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17 - Sendas separadas.

Lysandra azuzaba a Panecillo, animándole a correr a toda velocidad. El pobre y manso animal hacía lo que podía, pero no era habitual para él las carreras tan largas, y empezaba a descolgarse del grupo, soltando espumarajos por la boca. Ella tampoco era la mejor amazona. Estaba acostumbrada al trote suave de los paseos tranquilos de la tarde, no a las huidas a vida o muerte a primera hora de la mañana. Además, en ayunas, lo que la ponía de mal humor. La adrenalina de la persecución mantenía su cuerpo demasiado tenso, haciendo que la carrera fuera más incómoda aún si cabe. Su hermana Zari, en cambio, cabalgaba con mucha mayor facilidad, casi a la par de Palillo, que iba en cabeza. «¿Es que a esta chica no le da miedo nada?», pensó. Lo achacó a la confianza ciega de la juventud. Un momento. Ella era joven también, ¿verdad? «Por supuesto que sí, aún no he llegado ni a la treintena». De repente, le vino a la mente la imagen de las pocas amigas que había podido hacer durante su niñez. Todas, casadas y con hijos, dos la que menos, viviendo una tranquila y sencilla vida familiar. Y allí andaba ella, luchando contra las fuerzas de la oscuridad y huyendo a la carrera junto a una banda de ladrones. Apartó esos pensamientos de su cabeza, y espoleó a Panecillo, para que no perdiera el ritmo.

Volvió la vista atrás, intentando atisbar a sus perseguidores. Todavía no los veía. Estaban lejos, pero sabía que poco a poco recortaban la distancia. La tranquilizó, en parte, ver el puente de madera tras el siguiente recodo del camino. El puente de la Quijada, tal como dijo Palillo. No sabía muy bien que habría preparado, aunque seguro que tenía algo ya planificado. Fue la última en cruzarlo. El resto había descabalgado, y bajaban hacia el río. Palillo la esperaba, junto a los caballos.

—Desmontad y bajad con los demás. Yo me ocupo de las monturas.

—Pero, vos venís también, ¿verdad? —alcanzo a decir Lysandra, casi sin aliento.

—Alguien tiene que continuar la carrera. Llevaré a los caballos atados hasta una cueva cercana, para ocultarlos. El plan es que los soldados me sigan, al menos durante un rato más. Mientras tanto, os esconderéis bajo el puente. Hay una pequeña barca ahí, usadla para continuar por el río y encontraros conmigo a la entrada de Verdemar esta noche.

—No lo entiendo, ¿por qué no os acompañamos y nos ocultamos todos en la cueva? —preguntó Lysa, mientras luchaba por apartarse los oscuros mechones de cabello de la cara y miraba nerviosa a su alrededor.

—Así me aseguro de que escapáis. Además, llegar hasta allí es complicado, hay que salir del camino y hacerlo a pie. Lo conozco de sobra, iré mucho más rápido solo.

—Pero…

—No os preocupéis por mí. Cangrejo y Verruga cuidarán bien de vos, y de vuestra hermana. Ahora daos prisa, no deben ver a los caballos sin jinete.

Lysa dio unos pasos hacia el río. Pero algo la detuvo. No sabía muy bien por qué lo hizo. Quizás los nervios, quizás el miedo. Quizás, otra cosa. Se dio la vuelta y se acercó a él, cogiéndole las manos y mirándole a los ojos:

—No os dejéis atrapar. Os espero… Te espero en Verdemar, Alaric. Ve a la casa de mi madre, Edel. La reconocerás fácilmente, el único edificio pintado de amarillo, en el barrio de los curtidores —Le dio uno de sus pendientes, una especie de pluma de plata colgando de un pequeño aro —. Dale esto, dile que es un regalo suyo, y ella sabrá que eres de fiar.

—Cuenta con ello, Lysa.

Acto seguido, con un guiño y una sonrisa audaz, subió a su caballo, y partió, dirigiendo la yeguada hasta perderse en la siguiente curva del camino. Sería un gesto verdaderamente seductor, de no haber sido por el diente mellado, la nariz torcida y el ojo hinchado tumefacto. Aun así, Lysa no pudo evitar sonreír. Se quedó parada, observándole, con una sensación muy extraña en su interior, como un nudo en el estómago. Oyó a su hermana, apremiándola para que bajara, y corrió a ocultarse junto al resto, bajo el puente. Un par de minutos después, por encima de ellos, cruzó un gran número monturas a toda velocidad, repiqueteando con los cascos sobre los tablones y causando un ruido ensordecedor. Cuando estuvieron seguros de que habían pasado todos, deslizaron la pequeña barca de remos hasta el cauce, y comenzaron su viaje, ocultos entre los juncos espesos y altos que poblaban las orillas, ayudados por la suave corriente.

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Seguían el curso del río en silencio, atentos a cualquier sonido o señal de haber sido descubiertos. Pero nada más que alcanzaban a escuchar el agradable discurrir del agua, el roce de los juncos, el piar de los gorriones, y el ocasional graznido de las garzas. El bote era realmente pequeño. Cangrejo lo dirigía con lentitud desde atrás, con un bichero, y ella, su hermana, y el joven Verruga, se apiñaban, hombro con hombro, en la parte delantera. No estaba segura de que Palillo hubiera entrado en el bote. Quizás sí, por su delgadez. «Dioses, tenía que haber venido con nosotros».

—No os preocupéis por él, seguro que les ha despistado —dijo Cangrejo, con su voz áspera. Parecía que se había dado cuenta de su inquietud —. Conoce de sobra el camino. Esta noche nos reuniremos en las puertas de la ciudad.

Lysandra le miró e intentó sonreír, pero enseguida bajó la mirada de nuevo, y su semblante volvió a ser serio e intranquilo. Pensaba en Alaric. En unos pocos días, había pasado de ser un completo desconocido a convertirse en alguien por quien se preocupaba. No era normal en ella sentir apego tan pronto por nadie. Aunque también era cierto que no era habitual haber compartido experiencias de vida o muerte en tan escaso tiempo. Apenas cuatro días, nada más.

Se percató de que Verruga y Zari entrelazaban sus manos. Eso devolvió a su cara una leve sonrisa melancólica. Quizás era más importante que su hermana fuera feliz con el joven rufián, que intentar buscarle alguien “mejor”. El chico era majo, estaba enamorado, y había demostrado que se preocupaba de su hermana, y que cuidaría de ella. Para Lysandra, era más que suficiente.

Comenzó a jugar con el anillo que llevaba en su mano izquierda. El anillo de compromiso que le dio Lorenz aquella fría mañana de otoño. Una joya sencilla, de alguien con pocos recursos. Pero que en su pequeña piedra guardaba todo el amor que el hombre había albergado en su corazón. Recordaba su mirada de felicidad cuando ella accedió, los nervios, el beso apasionado, la fiesta con las amistades al día siguiente…

Y todos esos recuerdos felices se diluyeron con la imagen de la cara de su prometido, fuera de sí, apretando el afilado cuchillo contra el cuello de su hermana, para obligarla a darle el maldito medallón. Revivió el momento en el que se lo entrego a aquellos siniestros hombres, de los que nunca olvidaría sus facciones, y esa terrible y demencial sonrisa de Lorenz. Y tampoco podía borrar de su memoria ese brillo púrpura del fondo de sus ojos, de aquello que la miraba desde tan cerca y tan lejos a la vez. Ni el hilo de sangre que empezó a brotar del cuello de Zarinia. Y ella, introduciéndose en la mente de ese desquiciado hombre, para obligarle a soltarla y a cortarse su propia garganta. Y al terminar, la mirada de súplica e incomprensión en sus últimos momentos, pues aquello que lo dominaba le abandonó, al final del todo.

Había fallado. No lograron recuperar el medallón. Estuvieron a punto de morir. Y fue incapaz de contener a esa cosa. No tenía la fuerza ni el poder suficiente. No merecía ser la guardiana.

Sin darse cuenta, Lysa se encontró llorando desconsoladamente. El resto la miraba con tristeza, y su hermana la abrazó, compungida y con los ojos cubiertos de lágrimas también. Al menos, la consolaba saber que el Conde ignoraba la ubicación del templo. Si no, no las hubiera necesitado para nada.

De repente, una idea fugaz atravesó su cabeza como una chispa incendiaria. Se llevó la mano a su faltriquera, y empezó a palpar.

—No, no, NO… ¿dónde está?

Abrió el bolsito, rebuscó y rebuscó, le dio la vuelta y vacío su contenido con nerviosismo sobre el húmedo suelo del bote.

—¿Qué ocurre, Lysa? —preguntó Zari, preocupada.

Lysandra miro a su hermana, pálida.

—Alaric está en peligro. Y madre también.

—Ya os he dicho que no debéis temer por él, seguro que consigue despistar a esos soldados – dijo Cangrejo, tranquilizador.

—No, no lo entendéis. Saben dónde está.

—¿De qué habláis? —preguntó Verruga, extrañado.

—La piedra guía… —susurró Zari, comprendiendo de repente.

—Y si él llega a la ciudad antes que nosotros, los conducirá hasta madre, sin saberlo.