Recorrían el sinuoso camino en silencio, envueltos por la oscuridad. Salvo el continuo ulular del viento y el mullido ruido de los cascos sobre el áspero terreno, poco más se alcanzaba a escuchar. El mundo a su alrededor eran simples formas oscuras y grises, aunque no tenían mucho problema en ver el camino, pues el cielo estaba despejado y Las Damas iluminaban lo suficiente como para poder seguir la senda sin esfuerzo.
Lysandra sentía una sombra en su interior. «Todos la sentimos, en realidad» se dijo a sí misma, mirando a sus compañeros de viaje, que marchaban con aire apesadumbrado. Alaric se reunió al fin con ellas tras un largo rato esperándole, pero casi ni había abierto la boca desde entonces. Se limitó a contarles con voz agria que los soldados del Conde apresaron a Cangrejo, prometiendo darles más detalles una vez cruzaran el paso de la montaña. Tras esto, se puso en cabeza, a unas varas por delante del resto, con el ceño fruncido y la mirada fija en el camino. Ni siquiera respondió a Verruga cuando le pidió más explicaciones. Ella no supo muy bien cómo reaccionar ante la noticia. Por un momento pensó que Alaric querría volver para intentar rescatarle. Pero él continuo el ascenso sin echar la vista atrás. Algo le había pasado allá abajo, que no deseaba compartir.
Su madre también la preocupaba. Desde que Alaric regresara, su actitud pasó a ser seria y distante, como si algo le causara desasosiego. Marchaba la última del grupo, montando uno de los caballos que habían estado tirando del carromato con el que llegaron al Perro Celado. Parecía que se quisiera distanciar de los demás adrede.
Lysandra cabalgaba la segunda, y justo detrás, su hermana, acompañada a la par por el joven Verruga. En un par de ocasiones, se puso junto a Alaric para intentar hablar con él, pero no consiguió sacarle más que monosílabos y frases cortas y mohínas. Estaba claro que rehusaba la compañía.
Llegaron por fin a lo alto del paso de los Vientos, justo al alba. Las primeras luces que asomaban desde el Este descubrieron una extensión llana y desnuda, azotada por unas corrientes gélidas e infinitas, procedentes de las montañas del sur, que hacían que sus capas aletearan como banderas. Esas mismas luces del amanecer hicieron que las grandes sombras que les habían estado rodeando durante todo el camino se transformaran en inmensas elevaciones rocosas, cuyas cumbres se perdían entre nubes pálidas y revelaban retazos de nieve aquí y allá. Pudieron ver también varias cabañas de piedra diseminadas por la llanura, donde los viajeros podrían descansar tras el esfuerzo de la subida. Y un pequeño riachuelo de agua helada que cruzaba el camino, perfecto para llenar los odres.
Pero no llegaron a detenerse. Alaric les indicó que debían continuar, al menos hasta alcanzar a la mitad del descenso, donde el viento era mucho más suave, y Sunno habría ya calentado lo suficiente el ambiente. Así que continuaron con paso lento, atravesando la planicie y retomando la senda descendiente hacia el valle. Desde esa altura, se podía adivinar el pueblo de Vallefrío varias leguas más abajo, como pequeños puntitos anaranjados que coronaban una colina rodeada por una vegetación oscura. Aunque no llegarían hasta allí. A medio camino, se desviarían hacia el norte, bordeando las montañas del Cuerno, en dirección a la costa.
Mientras comenzaban el descenso, Zarinia hizo que Negrito se pusiera a la altura de Lysandra, dejando a Verruga y a su yegua blanca, “Perla”, unas varas por detrás.
—¿Crees que se le pasará? —dijo la muchacha con tristeza, mientras su aliento formaba pequeñas nubes de vapor en el aire frío—. Lo siento de verdad por el pobre Cangrejo. ¿Estará planeando algo para rescatarle?
—No sé —respondió Lysandra, con un suspiro—. Son muy buenos amigos. Además, por lo que he visto hasta ahora, Alaric no es el tipo de hombre al que le gusta dejar a nadie atrás.
—¿Y madre? —preguntó Zarinia con preocupación en la voz—. Está muy rara también. Es como si se quisiera quedar rezagada a posta, y no ha dicho ni una palabra en todo el viaje. Ni cuando le he cogido la mano a Rendel, para ver si reaccionaba.
—Lo sé, es muy raro. Es como si ambos se estuvieran evitando. Pero no tiene mucho sentido. ¿Qué le habrá pasado allí abajo?
—¿Has intentado hablar con él?
—Sí, aunque me rehúye. Está claro que quiere estar solo. Y tampoco deseo forzarle a nada.
—Ya… Pero alguien tendrá que recordarle que tenemos que parar en algún momento a desayunar. Estoy hambrienta y helada. Y siento que Negrito está cansado también.
—Panecillo igual. Todos nosotros, en realidad. Tienes razón, se lo diré.
Lysandra pico los talones en los lomos de su corcel, que trotó con cierta desgana, hasta encontrarse con Alaric y Regino. El pobre animal también tenía aspecto de estar agotado de tantas subidas y bajadas.
—Alaric. Creo que debemos detenernos para descansar un poco. Estamos todos cansados, y a los caballos también les vendría bien parar un rato.
—No es una buena zona de acampada. A una legua más abajo ya hay vegetación suficiente para ocultarnos, y el viento allá es más suave.
—Vamos, llevamos horas recorriendo este camino sin habernos cruzado con ningún alma. Nadie nos sigue, y si se acercara alguien del valle, le veríamos subir sin problema desde aquí. Paremos ahora y descansemos, de nada sirve arriesgarse a que algún caballo trastabille y se dañe una pata.
Alaric detuvo a Regino, girando la cabeza para mirar a Lysandra. Sus ojos estaban oscurecidos por la fatiga y por una sombra de preocupación. Echó la vista atrás, observando las caras de cansancio en el grupo. Tras un momento de silencio, asintió con resignación.
—Estáis en lo cierto, no hay razón para forzar la marcha —su voz era grave y cargada de frustración—. Mi mal humor me está nublado el juicio. Bien, descansemos en ese recodo. Aunque no hay mucha leña por aquí si deseamos encender un fuego.
—Os olvidáis de quien os acompaña, Alaric. Dejadme el tema del calor a mí, y preocupaos de descansar —respondió Lysandra, sonriente. Él devolvió la sonrisa, con gesto cansado.
Para alivio de todos, se apartaron del camino, a una pequeña explanada que se abría entre las rocas. Al menos podrían guarecerse del viento, mientras se mantuvieran sentados. E incluso crecían allí algunos parches de hierbajos amarillentos que los caballos se pusieron a mascar, no con demasiadas ganas. Verruga sacó un cazo metálico, vino y especias, mientras Lysandra ponía sus manos sobre un círculo de piedras que habían reunido en un momento. Las pequeñas rocas comenzaron a humear, y poco después, tomaron un color rojizo, desprendiendo mucho calor. El desayuno sería entonces de vino especiado caliente, y unas pastas secas. Lo suficiente para ahuyentar el frío y engañar al estómago.
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—Caramba, con el fresco que hace, podríais haber calentado algunas piedras antes y ponerlas en los morrales —observó Verruga, frotándose las manos y mirando a Lysandra con curiosidad.
—Claro, si queréis achicharrar todo lo que lleváis ahí dentro —respondió Zari riendo suavemente —. Cuando calentamos las piedras así, no hay término medio. Arden como el infierno durante un buen rato. Pero sí que es verdad que en el invierno a veces las usamos para llenar los braseros.
—¿Y con una roca pequeñita? ¿Un guijarro? —preguntó el joven cogiendo una del suelo y enseñándola como muestra.
—Nada, no sirve. Debe tener un peso de al menos seis libras —respondió Zarinia, haciendo un gesto con las manos del tamaño aproximado que debía alcanzar la piedra.
—¿Y eso por qué? —insistió Verruga, frunciendo el ceño, algo molesto.
—Pues… Porque así funciona. Está relacionado con el volumen, peso y densidad —contestó Zari, con una expresión que daba a entender que era lo más lógico y obvio del mundo.
—¿Y si es muy grande? Como esa roca de allí arriba.
—Nooo. Hay un límite. Ni el más poderoso de los hechiceros que haya existido en toda la historia podría calentar esa lo suficiente como para ponerla al rojo —Zarinia puso los ojos en blanco y se recostó sobre una piedra cercana—. Quizás Thelorios el Grande podría haber conseguido que llegara a estar algo tibia…
—Pues no entiendo por qué no. ¿Y podéis cocinar solo con las manos? ¿Un pollo, por ejemplo? —planteó Verruga, cruzando los brazos en una mezcla de escepticismo y curiosidad.
—No, Rendel, tontorrón. También depende del porcentaje de agua y de la composición.
—O sea, que solo sirve para piedras.
—No. O sea, sí. Pero no… — Zarinia suspiró, rodando los ojos con exasperación—. Bah, da igual. Ya os lo explicaré otro día si queréis, hoy no tengo ganas.
A pesar de la seriedad de la situación, los demás no pudieron evitar sonreír ante la conversación de los jóvenes. Durante un rato, permanecieron en silencio, acercándose al círculo de piedras para disfrutar del calor. Lysandra, sin embargo, no dejaba de observar a Alaric y a su madre. Notó cómo se lanzaban miradas furtivas, como si mantuvieran un intenso duelo silencioso. Alaric hizo un pequeño gesto con la cabeza, casi imperceptible. Para sorpresa de Lysandra, su madre respondió disimuladamente con otro leve asentimiento.
—Voy un momento a comprobar el camino —dijo Alaric, carraspeando y apartando la mirada, haciéndose el despistado—. Quedaos aquí descansando, mientras.
Ni Zarinia ni Verruga parecieron darse cuenta de nada. Seguían comiendo, felices y sonrientes, ajenos a lo que Edel y Alaric urdían en secreto. Lysandra se mantuvo callada, fingiendo distraerse mientras observaba de reojo a su madre. Pronto, Edel se levantó y, alisando su falda, dijo:
—Tengo que ir a hacer una cosa ahí detrás, ya me comprendéis. No tardo.
Lysandra sintió un nudo en el estómago. «¿Qué están tramando estos dos?», se preguntó. No iba a quedarse con las ganas de averiguarlo. Esperó a que su madre desapareciera tras una curva del camino antes de levantarse y seguirla con cautela.
—¿A ti también te ha dado un apretón? Será el vino caliente, que suelta las tripas —bromeó Zarinia, riendo y guiñando un ojo a Verruga.
—Eh… sí, eso es. No perdáis de vista a los caballos mientras tanto —respondió ella, con una sonrisa nerviosa.
Lysandra bajo un trecho por el camino, con cuidado de no hacer ruido. Había perdido de vista a su madre, aunque no debía andar muy lejos. Al poco, escuchó voces, y vio dos figuras bajo las sombras de una gran piedra. Alaric y Edel, sin duda. Pero no podía continuar por el camino sin que la vieran, así que no le quedó más remedio que trepar por las rocas, intentando acercarse desde el otro lado. Resbaló un par de veces, y a la tercera, se golpeó la espinilla contra una piedra. Tuvo que morderse el puño para no maldecir en voz alta. Y así, cojeando en silencio, se acercó a la enorme roca por detrás. No los veía, pero sí que alcanzaba a escuchar su conversación. O casi, pues hablaban en voz baja, y el pedrusco era tan grande que las voces llegaban apagadas y confusas.
—Entonces, nos arriesgamos por una farsa —la voz de Alaric sonaba tensa.
—No entendéis. Lo que ella os contó tiene algo de verdad, y mucho de mentira. No podéis confiar en sus palabras. Os quiso manipular.
—Entonces, ¿cuál es la realidad? —preguntó Alaric, molesto.
Escuchó a su madre respirar hondo, preparándose para a decir algo que le costaría revelar.
—No son mías, eso es cierto. Aunque en mi corazón siempre ha sido como si lo fueran. Pero no las robé, Alaric. O al menos, no de la forma en la que parece que insinuáis. Lo que hice, lo hice por una razón muy específica.
—¿Y qué razón es esa?
—Es largo de explicar —respondió su madre con voz sombría—. Os lo contaré todo, os lo prometo. Pero debéis creer en mí, os lo ruego.
—Ya no sé en quién confiar, la verdad. Solo sé que mi amigo está bajo las garras de esa…
Alaric debió de golpear la piedra, porque retumbó e hizo que Lysandra se apartara, sorprendida.
—Al menos me queda el consuelo de que le mantendrán con vida, como señuelo —continuó, con la voz cargada por el abatimiento.
—De verdad que siento mucho lo de vuestro amigo. Y os ayudaré a rescatarlo, tenéis mi palabra.
—Vuestra palabra. En este momento no sé si eso tiene algún valor. ¿Y a ellas? ¿Se lo diréis?
Se hizo un silencio. Lysandra no entendía muy bien de que estaban hablando. ¿Qué es lo que no era de su madre? ¿Y con quién había conversado Alaric para desconfiar, esa “ella”? Se dispuso a trepar un poco más alto, intentando escuchar mejor, aunque sin querer, resbaló una vez más, haciéndose otro raspón en la pierna, y haciendo un ruido bastante desagradable al rascar la piedra.
Se sentó llevándose las manos a la despellejada espinilla, mordiéndose el labio para intentar no hacer ruido, con las lágrimas a punto de salirse de los ojos.
—Vaya, creo que sois mejor hechicera que ladrona —dijo una voz por encima de ella.
Miró hacia arriba, y su mirada se cruzó con la de Alaric, que la observaba con gesto serio, asomado sobre la roca.
—¿Qué habéis escuchado? —continuó él, mientras trepaba hasta lo alto y se dejaba caer a su lado con un ágil salto.
—Lo suficiente como para preguntarme qué tipo de secretos compartís mi madre y vos, que no deseáis contarnos —dijo Lysandra, mezclando el disgusto con el dolor mientras aceptaba la mano que Alaric le tendía para ayudarla a ponerse de pie.
—No os diré nada al respecto, pues creo que eso es algo que en su momento deberá contaros vuestra madre —contestó él. Su voz se había vuelto grave, teñida de una tristeza que hizo que Lysandra se estremeciera.
Ambos salieron de entre las rocas, volviendo al sendero donde su madre los esperaba con una expresión de preocupación.
—Mi niña, ¿te has hecho daño? —preguntó Edel, acercándose con rapidez al verla cojeando.
—No es nada, mamá. Pero dime, ¿qué es lo que nos ocultas? ¿A qué viene tanto secretismo? —preguntó Lysandra, sin poder evitar mostrar su ansiedad. La anciana le cogió las manos, y le devolvió una mirada triste y melancólica, al borde de las lágrimas.
—Os lo contaré todo. A ti, y a tu hermana. Creo que ha llegado la hora. Pero no ahora. Cuando lleguemos a la cabaña. Te lo prometo. Os lo prometo. A los dos.