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26 - Un cangrejo enjaulado.

«Hijos de mil rameras sifilíticas, vais a lamentar el tenerme aquí encerrado como a un perro, cerdos, mierdas malnacidos». Este era uno de los pensamientos más amables que había pasado por la mente de Brisur durante el último día. Enfadado no era una palabra que pudiera describir su ánimo. Rabioso, quizás, aunque aún no llegaba a representar del todo su estado de ánimo. Colérico sería mucho más apropiado. De haber podido agarrar el cuello de algún soldado cercano, lo habría quebrado como una rama seca. Pero estos se cuidaban muy bien de no acercarse en exceso. Se burlaban de él cuando pasaban junto al carromato, aunque era fácil notar cierto nerviosismo en sus voces, que intentaban ocultar tras las risas y las bromas de mal gusto.

Y tampoco lo tenía fácil para actuar con rapidez, en caso de que se le hubiera presentado la ocasión. La jaula donde se encontraba encerrado apenas le permitía estirarse. No podía ni ponerse de pie. A lo sumo, le daba para tener las piernas medio flexionadas y la espalda encorvada. Seguramente no estuviera pensada para transportar personas. O al menos, personas tan grandes como él.

«Maldita sea mi vida», volvió a lamentarse. Le pillaron de la forma más tonta posible. Se había confiado demasiado, tras comprobar que nadie le seguía desde su partida de Verdemar. Y cuando llegó por fin a la encrucijada, se topó por sorpresa, y con la guardia baja, con una pareja de exploradores que salieron huyendo como conejos en cuanto le vieron. Debieron dar la alarma, porque al poco, tenía a diez soldados a caballo persiguiéndole.

No pudo darles esquinazo. Su montura era fuerte y robusta, pero no especialmente rápida. Le hicieron caer, aunque lejos de rendirse, les plantó frente. En la pelea, consiguió abatir a dos de ellos, y otros tres quedaron malheridos. Pero eran demasiados. Le hirieron y le dieron una buena paliza. Varios cortes de espada y un lanzazo que le alcanzo de refilón. Y cuando le tenían ya apresado contra el suelo, y pensaba que le rematarían en ese mismo lugar, apareció el jodido Conde, con esos ademanes entre niño afeminado y loco enajenado. Ordenó a sus soldados que le curaran las heridas y que le mantuvieran con vida, encerrado en esa mierda de jaula. Estos no tuvieron más remedio que cumplir las órdenes, de mala gana. Además, le desmontaron su pinza metálica, dejándole solo el muñón desnudo. Ya aprendieron de su anterior encuentro en el castillo.

Le sanaron malamente y le encerraron de la forma más incómoda que se les pudo ocurrir. Permaneció en la jaula, recostado y reponiéndose, durante un buen rato. La peor herida, la de lanza, resultó ser más espectacular que grave. Siempre y cuando no se le infectara. «Si pudiera hacerme una cataplasma de ajo, vinagre, romero y árnica…», se lamentó. Después se dio cuenta de que las tropas no abandonaban la encrucijada. Le pareció que no tenían muy claro qué camino tomar, y allí permanecieron durante casi toda la tarde.

Aunque lo peor fue encontrarse con la furcia pelirroja. No la vio cabalgar junto al resto de caballeros, ni tampoco se percató de que se acercara entre los soldados a su jaula. Pero de alguna forma, se plantó al lado de la jaula. Su cabello rojo ondulado caía en cascada sobre sus hombros como un río de sangre. Sus ojos, de un púrpura hipnótico, casi ascuas incandescentes. Terriblemente hermosa. Peligrosamente lasciva. Aunque demasiado delgada, para su gusto. A él le atraían más las mujeres de tetas generosas y trasero abundante.

A ella sí que podría haberle agarrado su cuello de cisne, y habérselo partido como un palillo de dientes. Bastaba con alargar el brazo sano entre los barrotes, aferrar ese pescuezo fino y pálido, y apretar. Pero no pudo. Cuando ella comenzó a hablarle con esa voz suave, casi una caricia en la piel, Brisur sintió que su furia se desvanecía, reemplazada por una sensación de confusión. Las palabras de la mujer no tenían sentido, pero su mirada lo atravesaba, lo desnudaba, penetraba en lo más profundo de su ser. Era como si ella estuviera hurgando en su mente, buscando algo. Intentó resistir, pero le faltaba la fuerza de voluntad para hacerlo. No se acordaba mucho del asunto, sin embargo, guardaba una desagradable sensación en su interior. De alguna forma, era como si ella le hubiese… violado. Mentalmente, claro. Aunque le asaltaban ciertas imágenes que no tenían mucho sentido. Esa mujer, cabalgando desnuda sobre él, de forma salvaje y obscena. Pero no podía ser. No habría podido entrar en la jaula sin la llave. No, era imposible, no había espacio para eso, además. Y los guardias a su alrededor lo hubieran visto todo.

Tras esto, acabó perdiendo el conocimiento. Por puro agotamiento, imaginaba. Lo siguiente que recordaba era lento ascenso hacia el Paso de los Vientos, mientras el atardecer daba lugar a la oscuridad de la noche. «Mierda», pensó, al darse cuenta de que escogieron la ruta correcta. El trayecto en sí fue una tortura. El viento gélido se colaba entre los barrotes, y le habían despojado de sus ropas, salvo la camisa y las calzas, que escaso abrigo le proporcionaban. Para empeorar las cosas, el carro se meneaba enloquecido con cada piedra y bache del camino, haciendo que su cuerpo magullado se golpeara constantemente contra los barrotes una y otra vez. Le daba la impresión, además, que el conductor de la carreta estaba eligiendo pasar por todos y cada uno de los agujeros del camino. Incluso creyó oírle reír disimuladamente cuando gruñó de dolor al golpearse la cabeza otra vez contra otro barrote. Al final, tuvo que agarrarse fuertemente a uno de los hierros con su única mano, hecho un ovillo en una esquina, y así dejar de rodar de un lado para otro.

—Espero que no os esté resultando demasiado incómodo el trayecto —dijo una alegre y juvenil voz cerca de él. «El maldito puto Conde». Estaba tan atareado en evitar romperse la cabeza contra los barrotes que ni se percató de que se había puesto a su altura, a lomos de su delicado caballo blanco. No hubo respuesta.

—Supongo que os preguntaréis por qué os mantengo con vida, ¿no es así? —prosiguió el joven. El viento hacía que su dorada melena se agitara de un lado a otro, aunque parecía no importarle.

Continuó en silencio, salvo por un leve gruñido. Empezó a apretar el barrote, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—Querido, él sabe perfectamente por qué le queremos con vida.

Brisur dio un salto, sorprendido. Era la mujer pelirroja. ¿Cuándo se había subido al banco de madera, junto al conductor del carromato? Estaba sentada a horcajadas, de forma muy poco elegante y demasiado provocativa, para poder mirar tanto al Conde como a él.

—Puede que sea un bruto, pero no es un tonto —dijo ella, guiñándole un ojo.

Y sí, era consciente de que estaba vivo porque le necesitaban para algo. «Maldita sea». Quizás le torturarían para sacarle toda la información que pudieran. «Maldita sea, otras cien veces». Y seguramente le usarían como…

—Cebo —dijo la pelirroja, que pareciera que justo en ese momento le estuviera leyendo la mente —. Mi deforme hombretón, eres nuestro cebo. Te necesitamos, para que tu buen amigo Alaric se anime a rescatarte, arrastrando al resto de tus compañeros con él.

—¡Maldita seáis vos y vuestro amariposado Conde traganardos! —estalló Brisur, rugiendo con esa voz rasposa y abalanzándose hacia la mujer. Aunque no pudo llegar a alcanzarla, le faltaban dos palmos al menos para agarrarla.

Tanto ella como el Conde comenzaron a reír a carcajadas, mientras el sorprendido cochero casi despeñaba el carro colina abajo, al ver el poderoso brazo asomando entre los barrotes, intentando agarrar el aire. Fue en ese momento que Brisur se dio cuenta de que, para ese soldado, la mujer era algo invisible e intangible.

—Guardad vuestras fuerzas, mi estimado… Cangrejo, ¿verdad? —consiguió decir el joven, mientras se secaba las lágrimas que le habían provocado la risa, con un pañuelo bordado —. Os necesitamos entero, sano y con las fuerzas recuperadas. Tenemos grandes planes para vos, no creáis que simplemente vais a ser un cebo.

—Os podéis meter vuestros planes por el culo, que seguro lo disfrutáis —respondió Brisur, volviendo a recostarse en la parte de atrás, tras comprobar que su rabia era inútil en ese momento.

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—Vigilad esa lengua y no seáis tan ordinario. Estáis hablando con un noble, no lo olvidéis. Por menos de eso he mandado gente a ahorcar —replicó el Conde, mostrando una sonrisa algo forzada.

—Adelante, pues. Me haríais un favor. Así no tendría que escuchar más vuestra voz de flauta, ni soportar vuestro aliento de verga sucia —respondió él, escupiendo al suelo de la jaula.

El rostro del Conde se tensó, la insolencia de Brisur empezaba a incomodarlo. Su sonrisa se había borrado por completo, y sus ojos azules, antes repletos de burla e ironía, ahora reflejaban una chispa de cólera contenida. Incluso el cochero, nervioso, lanzó una mirada hacia atrás, con los ojos abiertos de par en par, como si temiera que las palabras de Brisur encendieran la ira del joven. La mujer, en cambio, parecía encantada con tanta insolencia soez, y no paraba de reír disimuladamente con cada insulto.

—Oh, vamos, mi querido Marcell. Debéis reconocer que el hombre es ocurrente, al menos. A mí me hace mucha gracia.

—Sí, es muy gracioso —respondió el joven, claramente disgustado —. Veremos si sigue siendo tan vulgar cuando le obliguemos a…

—¡Shhh! —le regañó la pelirroja —. No desveléis la sorpresa, vais a estropear la parte más divertida.

—Tenéis razón. Disfrutad del viaje, maese Cangrejo. Recuperad las fuerzas. Y pronto reiremos todos juntos, creedme.

El Conde se alejó de nuevo, hacia la cabeza de la columna. La mujer, en cambio, desapareció. No se dio cuenta ni de cómo ni del momento. Simplemente, ya no estaba allí. «Maldita bruja, maldito niñato, malditos todos». Si aquellos malnacidos pensaban que podían usarlo como un simple peón contra sus compañeros, estaban muy equivocados. Brisur no era un juguete en manos de nobles afeminados y brujas ninfómanas de ojos de fuego. Él era Cangrejo, y aunque únicamente fuera por joderles los planes, era capaz de quitarse la vida allí mismo.

La desesperación se adentró en su mente como una nube oscura, y en su angustia surgió una idea suicida. Hace poco, el cochero había perdido el control. Quizás, si lograba golpearle con algo, podría repetir el accidente y conseguir que todos cayeran colina abajo: el conductor, los caballos, el carro… y él. Con un poco de suerte, se desnucaría rápido y pondría fin al dolor de una vez por todas.

Comenzó a buscar algo que le sirviera para alcanzar la cabeza de ese hombre. Algo que al menos midiera los dos palmos que le faltaban y llegar hasta él, y que fuera lo suficientemente robusto para partirle la cabeza. Aunque en esa jaula no disponía de muchos lugares donde buscar. Se puso a tantear los tablones del suelo, bajo la maloliente capa de paja. Otra pista de que en esa jaula habían llevado más animales que personas. Apestaba a orina rancia, como de gato. No lo hizo con demasiado disimulo, porque en ese momento no tenía soldados a los lados, y el conductor andaba absorto en el camino, si es que no estaba dando una cabezada.

Tras un rato, encontró un tablero que parecía prometedor. Uno de los clavos que lo amarraban a la estructura, tenía cierta holgura. Desgraciadamente, no demasiada, y sus dedos gruesos como salchichas eran incapaces de agarrar la cabeza del hierro. Ni incluso la mano fina de un niño podrían haberse colado bajo el clavo para tirar. Siguió tanteando el resto de las maderas del suelo, pero sin éxito. Solo le quedaba la opción del clavo ligeramente suelto.

Se recostó otra vez en los barrotes, sin saber qué hacer. «Mierda, si al menos me hubieran dejado la pinza, podría usar alguna herramienta de las que guardaba ahí», se lamentó. Mientras pensaba, se puso a juguetear con el cordoncillo que servía para cerrar el cuello de la camisa. «¡Joder, Brisur, pedazo de tonto, tienes una cabeza que podrías cambiar por una sandia y nadie lo notaría!», se reprendió al darse cuenta de lo que estaba haciendo. Eso era. El cordón le serviría para agarrar la cabeza del clavo. Rápidamente, se lo quitó y dio un par de vueltas al hierro, tirando del sobrante hacia arriba. No quería hacer demasiada fuerza, para no partir el cordón, así que se dedicó a realizar movimientos circulares, intentando dar más holgura al clavo.

Le llevó bastante más de lo que esperaba, pero al final, pudo sacarlo lo suficiente como para poder agarrarlo. Al fin. Aunque hizo algo de ruido, se camufló con los continuos chirridos y crujidos del carro, junto con el rumor ininterrumpido de los soldados y los caballos marchando por la senda hacia lo alto del paso. Con cuidado, se colocó sobre el otro extremo del tablón, y usó el clavo que ya tenía como palanca, para sacar el que sujetaba ese lado. No fue una tarea fácil, y tuvo que detenerse en un par de ocasiones, fingiendo dormir, cuando unos caballeros pasaron cerca para vigilar. Pero al final, llegó la recompensa a todo ese trabajo. Pudo sacar el otro clavo, y con él, el tablón. Era más largo de lo que necesitaba, y pesado. Era perfecto. Esperó pacientemente a que el carro tomara otra curva pronunciada, una donde la caída sería inevitablemente fatal. Comprobó que nadie le vigilaba. Luego, con sumo cuidado, deslizó el brazo fuera de la jaula, sosteniendo el tablón con la intención de descargar toda su furia sobre la cabeza del cochero.

Y de repente, una mano le agarró su muñeca. Una delicada y suave mano de mujer, pero con la fuerza de un oso. O de varios. La maldita pelirroja. Había aparecido allí, en un instante. Otra vez sentada junto al conductor. Como si llevase todo ese tiempo ahí. Apretó su muñeca, hasta el punto de que no pudo evitar gemir por el dolor y soltar el tablón. El cochero se giró sobresaltado, pero solamente consiguió verle tumbado en el suelo, con una mueca de sufrimiento y con la mano intentando aferrar el aire de la jaula.

—Deja de hacer el tonto, o les pediré que te aten el brazo bueno a un barrote —gruñó el soldado, volviendo a “centrarse” en el camino.

—Ese hombre tiene razón, mi querido Cangrejo. No voy a permitir que os quitéis la vida —susurró la mujer, con voz suave.

—Maldita zorra, ¡no voy a dejar que me uséis contra mis compañeros! —rugió Brisur, con los ojos inyectados de rabia.

—¿Cómo dices? —dijo el soldado, bastante molesto, volviendo a mirar atrás —. ¿Me acabas de llamar zorra, calvo deforme? Ahora sí la has jodido. ¡Eh, hay que atar a este, no para de hacer el imbécil!

—¿Veis lo que habéis conseguido? —continuó ella, con voz burlona —. Pero decidme, ¿en serio habríais sido capaz de sacrificaros por vuestros amigos? ¿Vos?

—Pues claro que sí, maldita. Su vida vale mucho más que la…

—¿Vuestra? —interrumpió ella —. Lo sé. No sois más que un despojo humano. ¿De verdad creéis que ese sacrificio habría redimido vuestra alma? ¿Qué el bueno de Cangrejo habría equilibrado así la balanza? No, mi querido. Vuestro pasado es demasiado oscuro. Estoy segura de que no le habéis contado a Alaric muchas de las cosas que hicisteis como Bocadulce. ¿Necesitáis que os las recuerde? ¿Queréis que os traiga a la memoria a la mujer del joyero a la que violasteis delante de su marido para que os entregara la mercancía?

—Yo no violé a nadie —respondió Brisur. Su voz ronca ya no reflejaba su furia, aunque sí cierta inseguridad.

—Claro que no —dijo ella, condescendiente —. Pero no hicisteis nada para evitarlo. Os limitasteis a mirar, sujetando al pobre hombre mientras suplicaba. ¿Necesitáis que os rememore esa tarde con el comerciante al que asaltasteis y al que degollasteis porque no llevaba nada de valor? ¿Os recuerdo que hicisteis con sus hijos, para no dejar testigos?

—Yo… no quise hacerles daño… No debían haber salido del carromato… —Cerró los ojos, y apretó los nudillos. Era una imagen que había intentado borrar de su memoria. Y ahora volvía con fuerza. La mirada de esos niños asustados, mientras la vida se les escapaba por el cuello en una cascada carmesí.

—No os juzgo, querido —continuó ella, con una falsa dulzura que rezumaba crueldad —. Al fin y al cabo, erais el nuevo, teníais que ganaros la confianza del Cuervo. Escalar posiciones. A veces, para conseguir algo bonito hay que hacer cosas horribles, ¿verdad? ¿Queréis que continúe refrescando vuestra memoria? He visto todo lo que os guardáis ahí dentro de esa gran cabeza pelada. Podría estar toda la noche.

—¡Callaos! —gritó. No pudo evitar que sonara casi como una súplica.

—No, Brisur. Alaric os dio una vida de ladrón “honorable” como Cangrejo. Pero siempre os perseguirán todos aquellos oscuros pecados que cometisteis como Bocadulce. Vuestros amigos arriesgarán sus vidas para rescataros. Y vos sabéis muy bien que no lo merecéis.

—Maldita…

—Y sí, antes de que muráis, os voy a dar la oportunidad de hacer algo grande. Me ayudaréis a venir a este mundo. Aunque sea contra vuestra voluntad, no importa. Pensadlo bien. Para vosotros, soy como un Dios. Os concederé la absolución, la expiación de vuestro pasado, de vuestros pecados. Seréis un ángel salvador, un Santo. San Cangrejo, os llamarán —terminó por decir entre risas.

Los soldados abrieron la jaula. Sin más, ella volvió a desvanecerse. Lo siguiente que sintió, con los ojos cegados por las lágrimas de rabia e impotencia, fue a tres soldados golpeándole con palos, mientras otros tantos le amarraban el brazo a un barrote. No se resistió. Estaba derrotado, por fuera y por dentro.