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23 - El Perro Celado.

La noche les perseguía, y podían ya atisbar las estrellas floreciendo en el cielo. Lysandra había decidido sentarse al frente del carromato, junto a Alaric, ya que no soportaba continuar tumbada. Apoyaba una mano en el banco de madera, y la otra la llevaba sobre el costado, pues con cada bache del camino, notaba un pinchazo. Y es que la herida que había sufrido, aunque estaba ya cicatrizada, como si ya hubieran pasado años, seguramente le dolería el resto de su vida. No era para menos, habría sido mortal, de no ser por los cuidados de su madre, que se había quedado dormida en la parte de atrás, tumbada junto a Zarinia.

Tenía, además, mucha hambre, pues solo pudo comer unas nueces que le había dado Edel. La buena mujer siempre llevaba algún fruto seco en los bolsillos. Pero no le consiguió quitar el apetito. Ya no quedaba nada del calor del día, y el viento gélido del norte soplaba cada vez con más fuerza. Se cubría como podía, aunque en cierta forma lo agradecía, pues le refrescaba la cara y la espabilaba. El Señor Uñitas estaba a resguardo sobre su regazo, bajo la capa.

Observaba el monótono paisaje de piedras grises, que se apagaba por momentos, junto con la luz del día. Pero sin verlo en realidad, pues andaba sumida en sus pensamientos. No podía quitarse de la cabeza la imagen del Cuervo, manoseándola. Un recuerdo que le causaba náuseas. Alaric le dijo que no llegó a matarlo. Eso la enfurecía. De ser ella, no lo hubiera dudado.

Todo parecía ir mal. Habían estado a punto de morir, y su hermana permanecía catatónica. Aunque, al menos, pudieron encontrarse con su madre, y escapar. Era un pequeño consuelo para ella. Ahora deberían esconderse en la vieja cabaña, durante no se sabe cuánto tiempo, hasta que se les ocurriera la forma de recuperar ese maldito medallón. Ya casi ni recordaba el lugar, pues se fueron de allí cuando ella aún era muy pequeña. Zarinia ni siquiera había nacido.

Tras un último recodo del serpenteante camino, divisaron la posada sobre una estribación, bajo los retazos finales de la luz diurna que escapaban por el horizonte. El lugar estaba rodeado de una muralla baja de piedra, que delimitaba su perímetro, y de las tres chimeneas de la casa salía un humo blanquecino, que se disipaba con rapidez por el fuerte viento de la cima. Aún a lo lejos, se escuchaban voces, música y risas procedentes de su interior, y podían ver las ventanas iluminadas con una cálida luz amarilla, que contrastaba con la fría oscuridad que lentamente lo envolvía todo. Pasaron bajo el arco de piedra y madera, del que colgaba el letrero con el nombre del lugar. “El Perro Celado”. Tenía unos portones de tableros, pero hacía mucho que no se cerraba, y la vegetación había crecido alrededor de los batientes, haciendo imposible moverlos.

Alaric le contó antes que el sitio debía su nombre a una especie de broma del dueño, un tipo grande y sudoroso, calvo en la coronilla y de barba canosa, espesa y larga, llamado Gelthrán. El hombre tenía problemas de dicción, y a veces confundía las palabras. En realidad, quiso haber usado inicialmente el nombre de “Cerro Pelado”, en referencia a la planicie rocosa y desnuda de vegetación en la que se encontraba. Sin embargo, terminó cambiándolo a "El Perro Celado", que era lo que solía decir cuando hablaba rápido.

Finalmente, alcanzaron la pequeña extensión donde se guardaban los carromatos, frente al edificio. Había otros tres carros, aparte del suyo, y nada más llegar, un par de mozos salieron a su encuentro para hacerse cargo de los caballos y llevarlos a los establos. Lysandra bajó junto a Alaric, con la intención de ir a pedir una habitación, mientras su madre se quedaba cuidando de su hermana en el carro.

El edificio era grande, de tres plantas, con un amplio patio interior, abierto por un extremo de la casa, y al que se accedía atravesando un arco de madera. Allí se podía ver varias mesas y sillas ocupadas por grupos de comensales, que comían y bebían alegremente, bajo un techo formado por las frondosas hojas de las parras que crecían reptando por las paredes. Un par de juglares tocaban algunas melodías en un rincón, para deleite de unas niñas que bailaban en corro, iluminadas por la hoguera crepitante en el centro del patio.

El resto de la estructura era rectangular, con el primer piso hecho de piedra gris y ventanas pequeñas, y los dos pisos superiores construidos de madera, con gruesas vigas oscuras. Varios balcones, adornados con macetas y flores, sobresalían de las paredes que daban al patio. Las ventanas exteriores eran más pequeñas y sencillas, para proteger mejor contra los vientos que a menudo azotaban el edificio durante el día. Afuera, cerca de los establos, el aire olía fuertemente a estiércol, pero al moverse hacia el patio, el aroma cambiaba al de la suculenta carne asada. El estómago de Lysandra rugió ruidosamente, tanto que incluso Alaric lo notó.

Cuando entraron al patio, Gelthrán, el dueño, salió a recibirles entre el jolgorio, sudando y cubierto con un manchado delantal. Le solicitaron un par de habitaciones, y decidieron que, por seguridad, sería mejor cenar en ellas, en vez de en el patio junto con el resto de los viajeros. Pidieron también que les prepararan el baño, pues todos lo necesitaban de verdad. Lysandra estaba ansiosa por desprenderse de todas esas ropas sucias y malolientes de una vez. Tras pagar un precio algo elevado por todo esto, se dispusieron a regresar al carromato a recoger a Edel y Zarinia.

—¡Cazados! —dijo de repente una voz juvenil, a su espalda. Era Verruga, que se había escabullido por detrás, y los miraba sonriente, orgulloso de que su “emboscada” hubiese salido bien. Llevaba un palo en una mano, a modo de espada, y una jarra de cerveza en la otra, lo que explicaba su semblante alegre, y el rubor en sus mejillas.

—¡Dioses, Verruga! No estamos para sustos. ¿Te encontraste con algún problema? ¿Llevas mucho aquí? Y… ¿Cuántas jarras te has tomado ya? —dijo Alaric, estudiando las facciones sonrosadas del muchacho.

—¿Esto? No, es la segunda. Habré llegado como hace una hora, a lo sumo. Y nada sospechoso. Algunos viajeros que iban y venían, pero ninguna patrulla, ni bandidos.

—Bien. Acabamos de pedir un par de habitaciones, e íbamos a recoger a Edel y Zarinia, que están en el carro —prosiguió Alaric.

Verruga pareció recordar de repente que es lo que los había llevado allí, y la sonrisa se le borró de la cara.

—Zari. ¿Cómo se encuentra?

—Sigue igual. Madre ha estado cuidándola durante el camino, pero… —dijo Lysandra, con tristeza.

—¡POR TODOS LOS DIOSES Y TODOS LOS DEMONIOS!

Los gritos de Edel interrumpieron a Lysa, y se escucharon hasta en el rincón más apartado de las montañas. Corrieron de vuelta al carromato, encontrándose a la anciana, que apoyaba la cabeza de Zarinia en su regazo.

—¡LA MADRE QUE LA PARIÓ, QUE SOY YO!

—¿Qué ocurre? —preguntó asustada Lysa, asomándose por debajo de la lona.

—¡Tu hermana! No sé si pegarle un bofetón, o darla cien besos. La muy desgraciada está durmiendo como un tronco. No sé ni cuantas horas llevará así. Y yo preocupada…

En efecto, Lysandra vio, entre el asombro, la alegría y el enfado, a su hermana roncando profundamente. Tenía la boca abierta, y una babilla empezaba a asomar por la comisura. No era la imagen más femenina y delicada para una doncella hechicera, pero los tres saltaron al carro a abrazarla, riendo aliviados. Verruga, presa de la alegría, y puede que también de los vapores etílicos, fue a darle un beso, aunque se encontró la arrugada mano de Edel en su camino.

—Muchacho, calma tus pasiones. No sé cómo harán las cosas en tu tierra, pero de donde yo vengo, no se besa a una dama sin permiso —dijo, con ligera desaprobación. El chico se apartó, avergonzado.

—Que… ¿Qué ocurre? —preguntó de repente Zarinia, con voz ronca y la boca seca. Entreabrió los ojos, y se encontró a los cuatro, contemplándola asombrados.

—Ocurre que tu cabezota es tan dura que ni la magia salvaje pudo hacer mella en ese cráneo tuyo —dijo Lysandra, riendo, pero con lágrimas asomando en sus ojos.

— Lo siento, me he dormido… No habré roncado, ¿verdad? Oh, Rendel. ¿Estás aquí también? —dijo, incorporándose y sonriendo al ver al joven, mientras se limpiaba la babilla con la manga de forma muy poco elegante, para desesperación de Edel. Le fue a coger la mano, pero recibió un manotazo.

—¡Señorita! ¿Es que no os he enseñado modales? No sé qué negocios os traéis con este muchacho. Veo demasiadas confianzas. Además, nos tenías a todos muy preocupados. Dime, ¿qué recuerdas? ¿Me oyes bien? ¿Cuántos dedos ves? ¿Te puedes mover? ¿Te duele algo? A ver esos ojos —decía Edel a la vez que inspeccionaba a Zari de arriba a abajo, meneando su cabeza como el que investiga una sandía para comprobar si está madura.

—¡Mamá, por favor! —se quejó la muchacha.

—Lo mejor en este momento será entrar a la posada —dijo Alaric, sonriendo y bajando del carro.

—Sí, y darnos un baño. Y comer algo, por favor —continuó Lysandra, con una sonrisa que se mezclaba con su expresión de agotamiento —¿Puedes andar, Zari?

—Claro, ¿por qué no iba a poder? Pero me vais a tener que explicar muchas cosas, porque no sé ni cómo he llegado aquí. Ni dónde es aquí. ¿Dónde demonios estamos? —respondió Zarinia, asomándose extrañada al exterior.

—¿No recuerdas nada? Bueno, vamos dentro. Allí hablaremos con tranquilidad —dijo Lysandra, ayudando a su hermana a bajar.

Verruga se ofreció a ayudar también a Edel a descender, intentando congraciarse con la mujer, pero esta le apartó la mano y saltó al suelo, de forma sorprendentemente ágil para alguien de su edad. Alaric le indicó que aguardara fuera durante un rato a Cangrejo, mientras ellos subían los pertrechos a los aposentos.

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Las habitaciones resultaron ser bastante acogedoras. Se encontraban en la primera planta, con las puertas enfrentadas, además. Eran amplias, con grandes chimeneas que mantenían un cálido y agradable ambiente en su interior. Cada habitación contaba con cuatro camas bastante cómodas, una mesa sólida, sillas bien construidas, un par de armarios robustos y un pequeño apartado con una gran tina de baño, todo dispuesto para ofrecerles una estancia cómoda y reparadora.

Se despidieron de Palillo, que entró a su habitación. Al poco, las muchachas de la posada les subieron la cena. Sencilla, pero abundante. Dejaron que Zarinia pudiera darse un baño. Mientras tanto, Lysandra daba buena cuenta de una pechuga de pollo asado con guarnición, que disfrutó cual si fuera la mejor comida que había probado nunca, haciendo caso omiso a los reproches de su madre, que insistía en que comiera más despacio. “Como una señorita, no como un bárbaro estepario”.

Una vez que su hermana terminó, aguardó a que cambiaran el agua, y pudo al fin entrar a bañarse en el pequeño apartado, separado del resto de la sala por unos tablones de madera decorados. Se desvistió, mientras oía a su madre regañar también a su hermana por sus modales en la mesa, y sus confianzas con Verruga. Su ropa hedía a sudor, a sangre seca, y al polvo del camino. Suerte que habían subido mudas limpias para las tres.

Estuvo un rato estudiando su cuerpo desnudo, iluminado por la tímida luz de un par de candelabros. Se observó en un espejo antiguo y algo torcido, con partes faltantes que devolvían una imagen ondulada y distorsionada. Aun así, pudo ver con claridad su cara sucia y desmaquillada, su pelo revuelto, los moratones y rasguños que cubrían todo su cuerpo, y la gran cicatriz blanquecina que había dejado la espada, a medio palmo por debajo de su pecho derecho. Debería estar muerta. Se sumergió con un suspiro de satisfacción en la sencilla tina de bronce, llena casi a rebosar con agua caliente y perfumada con pétalos de flores que flotaban en la superficie. Se quedó adormilada, sin ninguna prisa por terminar.

Hasta que Edel asomó la cabeza, apurándola para que saliera de una vez, que ella también quería darse un baño. Lysandra salió de la tina, con gran esfuerzo, pues parecía que todo el cansancio acumulado se le había presentado de repente. Por fin, ya no olía a cuadra. Se puso un camisón de lino blanco, y se lanzó sobre la cama. Antes de que las muchachas cambiaran el agua para su madre, ella ya había caído rendida.

Tuvo unos sueños extraños. Se encontraba desnuda, en una tina de bronce. Pero no tenía agua, y sentía frío, No, no era una tina, era una fría lápida de mármol, en lo alto de un páramo, y bajo un cielo estrellado de color púrpura. Tres hombres la rodeaban, mientras recitaban algo en un idioma que desconocía, y elevaban las manos hacia el firmamento. Sus rostros estaban ocultos por capuchas oscuras y la luz de las estrellas hacía resplandecer sus ojos con un brillo perturbador. El cielo se abrió, en una inmensa brecha, por la que se coló, o más bien desparramó, algo informe y oscuro. Pero lo que fuera a ocurrir, quedó interrumpido por un fuerte ruido en el pasillo. Se incorporó sobresaltada, y vio a su hermana en la cama de su derecha, dormida como un tronco. «Esta chica… ya podría pasar a su lado un regimiento a caballo, que no se despertaría», pensó. Su madre, en cambio, se había colocado junto a la entrada, vestida únicamente con su camisón, y un gorro para dormir. Agarraba, además, un atizador de hierro con ambas manos. Escuchó el entrechocar de metales, al otro lado de la puerta, y un grito. Y al momento, alguien llamo con urgencia. Reconoció la vivaz voz de Verruga:

—¡Rápido, levantaos! ¡Nos han encontrado!

—No puede ser, ¿cómo es posible? —dijo Lysandra, mientras se levantaba a la carrera.

Nada más abrir la puerta, se topó con el joven. Iba descalzo, con el pelo revuelto, y solo llevaba las calzas y la camisa, cubierta de sangre. En una mano, portaba una de sus dagas. La otra, asomaba del pecho de un soldado, que yacía apoyado en la pared, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta. El blasón de la sobrevesta no dejaba lugar a dudas. Un águila rampante de oro sobre campo de azur. El escudo de armas de Brademond.

—No os preocupéis, no es mi sangre —dijo, al percatarse de la mirada de Lysandra —. Recoged lo más necesario, debemos salir de aquí lo antes posible. Palillo les está conteniendo en la puerta.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Cuándo han llegado? ¿Cuántos son? ¿Quiénes son? —pregunto Lysandra, atropelladamente.

—No lo sé. Palillo se quedó haciendo guardia fuera, y acordamos que avisaría si pasaba algo. Hace nada he escuchado el golpe de una piedra en la ventana, he bajado corriendo, y allí me lo he encontrado, peleando con un soldado, pero justo en ese momento ha entrado este otro, y le he tenido que parar aquí en el pasillo.

—¿Solo dos soldados? ¿Y Cangrejo, no ha llegado aún? ¿Y Alaric? ¡Hay que ayudarle! —continuo Lysandra, al borde de un ataque de nervios.

—No os preocupéis, voy ahora mismo con él. Pero mientras, ¡no os demoréis! Debemos partir antes de que llegue el resto. Estos dos son solo la avanzadilla —respondió el joven, que acababa de recuperar su daga del pecho del soldado muerto y salía corriendo hacia las escaleras.

Lysandra y su madre arrastraron el cuerpo al interior de la habitación, pues escucharon cómo desde el resto de aposentos se empezaban a oír ruidos y voces de la gente que se estaría despertando por el escándalo. Por un momento, se quedó sopesando la espada en su mano. «Que haces con esto, Lysandra. No sabes usarla, te vas a acabar pinchando un pie, o algo peor», pensó, y finalmente decidió lanzarla sobre la cama.

Mientras su madre empacaba lo más rápido que podía, intentó despertar a Zari. Aunque no lo consiguió hasta que no la agarró por los hombros y la meneó como un saco.

—Pero ¡qué ocurre! Es la segunda vez que me despertáis hoy. ¿Es que no puede una dormir tranquila un rato? —se quejó la muchacha, con un bostezo.

—Vamos, Zari. No han encontrado, tenemos que salir de aquí ya.

—¿Qué nos han encontrado? ¡Qué pesadilla, de verdad! —Zari se incorporó, y vio el arma sobre la cama de Lysandra —. ¡Anda, una espada! ¿Desde cuándo tienes una? Y… ¡Dioses, hay un cuerpo ahí tirado! ¿Quién demonios es?

—Un soldado. Se lo ha cargado tu noviete. Vamos, ponte en marcha —dijo Edel, regañándola.

—Mamá, no es mi novio. Creo —respondió Zari, ruborizada.

—¿Como qué no? Está claro que le tienes bien pillado —replicó su madre, con una sonrisa burlona.

—Ya, bueno… Me gusta, pero es que prácticamente nos acabamos de conocer…

—¿No tenéis otro momento para hablar de estas cosas? —exclamó Lysandra, exasperada —. Alaric está abajo, jugándose la vida.

—Ya veo que el tal Alaric también te preocupa bastante —dijo Edel, guiñando un ojo a Zarinia, que le devolvió una sonrisa cómplice.

—¡Mamá, por favor! Ahora no… —respondió Lysa, con la voz cansada. Echó otro vistazo a la espada, y tras pensarlo un poco, la volvió a coger. No podía ser tan complicado, ¿verdad? La punta pinchaba, y el filo cortaba. Como un cuchillo, pero más grande. Y en todo caso, la podría manipular con un hechizo, si fuera necesario.

No perdieron el tiempo en vestirse. Cubrieron sus camisones con las capas, y se pusieron las botas, para bajar rápidamente. Se encontraron con uno de los hijos del dueño de la posada al pie de las escaleras, que se asomó alertado por los gritos, pero le ignoraron y salieron al patio a toda velocidad. Allí se encontraron a Palillo y a Verruga, que habían recogido los caballos de los establos. No se veía rastro del soldado con el que se había estado batiendo Alaric, salvo unas manchas oscuras en la arena del suelo.

—Dejamos el carro aquí, iremos más rápido sin él. Dejad el equipaje más voluminoso, llevad solo lo necesario —dijo Palillo, mientras entregaba las riendas a Lysandra.

—¿Cómo nos han encontrado tan pronto? —preguntó ella, soltando nubes de vaho.

—No sé si venían a por nosotros, o ha sido la casualidad, pero no pienso esperarles aquí para averiguarlo. Lo cierto es que me han atacado, nada más verme. Y de seguro que vendrán más, en cuanto no reciban noticias de sus exploradores.

—¿Y Cangrejo? ¿No ha llegado aún? No estaba tan alejado como para tardar tanto —dijo Lysandra, con preocupación.

—Tenéis razón —respondió Alaric, bajando la mirada, y negando con la cabeza —. Debería haber llegado hace tiempo. Pero quizás se cruzó con esta patrulla, y se ha tenido que desviar. Esperemos que esté bien. Voy a esperarle, oculto, cerca de aquí. Mientras, Verruga os acompañará por el camino que teníamos planeado.

—No, no deseo que nos abandonéis. Cuanto más nos separamos, peores cosas nos ocurren. ¿No hay otra forma?

—Necesito saber si Cangrejo está bien. Y comprobar dónde se dirige la patrulla. Y cuántos son —contestó Alaric, dando un paso hacia ella.

—¿Y si les plantamos cara de una vez? Estoy cansada de huir. ¡Con mi madre y mi hermana aquí, seguramente podríamos con ellos sin problema! —aseveró Lysandra, apretando los puños y levantando la espada de forma amenazante.

Alaric tuvo que apartar la cara, para evitar un tajo en la mejilla.

—Tened cuidado con eso, por favor… —dijo Alaric, medio sonriendo y medio asustado, bajando la punta del arma con la mano. Después, miró con solemnidad a Edel —. ¿Qué dice la Guardiana? ¿Sería capaz de enfrentarse a todo un regimiento?

—Hija mía —dijo la anciana, cogiendo las manos de Lysandra, y mirándola con ternura —. Aún no es el momento. Tu hermana sigue débil. No lo dice, aunque lo veo en su mirada. Y tú también. Eres valiente y poderosa, pero debes recuperarte del todo. Y yo… sinceramente, mi niña. Soy una vieja. Ya no soy la Guardiana de antaño. ¿Podría luchar contra una columna de soldados? Seguramente. Pero no podría protegeros a todos. Y si llegaran refuerzos, tendríamos un problema. No, mi querida niña. Hoy es día de huir y vivir. Mañana, será el día en el que pelearemos.

—Pero no deseo dejar aquí solo a Alaric —suplicó Lysa.

—Y yo no deseo que os arriesguéis a quedaros —contestó Alaric.

—Y yo no deseo abandonarte, Palillo. Ni abandonaros a vos —dijo Verruga, mirando a Zari con resignación.

—¡Ni yo deseo que me abandonéis ninguno! —replicó Zari, asustada.

—Nadie desea abandonar a nadie ni nada de ninguna de esas cosas, está claro —dijo Edel, nerviosa, en un trabalenguas involuntario —. Pero si Alaric quiere esperar a su amigo, es su derecho y su decisión. Algo muy loable, además. Os propongo una cosa —continuó, intentando calmar a todos —. Marcharemos montaña arriba, pero no nos alejaremos demasiado. Lo justo para vigilar el camino, con la suficiente antelación por si tuviéramos que continuar la huida. Os esperaremos allí arriba, a vos y a vuestro compañero.

—Me parece un plan muy justo —replicó Alaric, asintiendo levemente con la cabeza.

—Pero debéis prometerme que no os arriesgareis —le rogó Lysandra —. Permaneced oculto. Y regresad con nosotras en cuanto os sea posible.

—Tenéis mi promesa.

Se quedó mirando fijamente a Alaric, que le devolvía la mirada con intensidad.

—Ejem —carraspeó Zari —. Venga, si os vais a besar, hacedlo ya. No tenemos toda la noche,

—¡Zarinia! —exclamaron Lysandra y Edel, a la vez, mientras Alaric se alejaba, disimulando una sonrisa.

Montaron y comenzaron la marcha, al galope. Volvió la vista atrás una última vez, antes de cruzar el arco de la entrada, y pudo ver en la puerta de la posada la silueta de Gelthrán y de algunas personas más. Llevaban lámparas y lo que parecían palos. Pero ya no había rastro de Alaric, ni de su caballo.