atrás, besando su cuello. Acarició sus pechos, mientras notaba como la piel de Lysandra se erizaba. Bajó a la cicatriz, que rozó con cuidado. Después continuó hasta su entrepierna, deslizando su mano sobre el vello. Tentó su vulva con suavidad. Ella gimió levemente. Notaba la excitación, la dureza creciendo entre sus piernas. Pero no hicieron más. Se quedaron abrazados y en silencio. Simplemente disfrutando del contacto de sus cuerpos. De compartir ese momento, esa momentánea isla de paz, rodeada por oscuras nubes de realidad en el horizonte.