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14 - El Castillo.

Acamparon junto a la muralla oeste, donde el viento era más amable. Se cobijaban bajo una lona encerada, estirada desde el carro hasta el suelo a modo de tejadillo, y aguardaban sentados sobre mantas de lana, calentándose al lado de una pequeña fogata. No tenían permitido el paso al interior del castillo, pero simplemente con estar a resguardo junto a la muralla, disfrutaban de mayor seguridad que si hubieran acampado en el bosque. Salvo por el pequeño detalle de que eran buscados, precisamente, por la guardia de ese lugar.

La oscuridad les rodeaba, aunque todavía se podían atisbar los últimos jirones de la luz del día, resplandeciendo sobre la línea de montañas del horizonte. Bajo el desnudo páramo en el que se asentaba el castillo, las copas de los árboles se extendían en todas direcciones, como un mar oscuro e irregular, meciéndose en olas con el viento nocturno entre el follaje. Las torres y las almenas se recortaban contra el cielo de la noche, que se había ido cubriendo de nubes en las últimas horas de la tarde. «Solo faltaría que nos lloviera», pensó Lysandra.

Se acurrucaba junto a su hermana pequeña, pues la noche refrescaba bastante. Nada que ver con el calor que estuvieron soportando durante todo el día. Tenía a su lado a Palillo, que parecía estar fraguando algún plan, como de costumbre. Su idea anterior se torció con el inesperado ofrecimiento del sargento de la patrulla, y ahora ella no tenía demasiado claro si la situación había mejorado, o empeorado.

No eran los únicos acampados junto a las murallas. Los acompañaban otros dos carros, separados aproximadamente a veinte varas, con tres grupos de personas, que se protegían del frío nocturno de forma similar a como lo hacían ellos. Se les oía hablar, y soltar alguna risotada ocasional. Lysandra no llegaba a entender muy bien lo que decían, parecían extranjeros. Seguramente comerciantes, como ellos. O más exactamente, gente que se hacía pasar por comerciantes. Como ellos.

—A lo mejor podríamos usar la baza de la costurera —propuso Cangrejo, mientras terminaba de dar vueltas con el cucharón de madera a lo que estuviera guisando en la pequeña olla de hierro —. Si dejan pasar a Lysa, lo mismo nos puede facilitar alguna entrada.

Lysandra se sorprendió un poco con la confianza que se había tomado Cangrejo, tanto como para llamarla “Lysa”. Pero no le molestó en absoluto.

—No lo veo claro. Si entra, la meterán a algún cuarto de la servidumbre a remendar uniformes, y no le quitarán la vista de encima. Le será bastante difícil ausentarse —respondió Palillo.

—¿Y si seguimos con el plan inicial? —apuntó Verruga —. Total, ya estamos en la muralla. Nos vamos arrastrando pegados a la pared, hasta alcanzar el lado norte, y allí escalamos, tal como teníamos pensado al principio.

—Es lo que preferiría, pero los guardias de la puerta nos tienen un poco controlados. Tendríamos que distraerlos de alguna manera —dijo Palillo, mientras juntaba las manos por debajo de la barbilla, como para pensar más intensamente.

—Lo mismo Zari puede crear una de sus ilusiones, al igual que hizo con mi mano —replicó Cangrejo roncamente, levantando su pinza de hierro y sonriendo a la muchacha, que le devolvió la sonrisa también —Llegué a creerme que la había recuperado de verdad.

“Zari”. Cangrejo ya parecía de la familia, pensó Lysandra. Quizás tendría que empezar a llamarle también por su nombre, en vez de por su apodo.

—Bueno, es la segunda cosa que mejor se me da. Las ilusiones. Aunque soy más hábil con la sanación. Pero podría intentar algo —sugirió Zari. Tenía la voz un poco aterida por el frío, y se juntó más a ella, tapándose con la manta hasta la barbilla.

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Lysa se hizo una apuesta consigo misma. «Veamos cuanto tarda el joven Verruga…».

—¿Tienes frío, Zari? —dijo el muchacho al momento, acercándole su manta.

—¿Seguro? Te resfriarás —respondió su hermana, que no había tardado en aceptarla, y mostraba escasa intención de devolvérsela.

Tres segundos. Lysandra asintió con satisfacción, y no pudo evitar que se le formara una sonrisa en la cara. Lo mismo había desarrollado poderes de pitonisa, o de adivina. No, no era eso. Estaba claro que el muchacho perdía la cabeza por su hermana. «Pobrecito. Cómo se nota que no la tiene que soportar todos los días», pensó.

—Os veo muy risueña.

Se dio cuenta de que Palillo la observaba, con cierta curiosidad. ¿Tan raro era verla sonreír?

—Y muy callada también —continuó el hombre —. ¿Tenéis algo en mente, que nos pueda ayudar?

—Quizás. Creo que podría dormir a los guardias de la entrada. Y pasar por allí, sin tener que trepar por las murallas.

Todos se quedaron mirándola, serios y pensativos.

—Mi hermana es excelente dominando mentes —dijo Zari, apoyándola.

—No digas “dominar mentes”. Suena peor de lo que es. Yo prefiero llamarlo “doblegar voluntades” — se excusó.

—A mí me parece lo mismo —señaló Cangrejo, arqueando las inexistentes cejas.

—Y a mí —terminó de apuntar Verruga.

Palillo seguía meditando en silencio, mirándola. Empezó a incomodarse un poco. ¿Por qué la miraba así?

—Lo cierto es que me ha sorprendido que tengan el portón abierto y el rastrillo subido. Y me he fijado que la guardia es un poco… escasa —dijo al fin —. Es muy sospechoso. Pero si pasamos por la puerta, nos será sencillo cruzar el patio, ocultándonos entre las sombras, y colarnos por la cocina. La última vez accedimos por ese lado sin problema. Y desde allí, es relativamente fácil alcanzar las escaleras que suben a los aposentos del Conde.

—Ya sabéis que, si uso mi Poder, no podréis contar conmigo durante un rato.

—Eso me temo. Es un problema…

—Vayamos todos. Yo os puedo ayudar mientras mi hermana se recupera —dijo alegremente Zarinia.

—¿Qué? No, ni hablar. Ahí dentro va a ser muy peligroso. Y alguien se tiene que quedar aquí fuera, guardando los caballos —replicó Verruga, molesto.

—Los caballos no van a ir a ninguna parte. Y esta gente no va a robarnos si piensan que tienen a los guardias vigilándoles —respondió su hermana con vehemencia.

—No, ya os he dicho que va a ser peligroso.

—¿Cómo qué no? ¿Y quién os creéis que sois para decirme lo que debo o no debo de hacer? —replicó Zari, subiendo el tono, y con el ceño fruncido.

—¡No seáis cabezota! —replicó Verruga, elevando la voz también —. Si lo único que pretendo es…

—¡¿Cabezota?!

Palillo, Cangrejo, y ella, se quedaron mudos, contemplando la escenita de los dos jóvenes. Hasta se habían dejado de oír las voces procedentes de las carretas vecinas.

«Ay, qué bonito. Su primera pelea», pensó Lysandra.

Zari y Verruga se dieron cuenta de que el resto los miraba, y se quedaron callados, enfurruñados, con los brazos cruzados, y un poco avergonzados.

—Maese Verruga —dijo al fin Lysandra, con tono conciliador —. Os agradezco la preocupación que mostráis por el bienestar de mi hermana, pero debéis saber que podemos cuidarnos solas, no somos unas simples damas indefensas. Os acompañaremos dentro, si eso ayuda a conseguir el medallón.

—Pues no se hable más. Yo ya estoy dispuesto —mascullo Cangrejo, mientras hacía ademán de ponerse en pie.

—Calma, amigo mío. Esperemos a que avance un poco más la noche, y que nuestros vecinos se duerman. El silencio nos ayudará a escuchar si hay guardias cerca. Ahora descansemos un rato, nos va a hacer falta —concluyó Palillo. Lysandra estaba totalmente de acuerdo.