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36 - El templo de la Serpiente.

Llegaron finalmente hasta el último tramo del interminable pasillo, una oscura abertura que desembocaba en una escalera de caracol ascendente. Era estrecha, y les obligaba a ir en fila, de uno en uno. Zari se encontraba agotada. Subidas, bajadas, giros… «Cuando salgamos de esta, no voy a volver a poner un pie en el suelo en mucho tiempo. Iré a todas partes en burro. O a caballo. O mejor, en carroza, como una señorita», pensaba mientras resoplaba por el esfuerzo de la subida.

Avanzaban despacio, aguardando a que el que tenían delante les dejara hueco para continuar. Cada tres pisos se abría una angosta tronera que daba al exterior, y que permitía que algo de luz se colara e iluminara la escalera. Además, en su base, asomaba un poyete de piedra, que estaría pensado para que un soldado que estuviera haciendo guardia pudiera sentarse mientras vigilaba el exterior. Zari aprovechaba cada uno de estos toscos bancos para dejarse caer y descansar brevemente. Le dolían las piernas. Habían remontado al menos nueve pisos, cuando al fin alcanzaron la parte superior. Una sala espaciosa y ovalada, que disponía de un ventanal más amplio. Nada más llegar, asustaron a unas cuantas palomas, que escaparon en desbandada. Las aves habían decidido que era un buen sitio para vivir, y tuvieron que cruzar la estancia esquivando varios nidos que estaban construidos directamente sobre el suelo, entre deposiciones, plumas y restos desperdigados y podridos de antiguo mobiliario de madera, que no había resistido al paso del tiempo.

La sala daba a otro pasillo curvo, que descendía unos pocos escalones. «¿Tanto subir para ahora bajar?». Pero enseguida accedieron a una terraza larga que seguía el contorno de un vasto recinto circular. A su izquierda se encontraba la pared, que se elevaba hasta juntarse con el techo, a unas pocas varas sobre ellos, mientras que a su derecha disponía de una serie de arcos ojivales que daban al interior, y un murete de medio cuerpo de altura, que protegía de una indeseable caída. Se acercaron sigilosamente, para otear por encima del alfeizar.

Aunque una abertura en la cima del techo permitía pasar a la luz del día, era claramente insuficiente, y el lugar se cubría de un manto de penumbras. A medida que se iban acercando, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, y pudieron ver frente a ellos una enorme cabeza de serpiente de piedra, que surgía de entre las sombras, coronando una gran estatua.

Representaba a una mujer desnuda que se alzaba desde el suelo, unas doce varas más abajo, hasta casi tocar la bóveda del techo. En su mano derecha portaba una lanza, tan alta como ella. Con su otro brazo sujetaba un largo escudo de piedra, que apoyaba contra el suelo. Guardaba entre sus piernas una entrada, cubierta por un pesado bloque de algún tipo de material oscuro y brillante, parecido al azabache, totalmente liso y pulido, sin ninguna marca visible. A sus pies, una escalinata que bajaba al centro de la sala, que a su vez estaba rodeada de otra arcada que bordeaba el perímetro. Este era el gran salón principal del Templo. La puerta de la Serpiente.

—¡Dioses, hemos llegado al fin! —murmuró Alaric.

—La puerta… —dijo Lysa, embelesada. Sus ojos brillaban de forma extraña.

Todos estaban aliviados, y a la vez nerviosos, por haber alcanzado al fin a su destino.

Todos, menos Edel. Zari se dio cuenta. Hasta ahora, su madre se había mostrado fuerte e incansable, pero nada más ver la oscura puerta, parecía que el peso del mundo hubiera caído sobre sus hombros.

—¿Estás bien, Madre?

Edel se sentó, con la espalda contra el alféizar, y dejó escapar un suspiro. Aun así, respondió, esbozando una sonrisa.

—Sí, hija mía. Simplemente, es que ya no recordaba el aspecto de esa puerta negra. O más bien, creo que quería olvidarla. Pero hemos llegado, que es lo importante.

Lysa también se acercó, para comprobar cómo se encontraba. Edel cogió las manos de ambas, y las miró con seriedad.

—Mis niñas, este es el final del camino. Debéis ser fuertes, aplicar aquello que habéis aprendido durante estos años. Lo que nos encontraremos ahí abajo va a ser la prueba definitiva. Si fracasamos, será el fin de todo. Así que nuestra única opción es triunfar.

—¡Shhh, silencio! Oigo algo… —interrumpió Alaric, agitando la mano.

Bajo ellos, comenzaron a resonar los ecos lejanos de pasos que se acercaban. De repente, un fogonazo encadenado se fue extendiendo entre las columnas, encendiendo las antorchas que asomaban desde cada una de ellas, como si estuvieran preparadas para activarse al notar alguna presencia cercana. La luz anaranjada y brillante inundó la sala, iluminando la enorme escultura de la mujer serpiente desde abajo, otorgándola un aire aún más siniestro si cabe. Y al poco, vieron entrar a la cámara a varios soldados. Se agacharon por instinto, pero allí arriba, la altura y las sombras les mantenían a salvo de sus miradas. Se asomaron de nuevo, con mucho cuidado. Alaric estuvo a punto de gritar, pero Rendel le detuvo, atento para taparle la boca a tiempo.

Pues acababan de entrar otros tres soldados. Reconocieron al más alto; era el capitán de la guardia, que conocieron en el castillo del Conde. Los demás, arrastraban a un hombre corpulento. No cabía duda, era Cangrejo. Le ataron a una columna cercana a la puerta. Y tras ellos, entraron Marcell, acompañado del brazo por la mujer de cabellos rojizos.

—Malditos. ¿Por qué han atado ahí a Cangrejo? —susurró Rendel, frunciendo el ceño.

—Porque le necesitan como cebo —respondió Alaric, dolido —. Pero no entiendo muy bien qué pretenden. No sé si esperaban realmente que entrásemos por la puerta principal, esquivando o enfrentando a todas sus tropas.

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—Marcell y Lenna. Los hermanos malditos —susurró, pensativa.

—Tenemos que liberar a Cangrejo —dijo Rendel.

—Y quitarle el amuleto al Conde —continuó Lysa.

—¿Pero, cómo lo haremos? —preguntó ella. Estaban en una clara desventaja numérica.

Los tres observaron a Edel y a Alaric. Habían intercambiado una sospechosa mirada entre ellos, asintiendo.

—Tenemos un plan —dijo él, finalmente —. Lo ideamos anoche, mientras dormíais.

—¿Ideasteis? ¿Sin contar con nosotros? ¿Acaso no queríais nuestra opinión? —saltó Lysa, enojada.

—No te enfades con él, mi niña. Fue idea mía —contestó Edel, con tono tranquilizador.

Su hermana volvió a sentarse, contrariada. Seguramente tenía más cosas que decir, pero se las guardó para escuchar. A ella tampoco le parecía bien que no les hubieran contado nada antes, aunque confiaba en su madre. Y en Alaric. Edel les hizo reunirse en un corro, para discutir el plan.

—Escuchadme. Debo ser yo la que se enfrente a esa cosa. Pero no podré hacerlo con esos soldados ahí.

—Por eso, pensamos que tú, Lysa, te encargues de ellos —prosiguió Alaric —. Como hiciste aquella vez en el callejón de Rocavelada.

—Contad con eso. Pero recordad que canalizar tanto Poder me dejará exhausta.

—Por eso Zari me acompañará y nos protegerá, si surge algún imprevisto.

—Me parece bien, estaré atenta —replicó —. Aunque, ¿qué pasa con Brisur? ¿Y el Conde?

—De él me ocupo yo —respondió Alaric. Tengo algo en mente; sin embargo, no sé si resultará. Mientras tanto, Verruga se ocupará de liberar a Cangrejo.

—Eso está hecho. Me encargaré —replicó el muchacho animado.

—¿Alguien tiene alguna pregunta?

Antes de que ninguno pudiera decir nada, escucharon voces y gritos que elevaban su tono desde abajo. Volvieron a asomarse, con cuidado. Era el capitán quien hablaba. Había desenfundado su espada, y apuntaba con ella hacia la bruja pelirroja.

—¿Qué ocurre? —susurró Rendel, a su lado.

—Shhh, calla, no lo oigo bien.

Intentó afinar el oído, pero le tenía muy cerca, casi mejilla con mejilla.

—¡Ey, no os aprovechéis! —le dijo en voz baja, propinándole un codazo suave, en broma. En cuanto el muchacho se apartó un poco, pudo entender al fin algo de las voces que surgían allí abajo, en la base de la estatua. Era el Capitán quien hablaba, con tono suplicante.

—Os lo ruego, mi señor. Aún os encontráis a tiempo de parar esta locura. Os he seguido hasta aquí, con la esperanza de que no fuera más que una vieja leyenda. O de ser real, que ya no quedaran más que ruinas. Pero es momento de poner fin a esto. Abandonad ese medallón, y regresad conmigo a vuestro castillo.

—Oh, vamos, Kracio, deja de amenazar a mi hermana con ese filo. ¿Ahora que estamos a punto de conseguirlo, te vienes atrás? —dijo el joven, llevándose la mano al pomo de su espada.

—No es vuestra hermana —respondió el Capitán. Esta vez, su tono no ocultaba su ira —. Vos lo dijisteis, ella murió de pequeña. Para mí es una desconocida. Apareció hace unos días, y ni siquiera sé de dónde. Se pasea entre los hombres con demasiadas confianzas, como si ya los conociera. ¡Como si tuviera derecho a mandar sobre ellos! Los soldados no confían en ella. Y yo aún menos.

—Mi querido Capitán, vuestras palabras me hieren. Con todo lo que hemos vivido juntos… Si hasta llegamos a compartir cama, y amante… —se mofó la mujer, con una risa suave.

—¿Lo véis? ¡Está loca!

—Kracio, comprendo tu preocupación. Pero sigo siendo tu señor. Si te digo que es mi hermana, y que debes obedecerla, te debería bastar con eso.

—Eso no es todo. Me he estado informando, desde que me hablasteis sobre ese colgante… esa llave. Y me he encontrado con viejas historias. Leyendas, que se mezclan con cuentos y habladurías. Pero, al final, todas vienen a decir lo mismo. Si abrís la puerta, será el fin de este mundo. Yo soy un hombre mayor, he vivido mucho y no tengo gran cosa que perder, pero mi hija tiene toda la vida por delante, y no os permitiré acabar…

En ese momento, el capitán se detuvo de golpe, como si algo le hubiera interrumpido. Soltó la espada y desenfundó su daga. Zari alcanzó a ver el destello violáceo en los ojos de la mujer pelirroja. Un charco de sangre empezó a formarse a los pies del capitán, mientras se rajaba el cuello lentamente. Tras unos instantes, su cuerpo cayó inerte, como un pelele inanimado. Los soldados se miraron, nerviosos. Pero no hicieron nada.

—¡Ay, Kracio! Tantos años sirviendo a mi familia, tantos años a mis órdenes, para acabar fastidiándolo todo en el último momento. Es una pena —dijo el muchacho, agachándose junto al cuerpo.

—Me has servido bien, y no te culpo. Yo mismo albergo mis dudas. Pero no tengo fuerzas para negarme —susurró al oído del Capitán. Y acto seguido, se levantó y empujó el cuerpo escaleras abajo con el pie. Después, se volvió hacia su hermana, soltando un suspiro —. En fin. Tan solo nos queda aguardar, ¿verdad? Sigo pensando que no lo conseguirán. Les atraparán mis tropas en la puerta, seguro.

—Eso es, querido, debemos esperar. Pero no mucho más. Estoy convencida de que la apuesta la ganaré yo. Presiento que nuestros invitados están muy cerca. Y que traen con ellos lo que necesitamos. A la Guardiana.

Y, de repente, Zari vio que la mujer elevaba la vista, sonriendo. Justo hacia donde estaba ella. Incluso le pareció ver que le guiñaba un ojo. Se agachó, aterrorizada. Después se aproximó rápidamente a Alaric, que comenzaba a bajar las escaleras en silencio.

—¡Alaric, Alaric! —le gritó, susurrando.

—¿Qué ocurre, Zari?

—Esa mujer… Lenna. Creo que me ha visto. Creo que sabe que estamos aquí.

Él la miró con seriedad por un instante, antes de proseguir.

—Lo sé.

Continuó su camino, dejándola atrás, sorprendida, mientras los demás pasaban a su lado. ¿Cuál era el plan de Alaric, en realidad? Si esa cosa ya lo sabía, ¿por qué no había alertado a los guardias? Notó que alguien agarraba su mano, y tiraba de ella. Era Rendel.

—Vamos, Zari, no es el momento ni el sitio para detenerse. Yo te cubro.

No respondió. Se limitó a asentir, y a andar mecánicamente. Le temblaban las piernas. Pero esta vez, no era el cansancio. Esta vez, era puro miedo.

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