La noche fue difícil. Zari estuvo consolando a su hermana, que se había derrumbado nada más llegar a sus aposentos. Aunque por fuera intentaba disimularlo, sabía que en su interior aún no estaba recuperada de la traición de su antiguo amor. Tenía el corazón roto, sí, pero lo peor era el remordimiento, por lo que tuvo que hacer después…
Aun así, al final pudieron descansar, y cuando bajaron al salón principal a la mañana siguiente, se encontraron con Palillo y los demás, esperándolas en una mesa. La taberna tenía un ambiente muy diferente al de la noche anterior. Ahora solo permanecían unos pocos clientes, y la mayor parte del ruido que se oía provenía del exterior, de los muelles, de los trabajadores del puerto, y de las gaviotas que revoloteaban por la zona. Todos los ventanales estaban abiertos para ventilar, y la brisa suave arrastraba al interior los diversos olores del mar.
Habían decidido que aceptarían la ayuda de estos hombres. Tampoco les quedaban muchas más opciones, y además ya conocían el castillo, el medallón y la historia. Al menos, en parte. Llegaron a un acuerdo, mientras desayunaban un cuenco de gachas calientes y unos huevos cocidos. Ellos ganarían el doble de lo que pactaron la primera vez, y a cambio, las acompañarían de vuelta hasta su casa, en Verdemar. Palillo fue muy claro en un punto. Debían evitar la ciudad de Terranevada, aunque eso significara tener que dar un rodeo. No quiso dar explicaciones al respecto, cosa que su hermana respetó sin replicar. «Todos marchamos con nuestras propias cargas», como madre solía decir. Zari optó por tomar algo de leche especiada, con unas pastas secas, pero el resto prefirió una buena jarra de hidromiel. Cualquier cosa antes que arriesgarse a beber el agua inmunda del lugar.
Mientras intentaba masticar una de las duras galletas que les sirvió Rosaida, pues así se llamaba la camarera, escuchaba el plan que había ideado Palillo por la noche. Para acercarse al castillo, sin levantar sospechas, pensó en hacerse pasar por una familia de comerciantes. Tendrían que comprar un carro y llenarlo con sacos de grano, donde esconderían las cosas necesarias para colarse en el castillo. Esto les costaría mucho dinero, por la premura. Afortunadamente, su hermana guardaba bastantes recursos ahorrados. Sabía que Lysa estaba preocupada por estos hombres. Eran ladrones, al fin y al cabo. Prácticamente, se acababan de conocer, y temía que quisieran aprovechar a mitad de viaje para robarlas, o algo peor. Y tomó ciertas medidas protectoras, a escondidas. Pero Zari confiaba en ellos. No se les veía mala gente. Aparte de lo de ser ladrones, claro. Además, sentía cierta curiosidad por el muchacho al que todos llamaban Verruga. Quizás algo más. Le parecía bastante mono. Y muy tímido. Eso le encantaba.
Así hicieron, y tras pasar la mañana en el mercado para, finalmente, comprar un destartalado carro por el triple de su valor, y los sacos de grano casi por el cuádruple, recogieron los caballos de los establos a mediodía, partiendo nuevamente rumbo al castillo de Brademond.
Pasaron las horas. Las granjas y los molinos quedaron atrás, y se internaron otra vez en el bosque que cruzaron el día anterior. En su cabeza, Zari repasaba todo lo ocurrido en tan pocos días. El desdichado robo del colgante, su búsqueda, encontrar y contratar a los ladrones, el falso medallón… Absorta en estos pensamientos, empezó a rezagarse del grupo, hasta que acabó cabalgando sola, a la zaga de los demás. A la cabeza, marchaba Palillo. Después iba Cangrejo, subido al carro, seguido de cerca por Verruga. Y justo detrás de ellos, su hermana.
Ya hacía un par de horas que dejaron atrás la ciudad, y el calor apretaba fuerte. Se encontraba un poco adormilada, y empezaba a tener hambre de nuevo, aunque procuraba mantener la cabeza ocupada, pensando en muchas cosas a la vez, pero en ninguna en particular. ¿Por qué querría el conde el colgante? Tenía sus sospechas, y no le gustaba nada. Al poco se dio cuenta de que la yegua blanca de Verruga había aminorado su paso, hasta que ambos quedaron a la par. Intentó no mostrar emoción alguna. Aun así, se puso un poco nerviosa. Durante un momento algo incómodo, ninguno habló nada, hasta que Verruga se animó al fin.
—Así que Zarinia, ¿verdad? —dijo, con la voz un poco entrecortada.
—Sí, pero me podéis llamar Zari. Zarinia solo lo dice mi hermana o mi madre cuando se enfadan conmigo —contestó la muchacha, sonriendo —. Y vuestro verdadero nombre es Rendel, ¿no?
—Caramba, ¿cómo lo sabíais? —replicó Verruga, asombrado —. ¿Habéis usado poderes de bruja?
—Nooo, me lo contó Cangrejo. Me dio el nombre de todos. El suyo, Brisur, y el de vuestro jefe, Alaric —respondió Zari, riendo —. Y, en cualquier caso, no serían poderes de bruja, sino de hechicera.
—Ah, perdonadme… Es que no me queda claro —dijo Verruga con un tono de disculpa que cambió inmediatamente a indignación —. Pues debisteis pillarle de buen humor, no vamos diciendo nuestros nombres verdaderos al primero que pregunta.
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—Sería por mis poderes de bruja —respondió Zari, desafiante.
Hubo un leve momento de tensión, que Verruga rompió inmediatamente con una mueca tonta.
—Entonces no sois bruja, sois hechicera.
—Correcto —dijo Zari, recuperando la sonrisa.
—Pero no veo la diferencia. Todos son magos igualmente, ¿no?
—Mago es cualquiera que use la magia. Pero supongo que, para vos, es como para mí encontrar la diferencia entre un ladrón y un bandido.
—Pues no tienen nada que ver. Un bandido es un bruto que, si desea quitaros algo, lo hará a la fuerza. Y después, si le apetece, os violará. Y os matará, para no dejar testigos. Y no necesariamente en ese orden —respondió Verruga, algo ofendido —. Nosotros, los ladrones, en cambio, practicamos un arte. Tardamos años en refinar nuestras habilidades. Y no vamos matando a gente por ahí, a menos que no haya más remedio. De hecho, para un ladrón, es un gran honor llevar a cabo su negocio sin que nadie se entere.
—¿Lo veis? Pues de la misma manera en que no todos los bribones como vos sois iguales, con los magos pasa lo mismo. Dependiendo de dónde proceda su magia, los hay de unos tipos y de otros.
—Ya… ¿Y qué hace diferente a los hechiceros?
—Los hechiceros estudiamos cómo suceden las cosas, y hacemos que ocurran. Digamos que obtenemos el Poder desde el conocimiento. O más bien que el conocimiento nos ayuda a canalizar el Poder.
—Claro… —murmuró el muchacho, con la mirada confusa —. No, no lo pillo.
—Vuestra herida, por ejemplo. Con el tiempo iba a cerrarse y a cicatrizar de forma natural. Como conozco bien el proceso, simplemente canalicé el Poder para que ocurriese igualmente, pero más rápido.
—Simplemente… ¿Y las brujas, entonces?
—Ellas obtienen el Poder desde la naturaleza. Es otro tipo de magia, más salvaje, más caótica. No más fuerte, ni tampoco más débil. Diferente.
—¿Y hay más tipos de magos? —la curiosidad de Verruga no tenía fin.
—¡Por supuesto! —contestó Zari, animadamente, mientras empezaba a enumerar con los dedos —. Están los sacerdotes, que practican la taumaturgia. Canalizan el Poder mediante reliquias, meditación y cosas así. Los habréis visto en los templos, si habéis asistido a alguno de sus rituales de adoración. Un aburrimiento. Luego los alquimistas, que destilan el Poder con un montón de fórmulas, aparatos y mezclas. Muy aburridos, también. Aparte, los videntes, los espiritistas, los mentalistas, los nigromantes… Son todos una panda de insulsos. Los hechiceros somos los más divertidos.
—Seguro que si… —dijo Verruga, con una leve sonrisa y algo de sarcasmo.
Permanecieron cabalgando en silencio otro rato. Estaban llegando al mismo claro donde pararon la jornada anterior. Seguramente se detendrían allí a almorzar y a descansar. A Zari se le ocurrió otro tema de conversación.
—Verruga… ¿Por qué usáis esos motes tan feos? Si yo tuviera que usar uno, elegiría uno más… cautivador. Algo así como “el Zorro”, “la Sombra”, “el Fantasma”…
—O “el Maestro”, “el As” o incluso “el Rey” —respondió Verruga, entre risas —. Si pudiéramos escoger mote, todos nos llamaríamos así. Pero en este mundillo, el apodo te lo ponen los demás. Y con mucha mala intención. Siempre hay algún cabrón que busca el peor nombre posible.
Zari se quedó callada, pensando. Un gesto que el muchacho malinterpretó.
—Disculpad si mi lenguaje os ha ofendido, no suelo hablar con damas de vuestra clase —dijo, un poco avergonzado.
—¿Qué? ¡Oh! No, no tenéis nada por lo que disculparos —replicó Zari, riendo —. Además, no somos nobles, si os referís a eso. ¿Os puedo preguntar algo?
—¡Claro! —respondió el muchacho, aliviado.
—Vuestro apodo, Verruga, ¿a qué se debe?
—Pues si os soy sincero, nunca lo he sabido muy bien. Creo que es porque de niño era muy pequeño, y demasiado revoltoso. Como un grano en el culo. Pero desde que tengo recuerdos, siempre me han llamado así, y nadie me ha sabido explicar muy bien por qué.
—Hay muchos cabrones sueltos, sí… —concluyó Zarinia, riendo.
Finalmente, tal y como imaginó, llegaron al claro y se dispusieron a descansar. Mientras aseguraban a los caballos, y Cangrejo empezaba a preparar la lumbre, se fijó en que su hermana y Palillo se alejaban para hablar de alguna cosa. Se les veía bastante serios. Pensó que no formaban mala pareja. Pero hacía muy poco que… que eso había pasado. Además, su hermana era demasiado arrogante para juntarse con un ladrón. Y ya le dijo la noche anterior que no le gustaba que anduviera haciendo tan buenas migas con Verruga. Y tampoco parecía que Palillo soportara mucho a su hermana. Según le dijo Rendel, Alaric pensaba de Lysandra que era una estirada petulante. Una pena, no le hubiera importado verlos juntos. Quizás así el corazón de su hermana encontraría algo de consuelo.