Mi mente aún guarda con claridad el recuerdo de esos días, como si hubieran ocurrido ayer mismo. Hasta me parece sentir aún la hierba húmeda y fresca a mi alrededor, y el aroma de la tierra mojada y las flores silvestres. Esa mañana, me encontraba tumbada en la ladera, imaginando formas en las nubes. El cielo era el más azul y brillante que haya contemplado en mi vida. Yo era muy joven. Incluso más que tú ahora, Lysa. Ni siquiera era la Guardiana, todavía. Me acuerdo perfectamente de la alegre voz de Danyrah, llamándome mientras subía la colina, agarrándose la falda para no mancharla.
—¡Edel! ¿Qué haces ahí tumbada? Se te va a empapar el vestido con el rocío de la hierba.
La muchacha tendría tu edad, Zari. Era alta y de pelo oscuro, con unos preciosos e intensos ojos verdes. Recuerdo su expresión cansada, pero alegre, mientras trepaba hasta donde yo me encontraba. Era una sacerdotisa de Arthenia, la Madre. Sí, es extraño que hechiceros y clérigos acaben haciendo buenas migas. Nos conocíamos de apenas dos días atrás, pero nos habíamos convertido en grandes amigas. Y más extraño aún, que ambas forjáramos amistad con una bruja, también. Se llamaba Trevina, y todavía me viene a la mente su imagen, esperándonos al pie de la colina, enfurruñada y con los brazos cruzados. Su largo cabello pelirrojo flotando al viento, y con muy pocas ganas de subir hasta nosotras.
—¡Vamos, túmbate a mi lado! Es muy agradable.
—¿Y dejar que se me moje el vestido, y que se me ensucie de verde con la hierba? Ni hablar. Mis padres me matarían. Mira, Trevina nos espera abajo, dice que ha encontrado un puesto donde sirven unas empanadas de queso de cabra que están deliciosas.
—¿Empanadas de queso? Tu sí que sabes motivar a una muchacha hambrienta como yo.
Mientras bajábamos, juntas de la mano y riendo, podía observar el valle a nuestros pies, tapizado por pabellones y tiendas de todas las formas y colores imaginables. Me recordaban a las setas del bosque tras una jornada de lluvias. Algunas eran grandes y ornamentadas, otras pequeñas y sencillas. De unas cuantas salían hilos de humo, indicando donde se podía comer. De otras, surgían risas y música, mostrando donde se podía beber. Y varias estaban coronadas de banderolas que se meneaban con el viento, con dibujos que indicaban lo que ofrecían para comprar.
Pues el hecho de que una bruja, una sacerdotisa y una hechicera se encontraran en ese lugar, y en ese momento, no era coincidencia. Como vosotras ya sabéis, cada ciento veinte años se produce un fenómeno que es conmemorado por aquellos que nos relacionamos con el mundo del Poder. La conjunción de los tres Dioses, cuando Arthenia, Ethos y Emera forman una línea perfecta en el firmamento, justo entre las Damas. Es una festividad que se celebra durante el transcurso de una semana, y en la que todas las disciplinas mágicas hacen una pequeña tregua, dejando de lado sus diferencias. Y el mejor sitio para observar este evento es el antiguo templo de Emera, que corona el monte que se eleva sobre el valle de los Susurros.
Queda ya muy poco de su ancestral esplendor. De la grandiosa estructura que debió ser en su momento, no perduran más que una veintena de columnas dispuestas en círculo que, en su mayor parte, no permanecen ni erguidas ni enteras. En el centro, se encuentra un pedestal, sobre el que descansa una estatua, erigida en honor a la diosa a la que fue consagrado el templo. Ésta era relativamente nueva, pues la original habría corrido la misma suerte que el resto de la construcción. Alrededor del perímetro, solo quedan ruinas antiguas, bloques de mármol resquebrajado, trozos de frisos, cornisas y más columnas despiezadas. Todo conquistado por el musgo y las hierbas. El lugar en sí no tiene mucho mayor interés, salvo para los pastores que llevan allí a sus ovejas.
Pero desde el punto de vista de los estudiosos y los que pertenecemos al mundo del Poder, ese valle es especial. El templo se proyectó con la finalidad de servir de observatorio, y es un lugar privilegiado para disfrutar de la conjunción. Allí se juntan tanto hechiceros, como sacerdotes, brujos, cabalistas, astrólogos, y todo tipo de sabios y estudiosos, dispuestos a celebrar el evento. Y de comerciantes, que se aprovechan del inusual momento, para hacer negocio.
Este era el motivo por el cual acabamos las tres allí. Imaginaos, unas muchachas jóvenes y alegres durante toda una semana de festividades. Para nosotras, esa era una oportunidad única de explorar, disfrutar, y vivir sin el peso de nuestras responsabilidades futuras, descubriendo cosas nuevas. En esos pocos días, nos hicimos tan buenas amigas, que cualquiera hubiera pensado que nos conocíamos de toda la vida.
Danyrah descendía de una importante familia, de uno de los nueve clanes de comerciantes de Sartaral. Pese a ello, era una chica amable, generosa y sencilla. Siempre alegre. No tenía ningún problema en compartir todo aquello que poseía con nosotras. Su familia había montado una gran tienda, de color amarillo, de la que colgaban pendones con el símbolo de su culto. Una estrella roja flameante de ocho puntas, rodeadas de un círculo, con un ojo en el centro. Tenía una educación muy conservadora, acorde a las costumbres y dictados de su religión, y sus aspiraciones pasaban por formar una familia y hacerse sacerdotisa mayor. Un gran honor para su clan, y para su congregación.
En cambio, Trevina… Ay, Trevina. Era de origen más humilde. Había venido sola, aunque aseguraba pertenecer a una familia muy grande. Lo cierto es que nunca llegamos a conocer a ninguno de ellos. Dormía justo donde comenzaba el bosque. Decía que se sentía más a gusto y más segura entre los árboles, pero pienso que quizás le avergonzaba colocar su modesta tienda ante el resto. Las brujas, ya sabéis, suelen tener un origen rural. Sus conocimientos se basan en la tradición oral y se nutren de las costumbres antiguas, a diferencia de las hechiceras, que nos centramos en la investigación y el estudio. Siempre me pareció que sentía cierta envidia hacia nosotras, aunque trataba de ocultarlo tras un velo de indiferencia. Era orgullosa, impulsiva y algo bravucona, y no le importaba meterse en problemas.
Y al poco de conocerla me di cuenta de que era una muchacha muy ambiciosa. Demasiado. Le interesaba mucho todo lo que le contaba sobre el templo de la Serpiente, el amuleto llave y lo que suponía ser la Guardiana. Y no paraba de preguntarme cosas del poder y la naturaleza del Ente que permanecía al otro lado. Eso era lo que más le fascinaba. En aquel momento, tendría que haber sospechado algo. Pero ambas éramos jóvenes, y tengo que reconocer que la atención hacia mí me hacía sentir importante. Nunca nadie se había interesado tanto por mi herencia y ni por mis historias. Me pudo un poco la soberbia y el engreimiento.
Aun así, guardo un recuerdo dichoso de esos días. Además, conocí a un chico, con el que llegué a pasar mucho tiempo. Pero eso es otra historia para ser contada en otro momento, no ahora.
Tras la semana de celebraciones, que hubiéramos deseado que duraran todo un mes, nos separamos con tristeza. Cada una volvió a su mundo, después de compartir largos abrazos, lágrimas de despedida, y la promesa de no perder el contacto. Y al principio, lo conseguimos. Una carta cada mes. Pero al tiempo, fue una carta cada seis meses. Después, una carta al año. Aunque llegó el día que Danyrah decidió que ya era hora de reunirnos de nuevo. Y nos invitó, para celebrar un feliz acontecimiento. El nacimiento de su segunda hija.
Viajamos hasta Sartaral, y allí fuimos acogidas por su familia, en su gran casa a las afueras de la ciudad. Fueron días largos de júbilo, de celebraciones sin fin, comidas exquisitas y bailes bajo la luz de las antorchas. Pero lo mejor, lo más especial, fue conocer a sus dos hijas. La mayor, morena como su madre, alta para su edad, aunque muy tímida. Se escondía tras las faldas de Danyrah, observando a todo el mundo con sus grandes ojos curiosos, de un precioso verde profundo.
Sí, eras tú, Lysandra. En cuanto te vi y me sonreíste, trajiste la luz a mi corazón. Fue como revivir el contemplar el amanecer por primera vez. Y también fue cuando te conocí a ti, Zari. No eras más que una pequeña carita sonrosada asomando entre un montón de tejidos bordados, en brazos de tu madre. No llevarías más de una semana en este mundo, pero se adivinaba un mechón de pelo rubio, como tu padre. Y los mismos preciosos ojos verdes de tu hermana.
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En ese momento, me di cuenta de lo afortunada que era Danyrah, y tuve envidia. Pero no una envidia amarga, pues me alegraba inmensamente de que mi amiga hubiera tenido dos hijas tan preciosas y sanas. Pero no dejaba de ser un sentimiento algo triste, teniendo en cuenta que sabía desde hacía tiempo que yo no podría tener descendencia jamás. Muchas hechiceras me examinaron, y todas llegaban a la misma conclusión. No existía remedio. Me había resignado a ello. Aun así, no pude evitar cierto dolor al veros, y saber que yo nunca podría disfrutar de algo así en mi vida.
La envidia de Trevina, en cambio, fue enfermiza. Un veneno que le consumió el corazón. Ella tampoco había tenido hijos, aunque no porque no pudiera, como yo. La visión de Danyrah, colmada de felicidad, con sus preciosas hijas, rodeadas de las riquezas de su gran familia, hizo que en su interior algo terminara por romperse. No lo vi venir de primeras, y es una cosa de lo que me arrepentiré el resto de mi vida.
Aparte de esto, la arrogancia y la ambición habían crecido dentro de ella. Su interés desmedido en todo lo relacionado con la llave y la puerta de la serpiente, me empezó a preocupar. Llegó a hablarme en privado sobre algunas ceremonias oscuras que había estado estudiando que, según ella, podrían incluso dominar a la entidad que aguardaba al otro lado. Rituales prohibidos, que solo las brujas más horribles se atreverían a realizar, los cuales requerían de un sacrificio abominable: una niña con el don del Poder que no hubiera llegado a alcanzar la pubertad.
Aunque sus palabras me hicieron estremecerme, intenté razonar con ella, para quitarle esas ideas aterradoras de la cabeza. Ni siquiera los antiguos y poderosos hechiceros de Hulfgar, cuya sabiduría superaba con creces a la de los hechiceros actuales, habían podido dominar a ese ser, ¿qué le hacía pensar que ella podría? Pero estaba cegada, obsesionada, obcecada, corrompida por la envidia y el ansia de poder.
Advertí a Danyrah, aunque era tan buena e inocente, que restó importancia a mis palabras. Pensaba que serían unas ocurrencias pasajeras de su “amiga”. Tonterías de brujas. Y que hablaría con Trevina, para persuadirla. Confiaba tanto en ella, que le hice caso, y me despreocupé. Otro de mis grandes errores. Siempre que pienso en ello, maldigo mil veces a la joven estúpida que era yo en aquel momento.
Pasaron los días, colmados de dicha y felicidad. Pero yo debía volver con mi familia, así que pasé ese último día realizando los preparativos de mi marcha. Al atardecer me despedí con abrazos y sonrisas, prometiéndonos un nuevo reencuentro. Sobre todo, deseaba volver pronto y poder reencontrarme con vosotras, mis niñas. Cuál fue mi sorpresa, en cambio, con la despedida de Trevina, fría y poco amigable. Casi parecía que me metiera prisa para que me marchara. Desgraciadamente, más tarde descubrí el motivo de su actitud. Porque por azares del destino, una vez que había salido de la ciudad junto a mis acompañantes, me di cuenta de que me quedaron unos pocos regalos por entregar. Maldita cabeza la mía. Regresé, llegando a la noche. Y ya en la puerta, comenzó la pesadilla.
Escuché gritos procedentes del interior. Llamé con preocupación, pero nadie salió a abrir. La desesperación me llevó a usar el Poder para forzar la cerradura, y nada más pasar, me encontré con dos muchachas del servicio, tumbadas en el suelo del patio, sus cuerpos retorcidos por el dolor, sobre un charco de vómito. Veneno, estaba segura. Subí corriendo a los aposentos de donde salían los gritos, y lo que vi al llegar allí… ese momento quedará grabado en mi memoria por siempre.
Danyrah, mi amiga, yacía en el suelo, ensangrentada. En la cama, su marido estaba tumbado, cubierto de vómito también. Ella alzaba desesperada su mano hacia Trevina, en una súplica final. La bruja permanecía inmóvil, en medio de la sala, con la cara desencajada por la locura, manchada por la sangre de su amiga. Sujetaba algo entre sus brazos. Eras tú, Zari. Quería llevarte, seguramente, para realizar su retorcido ritual. No lo permití. Podría haberla matado allí mismo. Por desgracia, no tuve valor. La paralicé, y te cogí en brazos. Intenté ayudar a Danyrah, aunque era ya demasiado tarde. El veneno no pudo con ella, pero sí la daga en su abdomen. Después, fui corriendo hasta el cuarto donde dormías tú, Lysa. Y os saqué de allí, sin mirar atrás, huyendo del horror de esa noche.
De primeras, pensé en llevaros con vuestra familia. Vuestros abuelos o tíos, quizás. Pero no lo hice. Fui terriblemente egoísta, lo reconozco. Al principio lo justifiqué como miedo a que Trevina volviera a intentarlo, de que estaríais más seguras a mi lado. Iba a ser la Guardiana, ¿con quién ibais a estar más protegidas, si no? Después, apliqué la lógica. El mundo necesitaba a una Guardiana entrenada y preparada, para cuando yo no estuviera. Pero al final, comprendí que eran solo excusas. Mi verdadero motivo era mucho más oscuro, más mezquino: quería tener lo que sabía que nunca podría crear por mí misma. Debí devolveros a vuestra familia; sin embargo, en lugar de eso, os crié como si fuerais mis propias hijas. Mi egoísmo me cegó…
Las palabras se apagaron en los labios de Edel, que comenzó a llorar, desconsolada.
—Os pido perdón… De corazón. Estáis en vuestro derecho de odiarme. Lo comprendo —dijo, con la voz rota por la culpa y el arrepentimiento.
—No te odiamos —se apresuró a decir Zari, con lágrimas en los ojos, mientras corría a abrazarla —. Me salvasteis la vida. No podríamos haber tenido mejor madre.
—Mi pequeña. Te quiero tanto…
—¿Qué paso con Trevina? —preguntó la muchacha, secándose los ojos e intentando suavizar la situación.
Edel tomó aire, tratando de calmar sus emociones, antes de continuar.
—La perdí la pista, durante bastante tiempo. Hasta que llegaron a mis oídos rumores sobre una boda entre un noble y una misteriosa mujer pelirroja. Algo dentro de mí lo supo de inmediato. Fui a la celebración, mezclada junto a la muchedumbre, observando desde las sombras. Y allí la vi. Había cambiado su nombre, y se hacía pasar por descendiente de una familia extranjera poderosa, vistiendo caros y delicados ropajes. Pero era ella, Trevina, sin duda alguna.
—¿No dijisteis nada, no la denunciasteis? —pregunto Zari, sorprendida.
—Preferí no inmiscuirme —Edel soltó un largo suspiro —. Quería a esa mujer y a sus asuntos lo más alejada de mí, y de vosotras. Pero para desgracia de todos, nuestros caminos se han vuelto a cruzar. Quizás sea el destino. Pues habéis conocido a su hijo, Marcell, el Conde de Brademond. Parece que heredó la obsesión de su madre por el Templo y el medallón.
—¿Y después?
—Lo último que supe de ella, es que acabó muriendo en extrañas circunstancias. Dicen que se suicidó, tirándose desde una torre, tras asesinar a su marido. Pero es algo que no me termina de convencer. Era demasiado orgullosa para quitarse la vida ella misma.
Se hizo el silencio en la sala. Lysa se levantó lentamente, las lágrimas surcando sus mejillas. Su expresión, una mezcla de cólera, de tristeza y de decepción.
—Madre, ¿os dais cuenta de que cuando os pusisteis enferma, y dejasteis el medallón a mi cargo, no me avisasteis de que yo no era la auténtica heredera? —El resentimiento tembló en su garganta antes de continuar —Que, ¿por ese acto irresponsable, esa entidad tuvo libertad para expandir su poder, y hacerse con la mente de mi prometido? Y que, en realidad, ¡todo esto que está ocurriendo es por vuestra culpa!
—¡No, Lysa! Eso no es verdad —respondió Zarinia, en una súplica dolorida —. No es culpa de madre. Es todo culpa de esa bruja. Y de esa cosa. Lysa, por favor…
Ella ignoró las palabras de su hermana, y se dio la vuelta para marcharse a sus aposentos. Apretaba los puños y se mordía el labio, intentando mantener la compostura, pero solo pudo dar unos pasos, antes de derrumbarse entre sollozos incontrolables.
—Mi niña… — susurró Edel, incapaz de contener las lágrimas que seguían brotando. Se le partía el corazón al ver sufrir a su hija. Se levantó para acercarse hasta ella, aunque hizo una pausa, insegura de ser bienvenida.
Alaric también se acercó, poniendo una mano en su hombro, pero Lysandra se zafó violentamente. Sus ojos proyectaban una luz verdosa, que le hicieron retroceder.
—¡Alejaos! —ordenó, con voz ronca y desgarrada —. No os acerquéis. Necesito estar sola. Dejadme, por favor.
Todos dieron un paso atrás. La magia que emanaba de ella era desbordante, salvaje, una manifestación del dolor y la traición que sentía en su corazón. Pero solo duró un momento. Se levantó con lentitud, recuperando la compostura, y se encaminó a las escaleras, sin decir nada más, ni dirigir la mirada a nadie.