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30 - Descenso a la oscuridad.

Se despertó tarde. Le había costado conciliar el sueño, algo muy raro en ella, pero los nervios la mantuvieron en vela durante horas. Al final, el cansancio ganó la batalla y pudo descansar al fin. Cuando abrió los ojos, la luz del sol ya se filtraba a través de las ventanas de la casa. Se encontraba sola, parecía que los demás ya estaban levantados. Bajó al salón, donde su madre ya tenía la mesa dispuesta: una gran jarra repleta de leche, una fuente con pastas, y un cuenco con frutos silvestres. También, el escaso trozo de queso que les había estado acompañando en todo su viaje. Y algo de pan duro, pero que se podía comer si se tostaba un poco y se le añadía acompañamiento. Mantequilla, por ejemplo. Lástima que no tuvieran.

A su madre le habría llevado un buen rato preparar todo esto. «Quizás, ni siquiera se haya llegado a acostar», pensó Zari. No le hubiera extrañado. La revelación que hizo ayer, unido a la reacción de Lysa, habían dejado a la pobre mujer postrada en la mecedora, sin ganas de hablar y con la mirada perdida hacia ninguna parte.

Mientras devoraba unas pastas secas y sorbía del tazón de leche con muy poco decoro, escuchó voces en el exterior. Se acercó hasta la ventana para ver qué pasaba, mientras se preguntaba de dónde habría sacado la leche su madre. Dudaba mucho de que hubiese usado algún tipo de magia de trasmutación, no era el estilo de los hechiceros. Enseguida, halló la respuesta.

Allí fuera se encontraba su madre, rodeada por un pequeño rebaño de cabras, y a su lado, sentado en una banqueta, Rendel. Parecía que la mujer le estaba enseñando a ordeñar. Sonrió. Al fin daba la impresión de que su madre empezaba a aceptar al muchacho. El fresco de la mañana entraba por la ventana, erizándole la piel y despertándola por completo. Cerró los postigos para evitar que el frío se adueñara del lugar, aunque le sobresaltó el crujido de la madera detrás de ella. La sonrisa se desvaneció de sus labios cuando vio a Lysa, que se dejaba caer en la silla. Estaba despeinada, los ojos enrojecidos y tenía manchas oscuras bajo los párpados. Había continuado llorando, sin duda. No dijo nada, se quedó allí sentada, mirando el tazón vacío. La tristeza y el cansancio parecían haberla consumido.

El último en bajar fue Alaric. Daba pasos largos, con su aire desgarbado y despreocupado, mientras bostezaba y se estiraba sin ningún atisbo de vergüenza. Al ver que ellas estaban allí, intentó recomponerse y mostrar algo más de educación.

—Buenos días—saludó, carraspeando—. Espero que hayáis descansado bien.

—Buenos días, Alaric.—respondió ella, con media sonrisa—. He pasado noches mejores, pero no me puedo quejar.

Tras esto, Zari señaló con la cabeza hacia Lysandra. Alaric la miro, hizo un gesto de comprensión, y sin decir nada, rellenó el cuenco de ella, y luego se sirvió él mismo.

—Mirad, traigo más leche —dijo Rendel, que apareció en ese momento por la puerta, portando la jarra como un trofeo.

—No la podéis tomar así, hay que hervirla. Si no, enfermaréis —replicó Zari, arqueando una ceja.

—Ya lo sé. No soy tan burro. Que me haya criado en la ciudad no significa que no sepa estas cosas.

—Pero no habéis ordeñado nunca a una cabra, ¿verdad?

—Pues no. Ni a una cabra, ni a nada. Además, en la ciudad que iba a ordeñar, ¿ratas? —bromeó, provocando la risa involuntaria en ella y en Alaric. Hasta le pareció que su hermana no pudo evitar sonreír levemente, por un breve instante.

—Qué tonto. Anda, sentaos y desayunad, ya me encargo yo de poner la leche a hervir.

Edel entró tras él, lanzando una mirada compungida hacia sus hijas. Sin decir nada, se dirigió a la cocina.

—No te preocupes, Zari —dijo la anciana, con voz suave, tomando la jarra entre sus brazos—. Déjamela a mí. Haré cuajada, para que nos dure un poco más.

Alaric, que hasta ese momento había estado observando en silencio, interrumpió con un tono más serio:

—No deseo estropearle a nadie el desayuno, pero debemos pensar en partir hacia el templo. Tenemos solo cuatro días. Tres y medio, en realidad. ¿A qué distancia nos encontramos?

—Si viajáramos por llano, en una jornada llegaríamos sin mucho problema. Pero en este terreno, el doble, si no el triple —respondió Edel, mientras se encaminaba a la cocina.

—Andamos muy justos, entonces. Deberíamos partir hoy mismo.

—No os preocupéis. Tenemos tiempo. No vamos a ir por los senderos de las montañas.

—¿Qué queréis decir?

Edel se detuvo y se giró haca él, sujetando la jarra de leche con ambos brazos, sobre su pecho.

—Debéis saber que esta casa no está aquí por casualidad. Ha sido la morada de los Guardianes durante cientos de años. En realidad, es la entrada a un sistema de cuevas que atraviesan el subsuelo del Cuerno de parte a parte. Y hay un camino que lleva directo hasta el valle Desnudo, donde se encuentra el templo. Como os he dicho, en una jornada llegaremos.

—¿Una jornada completa bajo tierra? —preguntó Alaric, desconfiado.

—Así es. Allí abajo, es todo un laberinto de cuevas y cavernas, que incluso se abren o se cierran con las mareas, ya que las más profundas se inundan con agua de mar. Aunque no debéis preocuparos, no necesitamos descender tanto. Conozco de sobra el camino. Hace muchos años que no lo recorro, pero no es complicado, de hecho.

—Bien, en ese caso, podemos recuperar fuerzas y prepararnos como es debido. Descansar un poco no nos vendrá nada mal. Pero no quisiera demorarme mucho. Me gustaría llegar antes que el Conde, y estudiar el terreno.

—Ellos, a pie y a caballo por la superficie, tardarán casi esos tres días que faltan. Si salimos mañana, tendremos más de un día disponible.

—Sea pues. Aprovecharemos para prepararnos —Alaric se dirigió entonces a Rendel —. Verruga, ya sabes lo que hay que hacer. Hay que dejar todo listo antes de partir mañana al amanecer. —El muchacho asintió, con solemnidad.

El resto de la jornada lo pasaron atareados con las planificaciones. Alaric estuvo remendando su jubón de cuero, afilando su espada, y revisando sus pertrechos. Todas esas herramientas que usaban los ladrones en sus menesteres. Cuerdas, garfios, ganchos, ganzúas, y otras cosas que Zari no supo reconocer. Rendel le ayudaba, al igual que afilaba sus dagas, y practicaba arrojándolas contra una gavilla de paja, que usaba de blanco. Después, al ver que Zari le observaba con interés, comenzó a jugar con ellas, lanzándolas al aire y recogiéndolas, como un malabarista.

—¿Queréis que os enseñe a lanzar una daga? —preguntó el joven, haciendo girar una en equilibrio sobre su dedo.

—No sé, parece peligroso.

—Bueno, lo es si eres el objetivo. Aunque si uno es muy torpe, también se puede pinchar uno mismo —replicó él con una sonrisa, como anticipándose al pequeño desastre que se avecinaba.

—No soy una torpe. Anda, a ver, dejadme una. ¿Qué hay que hacer?

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—No, así no. Se coge por la punta. Después, estiras el brazo y sueltas con un juego de muñeca para que gire en el aire.

—¿Así? —Zari lanzo la daga con fuerza contra el montón de paja, con tan mala puntería, que cayó a los pies de una cabra que tuvo la desdicha de pasar por allí en ese momento. El pobre animal se quejó con un balido lastimero, alejándose del lugar con un par de saltos torpes, haciendo que el resto del rebaño se alejara entre balidos tumultuosos.

—Bueno, creo que deberíais practicar un poco. O mucho, más bien —dijo el muchacho, riendo sin disimulo.

—Ya veo, don listillo. No necesito practicar, si puedo hacer esto.

Zari cerró los ojos un momento, y la daga que reposaba inerte sobre el suelo, comenzó a flotar lentamente hacia ellos, girando en una especie de baile absurdo. Rendel sonreía nervioso. Ella le devolvía una mirada divertida y maliciosa, arqueando una ceja, y con los brazos en jarra.

—¿Y ahora qué, señorito de las dagas?

—¡Zarinia! —el grito de Edel hizo que Zari se asustara, y que el arma cayera a plomo al suelo —. Te he dicho mil veces que el Poder no es para andar jugando. No se debe utilizar para fanfarronear. Usar el Poder siempre…

—Tiene un coste —terminó la frase Lysandra, fríamente. Se encontraba apoyada en el quicio de la puerta, muy seria, con los brazos cruzados, observando la escena. Tras esto, volvió a entrar a la casa.

Zari se acercó a su madre, que miraba con tristeza hacia la puerta, y aferró su mano.

—Se le pasará. Sé que te quiere. Solo necesita tiempo para ordenar su cabeza.

—No lo sé, cariño. Siento que ayer os perdí un poco a ambas. Pero a Lysa… No tengo derecho a pedirle que me perdone, aunque me bastaría con que me volviera a hablar, al menos.

—Lo que ella dijo sobre que no era la verdadera heredera…

—No importa. Lo dijo sin pensar, lo entiendo. Pero quiero que sepas una cosa, Zari. Nadie es Guardián hasta que hereda el amuleto, no es una cuestión de sangre. Ella lo sabe, y está perfectamente preparada para recibir el título. Confío en que en cuanto llegue el momento, se hará cargo.

—Sé que lo hará. Y si no, me tienes a mí.

—Lo sé cariño —respondió su madre, con un fuerte abrazo y un beso en la frente —. Y soy consciente de que, en caso de ser necesario, lo harías tan bien como tu hermana. Pero también sé que tu espíritu es más salvaje y alegre que el de ella. No serias feliz atada al amuleto.

Zari le dio un beso a su madre en la mejilla, y volvió a la casa, meditando sobre lo que le acababa de decir. Siempre había creído que Lysa heredaría el colgante y la responsabilidad que conllevaba ese cargo. Ahora que lo pensaba, no le hacía mucha gracia que ese legado pudiera caer sobre sus hombros.

Durante el almuerzo, Lysa no bajó a comer junto al resto. Aunque por la tarde, le reconfortó un poco al ver a su hermana pasear al lado de Alaric, cerca del pino milenario. Al menos ya hablaba con alguien. Y a la cena, sí que decidió a bajar, aunque no llegó a pronunciar palabra alguna.

Esa noche necesitaban descansar, pues a la mañana se internarían en las cuevas. Pero también le estaba costando conciliar el sueño. Era toda una jornada de viaje a través de la oscuridad. No era algo que la sedujera especialmente. De hecho, se encontraba un poco nerviosa; bastante, en realidad. No le gustaban los espacios cerrados, estrechos, húmedos y oscuros, llenos de arañas de patas largas, murciélagos, ratas, y otros bichos que es mejor no conocer.

«¿Qué me asusta tanto?», se preguntó, revolviéndose entre las sábanas. Se había enfrentado a hombres armados, había contemplado a la muerte cara a cara. Esto únicamente eran túneles oscuros. Además, ya conocía una pequeña parte. De niña, ella y Lysa se aventuraron a explorar por su cuenta, en cuanto su hermana aprendió la contraseña, desoyendo las advertencias y prohibiciones de su madre. Eso sí, cuando las pilló, las cayó un gran rapapolvo y un buen castigo. Confiaba en que Edel recordara bien el camino, porque si se extraviaban… Bueno, nadie podría encontrar sus restos allí abajo. Cerró los ojos con fuerza, obligándose a no pensar en ello, intentando dormir de una vez.

A la mañana siguiente, su madre fue despertando a todo el mundo bastante pronto. Demasiado. Hasta el amanecer parecía quejarse de que la buena mujer le metiera prisa. Desayunaron ligero, y después cerraron y aseguraron las ventanas y las puertas de la casa. A los caballos, les dejaron libres en el exterior, aunque dispusieron unos tableros a la entrada del paso, entre las rocas, para que no salieran del perímetro. Mientras permanecieran allí, estarían seguros. Respecto al Señor Uñitas, no les preocupaba mucho. El viejo felino se bastaba de sobra para cazar y procurarse su propio alimento.

Repartieron los pertrechos, aunque los hombres cargaban con las cosas más pesadas. Ellos mismos insistieron. Y ellas tampoco discreparon con mucho ahínco. Llevaban un buen surtido de antorchas, odres con agua y provisiones. «Demasiado, me parece, para el tiempo que tardaremos en llegar al templo. Y en volver, claro. Con suerte», pensó Zari. De repente, fue consciente de que quizás no regresarían, que existía la posibilidad real de que fuera un viaje solo de ida. No se lo había planteado mucho, en verdad. Justo lo que necesitaba en ese momento para calmar sus nervios.

En cuanto estuvieron listos, bajaron por la estrecha escalera de piedra que conectaba la planta principal de la casa con el sótano. El aire allí abajo estaba cargado, con un ligero olor a humedad. Frente a ellos, se encontraba un pesado portón de madera reforzada con barras de de hierro. Y a un lado, un montón de barras metálicas de plomo. Zari se percató de que Rendel miraba con curiosidad el metal, y se acercó a él, para susurrarle al oído:

—Algún día os contaré para que sirve todo eso. Pero ahora, atento, esta sí que es una puerta mágica.

—¿Tiene contraseña? —respondió el muchacho, ilusionado.

—Algo así…

Edel levantó las manos, y pronunció unas palabras graves que retumbaron por la sala. Ni siquiera parecía que procediesen de ella, era como si las mismas piedras hablaran. El portón crujió, y se movió un poco. Durante un instante, dio la impresión de que no se iba a mover más, pero un momento después, comenzó a girar por sí solo, lentamente, chirriando de una forma bastante escandalosa. Quedaba muy claro que era imposible abrirla con disimulo o discreción. Una bocanada de aire rancio y salobre les golpeó en la cara. Encendieron las antorchas, y a una palabra de su madre, las lámparas de la casa se apagaron al unísono, dejándoles entre penumbras.

—Pasad sin miedo —dijo Edel, atravesando el umbral e invitándoles a cruzar con un gesto —. La primera zona de las cavernas ha sido tallada durante generaciones, y es lisa y segura. Más allá, la cosa se complica un poco, pero no demasiado.

Zari tragó saliva. La luz temblorosa de las antorchas no proporcionaba mucho consuelo. Nada más pasar la puerta, se encontraron con una sala semicircular y amplia, con las paredes decorada con columnas talladas directamente en la roca. No servían de nada, pero eran bonitas. Una vez que entraron todos, Edel volvió a recitar unas palabras, y el portón se cerró tras ellos, con un fuerte golpe.

—Ya no hay vuelta atrás —susurró Zari a Rendel, impostando una voz grave y tensa, para asustarle. Pero no era verdad. No del todo, al menos. Ella y su hermana conocían también las palabras, cualquiera de las tres podría abrir la entrada de nuevo. Parecía que el engaño surtió efecto, pues el muchacho la miró con cierta preocupación. Zari se giró para ocultar su sonrisa traviesa. Sonrisa con la que intentaba cubrir su propia intranquilidad, todo sea dicho.

Edel pasó delante, guiando al resto. Le seguía Alaric, con una antorcha en la mano, y justo por detrás, Lysa. Zari iba tras ella, y cerrando el grupo, Rendel, que portaba otra antorcha. Aunque iban en fila, el pasillo excavado tenía la suficiente anchura para que pudieran ir de dos en dos, de haberlo deseado.

Zari recordaba este pasadizo aún más grande de lo que era en realidad. Se fijaba en las paredes, y en las sombras danzantes que ellos mismos proyectaban sobre ellas. A medida que avanzaban, las manchas oscuras de moho eran cada vez más evidentes, y se notaba que la piedra exhumaba humedad, brillando bajo la luz. Aparte de sus propios pasos, se escuchaban lejanos goteos y ecos, y un ulular grave, seguramente producido por las corrientes de aire.

Tras un par de giros en el camino, el suelo pasó de ser de una suave superficie labrada, a simple roca, piedras y arena húmeda. Las paredes dejaron de ser perfectas tallas verticales, y el techo tomó su forma natural abovedada e irregular. Incluso asomaban algunas raíces habían conseguido llegar a esa profundidad, en busca de agua. El aire se volvía más denso y caliente con cada paso. Pronto, las gotas de sudor se deslizaron por la frente de Zari, el calor pegajoso se apoderó de su cuerpo, y el vestido se le adhirió a la piel. «No. Definitivamente, no me gustan las cuevas, ni las cavernas. Dioses, pero si ni siquiera me gustan los sótanos», pensaba con amargura.

Llegaron a la primera bifurcación. Uno de los caminos, parecía subir de nuevo hacia la superficie. El otro, en cambio, daba la impresión de que continuaba descendiendo. Aunque Zari tampoco podía asegurarlo, las antorchas únicamente iluminaban unas pocas varas a su alrededor. Más allá, todo era oscuridad.

—Hay que descender —indicó su madre —. La buena noticia es que, durante primera mitad del camino, iremos cuesta abajo. La mala, en cambio, es que el resto tendremos que volver a subir, hasta regresar a la superficie. Y os aviso que el desnivel es grande. El ascenso será agotador.

«Agotador o no, lo importante es salir de aquí lo antes posible», pensó. Notó que Rendel la agarró de la mano. Le miró de reojo y él sonrió, apretándole los dedos con suavidad. Parecía haberse dado cuenta de su nerviosismo. Zari respiró hondo y apretó de vuelta, agradecida por ese simple gesto. Sí, todo saldría bien. O al menos eso quería creer.