Érnico se había dedicado a su negocio de telas y tejidos hacía ya más de dos décadas. Sus finas sedas, cálidas lanas, suaves linos y exquisitos encajes, importados desde las cuatro puntas del Reino, eran famosas entre las mejores modistas, los sastres más reconocidos y las costureras de las familias más adineradas de la ciudad.
Pese a ello, su establecimiento no era especialmente grande ni ostentoso. Encima de la entrada colgaba un letrero de hierro forjado, que imitaba unas enormes tijeras abiertas sobre un cartel en el que se podía leer, “La Sedería Antigua”. Una vez cruzado el umbral, uno se encontraba con una recepción bastante austera, con una sencilla mesa que usaba para mostrar el género, y que además servía de separación del almacén. Detrás, una serie de estantes que abarcaban toda la extensión del local, y que llegaban hasta el techo, abarrotados de rollos de tejidos de todo tipo, de diferentes calidades e innumerables colores. Y a los lados, grandes armarios que vestían completamente la pared, repletos de cajones de diversos tamaños, donde guardaba las tiras de encaje, ovillos de lana, rollos de hilo, botones de cuerno, nácar, hueso y metal. E incluso varios utensilios indispensables, tales como agujas, tijeras, tizas y cuchillas, para los sastres olvidadizos que se acordaban de que les faltaba alguna herramienta en el último momento.
El respetable negocio funcionaba bastante bien, y Érnico era un comerciante reputado, cumplidor con el fisco, y buen ciudadano en general. Nada hacía sospechar del mecanismo que ocultaba en un doble fondo de uno de los armarios, que daba paso a un almacén subterráneo. Allí era donde Érnico realizaba sus negocios más lucrativos. Compra y venta de objetos valiosos de dudosa procedencia. O como él prefería denominarlo, “transacciones de valor sobre equipamientos no registrados”.
Esta parte de su negocio abría solo a determinadas horas, cuando Sunno ya no iluminaba las calles, y se alzaban dominantes Las Damas en lo alto de la esfera celeste. Se accedía por una pequeña puerta del estrecho y largo callejón lateral, en vez de por la entrada principal.
En esa noche, había seguido la misma rutina que otros días. Tras cerrar la tienda, se dispuso a cenar algo en la parte de atrás. Y allí andaba, relajado en su mecedora, leyendo un libro bajo la luz de la lamparilla de aceite, y con la ballesta cargada a mano, cuando llamaron a la puerta del callejón. La combinación era correcta. Dos golpes, un silencio, tres golpes, otro silencio, y para acabar un último y único toque. Érnico se quitó los lentes que le ayudaban a ver de cerca, y acciono el resorte que abría la portezuela a distancia, apoyando la ballesta sobre las rodillas, por lo que pudiera pasar.
—Como se te dispare esa cosa, te juro que te la hago comer —dijo la figura que entraba a duras penas por la puerta, ya que su altura le obligaba a encorvarse como una anguila.
—Caramba, maese Palillo. Y compañía. Maese Cangrejo y maese Verruga. Cuánto tiempo desde vuestra última visita.
—Maldita puerta. A ver cuando la amplías un poco —gruño Cangrejo, al que su corpulencia le obligaba a pasar de lado.
—Está hecha así a posta, para que entréis de uno en uno. Y para que os cuidéis de no engordar demasiado —respondió Érnico, sonriendo —. Aprended de Verruga, mirad qué fácil entra el muchacho.
Se levantó, y tras cerrar la puerta, accionó el mecanismo que abría la trampilla en el suelo, por la que se accedía al almacén oculto. Después, dejó apoyada la ballesta contra la pared y acompañó a los otros tres hombres por la empinada escalerilla hacia el oscuro sótano, encendiendo las lamparillas de aceite según iban descendiendo. La luz fue descubriendo una amplia sala, repleta de barriles cerrados, cajones de madera amontonados, y algún que otro cofre embutido entre las columnas de piedra que soportaban el peso del edificio. El aroma del lugar era una mezcla de humedad y especias, aunque no era un olor desagradable. Cuando llegaron abajo, tiró al suelo unos trapos y aparto algunos cachivaches para dejar unas banquetas libres, acomodando en ellas a sus huéspedes. Después sacó una botellita de licor de un estante, junto a unos vasos algo polvorientos.
—Y bien, ¿a qué se debe esta inesperada visita? —preguntó, mientras servía un poco en cada uno.
—Te podría decir que venimos por cortesía, mi estimado Orejas, pero te estaría mintiendo. Lo que nos trae por aquí son asuntos de negocios, como siempre —dijo el hombre al que conocía por Palillo.
No le gustaba mucho que le llamaran por el mote que tenía en este mundillo. “Orejas”. Cualquiera pensaría que era por tener los pabellones auditivos de un tamaño exagerado, que no era el caso. Se lo habían puesto porque se solía enterar de muchos rumores y chismes. Hubiese preferido que le llamaran “Halcón”, “Sabueso”… pero no “Orejas”. Sin embargo, este oficio era así. Imaginaba que, a “Palillo”, “Cangrejo” y a “Verruga” tampoco les harían mucha gracia sus apodos.
—No me sorprende en absoluto, maese Palillo. No obstante, antes de meternos en negocios, disfrutemos un poco de la compañía, Contadme, ¿tenéis alguna nueva interesante? —dijo Érnico, mientras se acomodaba en un sillón que se hallaba sepultado por viejos cojines.
—Yo he oído que la duquesa de Marcalmada se casa en un par de semanas… —dijo Verruga, animadamente.
—He dicho nuevas interesantes, muchacho — respondió riendo Érnico —. Eso ya lo sabe todo el mundo. Lo que ya no conocen tantos es que la mujer se va a casar a toda prisa, porque al parecer ya tienen un bollo en el horno.
—Ah, ¿sí? —respondió Verruga, interesado.
—Y aún más. Se dice que ni siquiera es del futuro marido, sino de un sargento de la guardia que habría embarcado hacia Valponiente hace unos días, para alejarse lo más rápido posible.
—Mil demonios, Orejas. ¿Cómo te enteras de todas esas historias? —gruñó Cangrejo.
—Es parte de mi oficio. Entonces, ¿tenéis alguna cosa interesante para contar? —dijo Érnico, sonriendo con orgullo y cruzando los brazos sobre la barriga.
—¿Has oído algo de cierto robo en el palacio de Brademond? —pregunto Palillo, con un poco de sorna.
—Ahhh… Vaya, vaya. Tenía mis sospechas, pero ahora se han vuelto certezas. Así que habéis sido vosotros…
—Veo que las noticias corren más que nuestros caballos —dijo Cangrejo, bebiéndose el licor de un trago.
—Bueno, todavía no ha llegado a mis oídos nada sobre el botín. Se habla de un robo, sí, y de que fueron tres ladrones. Os aconsejaría viajar por separado, una temporada al menos. O buscar compañía, para cambiar vuestro número y no levantar sospechas.
—Pues aquí tienes una noticia fresca, entonces. El botín —dijo Palillo, poniendo a la luz un medallón dorado.
—¿En serio? ¿Eso es todo? Por el revuelo que se había levantado, pensaba que habríais desplumado al Conde —respondió, echando mano al medallón, para examinarlo detenidamente —. La joya es buena, pero no tiene tanto valor para tanta agitación.
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De repente, se oyeron unos golpes en la puerta de arriba. Solo tres. Se quedaron en silencio, y al instante, volvieron a llamar. Otros tres golpes. Érnico les hizo una señal con el dedo en la boca, para que se mantuvieran callados, mientras subía y cerraba la trampilla tras de sí.
—¿Quién llama a estas horas de la noche? La tienda ya cerró, vuelvan mañana —dijo, sin llegar a abrir.
—Tenemos un negocio para ofreceros, algo de lo que queremos deshacernos a buen precio —respondió la voz seria de un hombre, a través de la puerta.
—Lo siento, se ha debido de equivocar usted, esto es una honorable tienda de tejidos y retales. Será mejor que se marchen con sus negocios a otra parte —dijo mientras recogía su ballesta, y se ocultaba tras la mecedora.
Se oyeron unos murmullos fuera, al menos eran dos hombres. Luego se escuchó algo similar a un rascar metálico. Definitivamente, estaban intentando forzar la cerradura. Era inútil. Mientras no se accionara el resorte interior, no había forma de abrirla. Érnico apuntó cuidadosamente hacia la estrecha abertura, por si acaso. De repente se oyeron más voces fuera. Estas últimas, claramente femeninas. Parecía que discutían por algo, aunque no llegaba a entender las palabras, porque el sonido quedaba totalmente amortiguado tras la gruesa madera. El tono de la conversación se fue elevando, hasta que, por la rendija de debajo de la puerta, se coló un fogonazo de luz, y se escucharon unos gritos. Tras esto, el silencio. Y momentos después, el pestillo de la puerta se liberó solo, como si él mismo hubiera accionado el mecanismo que la abría.
Primero entró una mujer esbelta, cubierta por una capa negra. Se quitó la capucha, revelando su larga melena morena, y tras ella, una chica joven, más bajita, y rubia.
—¿Hola? ¿Hay alguien? —preguntó la mujer.
Érnico se incorporó, con la ballesta en la mano, y la boca abierta. No comprendía que acababa de pasar, y tampoco sabía muy bien cómo reaccionar. —Eh… Sí, hola. La tienda está cerrada, mi señora. Esto… ¿Qué ha sucedido ahí fuera?
—Creo que unos ladrones estaban intentando entrar por la fuerza, y cuando les hemos afeado su conducta, no han sido especialmente amables con nosotras. ¡Hasta nos han amenazado con unas dagas! —respondió ella tranquilamente, mientras miraba a todas partes con curiosidad.
—Eh… Y ¿dónde están?, es decir, ¿se encuentran ustedes bien? Y ellos… ¿dónde están? —pregunto Érnico, atropelladamente. Después se fijó en la muchacha rubia —. Disculpe, señorita, tenga cuidado con eso, es seda de Pan—Kay, es muy cara.
La chica más joven soltó el trozo de tejido que estaba acariciando, y le sonrió inocentemente, llevándose las manos a la espalda.
—Es una tela muy bonita, señor. Aunque el que tendría que tener cuidado es usted con esa ballesta, no querrá que se le dispare, ¿verdad? —respondió la joven.
—Eh… Ah, no. Claro —dijo, dándose cuenta del arma que tenía en las manos, que apoyó con cuidado en la mecedora. Prosiguió, intentando pensar con claridad —. Entonces, ¿qué es lo que deseaban? ¿Y los ladrones?
—Están ahí fuera, pero ya no se debe preocupar por ellos. Y en lo que respecta a nuestras necesidades, buen hombre, creemos que ha comprado usted cierto amuleto, y nos gustaría conocer qué interés tiene en él — respondió la mujer, en un tono amable, aunque ligeramente amenazador.
—Eh… En realidad, yo…— Érnico se encontraba totalmente estupefacto, y le costaba hilar las ideas —. Pero… por favor, pasen y cierren.
Justo en el momento que se giraban hacia la puerta, dos sombras se colaron precipitadamente a través de ella, una empujando a la otra, a trompicones, y gritando:
—¡Malditas brujas! ¡¿Qué habéis hecho con nuestros compañeros?!
En ese momento, comenzó el caos. Los dos mercenarios entraron, espada en mano, dirigiéndose hacia las mujeres, que chillaron, más por sorpresa que por temor. Al momento, la trampilla del suelo se abrió con gran estruendo, y tres tipos saltaron desde su interior, lanzando un intimidante grito de batalla. El primero, alto y desgarbado, con la espada preparada para el combate. Detrás, un joven con una daga en cada mano, y justo después, un enorme tipo que no parecía necesitar ningún arma para defenderse. Érnico se abalanzó sobre su ballesta, e hizo ademán de apuntar, aunque sin saber muy bien a quién. Todos, incluso los mercenarios, se detuvieron por un instante, perplejos.
—¡Vos! —dijo Palillo con cara de asombro, al ver a la mujer.
—¡No, vos! —respondió ella, con expresión de enojo.
—Vos… —continuó el muchacho sonriendo, al fijarse en la chica.
—Y vos… —contestó la joven, sonrojándose y apartando la mirada con timidez.
—¡Dejaos de tanto vos, y acabemos con esto! —rugió el hombretón calvo, que lanzo un puñetazo al mercenario que más a mano le quedaba. Le golpeo en la cabeza con la pinza metálica, con tal fuerza, que donde antes fuera cara, ahora había una pulpa sanguinolenta que retrocedía hacia la puerta, más por instinto que por voluntad consciente, desplomándose en el suelo tras dos pasos.
El otro mercenario reaccionó, pasada la sorpresa inicial, tratando de enterrar su espada en el tipo alto que se le había acercado, pero este desvío hábilmente la hoja con una finta, que finalizó clavando la suya en el pecho de su enemigo. El mercenario se quedó mirando asombrado la herida, y después cayó al suelo, fulminado.
Durante un instante, todo parecía haber acabado, pero de repente, unos fuertes brazos, que parecieron surgir de la nada, agarraron a Palillo, arrastrándolo al exterior. Verruga y Cangrejo salieron tras él a toda velocidad, y las dos mujeres, después de dudarlo por un instante, también.
En un momento, Érnico se quedó solo en su local, con dos cuerpos tirados en el suelo, y un montón de ruidos caóticos procedentes de fuera. Se armó de valor, aseguró su ballesta, y salió por la portezuela hacia el estrecho callejón.
Allí se encontró con una dantesca escena, en la que Palillo se enzarzaba en una esgrima mortal contra un mercenario grande y barbudo, que portaba una larga espada curva. Cangrejo estaba sujetando con su pinza el mango del hacha de otro enemigo, mientras le arreglaba la cara a puñetazos con su mano libre. Verruga había saltado ágilmente a un saliente, y se disponía a lanzar una daga hacia la espalda del contrincante de Palillo. Detrás de él, la chica joven, sujetaba un puñal, sacado de alguna parte. Y por el fondo del callejón, se acercaban corriendo otros dos mercenarios más.
Y en medio de todo ese caos, empezó a oír la voz. Se fijó en la mujer, que se había quedado justo al lado de la portezuela. Movía los labios, y sin duda la voz que oía era la suya, pero no parecía salir de su boca, sino que resonaba como un eco dentro de su cabeza. Continuó recitando el hechizo, poniendo los ojos en blanco. Y mientras ella levantaba los brazos, la voz empezó a vibrar en su mente, con un tono cada vez más elevado. Gritó en silencio. El enorme mercenario soltó su arma y se llevó las manos a los oídos en un gesto de dolor agónico, para sorpresa de Palillo, que no dudó en aprovechar y hundirle la espada en el corazón. Los dos mercenarios que se acercaban, también se intentaban cubrir los oídos con las manos, retorciéndose de dolor y vomitando. Dieron media vuelta, y salieron huyendo a toda velocidad.
La mujer cerró los ojos, y se apoyó agotada en la pared.
—¿Estás bien, hermana? —le dijo la chica joven, que corrió hacia ella para sujetarla.
—Sí, solo necesito recuperarme un poco —respondió la otra, con una sonrisa cansada.
—¡Debemos marcharnos ahora mismo! —ordenó Palillo a sus compañeros, mientras los miraba de arriba a abajo, para asegurarse de que estaban bien —. Orejas, ¿te puedes ocupar de limpiar todo esto? Quédate el medallón de momento como pago, y ya haremos cuentas cuando regresemos.
—¡Ni me lo acerques! —replicó Érnico, haciendo un gesto con la mano para detenerle —. Mira, no te preocupes por esto, ya me encargo yo. No es la primera vez que tengo que ocuparme de esta clase de desaguisados. Dejémoslo en que me debes una. Otra, más bien.
—¡Otra de tantas! —respondió Palillo, sonriendo.
Érnico intentó devolver la sonrisa. Pero, todavía temblando, y con la ballesta en la mano, se acercó y le sujetó por los hombros, para que se agachara un poco, y poder susurrarle al oído.
—No sé qué es ese medallón, pero que hayan venido todos estos mercenarios por él me dice que no sabes lo que te traes entre manos —le dijo, asustado —. Es peligroso. Yo de ti me desharía de él y me alejaría una buena temporada.
—Te lo agradezco, y tienes toda la razón. No sé qué es este colgante —dijo Palillo en voz alta, mirando fijamente a las hermanas —. Y creo que ciertas damas deben aclararnos algunas cosas.