Apretaban el paso porque, aunque Alaric no llegó a notarlo, habían perdido varias horas hasta que consiguió salir de su estado catatónico. Lysa se enfrentaba a un dilema interior. Por un lado, la sombra que no la abandonaba: la pérdida de su prometido. Era aún demasiado reciente. Por el otro, Alaric. Había algo en él que despertaba una calidez que no lograba comprender del todo. ¿Era amor? No estaba segura, pero cuando lo vio desplomarse al tocar la puerta que iniciaba la prueba de la mente, algo en su interior se quebró, y un pánico helado le recorrió el cuerpo. Sí, había sentido pavor ante la posibilidad de perderle a él también. Y ahora caminaban juntos de la mano, hacia un destino incierto y oscuro. Pero cargaba con su tristeza, como un pesado bulto a su espalda. Su duelo aún no había concluido.
Mientras avanzaban, el pasadizo se fue iluminando cada vez más. Frente a ellos, debía de existir algún tipo de fuente de luz, sin duda. Resultó ser la propia luz del día, pues finalmente accedieron a un patio interior, muy profundo, rodeado por paredes de roca cubiertas de enredadera que se elevaban sobre ellos a gran altura. Desde arriba, el lugar debía parecer un enorme pozo. Sunno brillaba en el cielo, iluminando el túnel vertical con su luz cálida. Allí abajo, les rodeaba un jardín de senderos de arena. En su época, debió ser precioso, pero la falta de cuidado había provocado que las plantas salvajes, las zarzas y las malas hierbas se hicieran con él. En el medio, encontraron una extensa pérgola circular, formada por al menos una treintena de columnas de mármol, desgastadas y cubiertas de musgo, y en su centro, una especie de invernadero de cristal, elevado sobre una plataforma de la misma piedra blanca. Los vidrios estaban sucios y empañados, por lo que no se podía percibir con claridad lo que se encontraba en su interior.
—Ahí está nuestro último desafío. La prueba del espíritu —dijo Edel, mientras se hacía a un lado para dejar pasar al resto.
—¿Es como la anterior? ¿El primero que pase, será el que se enfrente a ella? —preguntó Alaric.
—Así es. Y solo puede entrar uno de nosotros. De nosotras, mejor dicho. Ni se os ocurra acercaros a esa puerta. Con sufrir vuestra inconsciencia una vez ya he tenido suficiente.
Lysa miró a su hermana. No tenía ninguna duda. Si la prueba representaba algún peligro, no iba a permitir que fuera Zari quien lo afrontara.
—Seré yo —dijo, y antes de que nadie pudiera responder u oponerse, se dirigió con paso firme hacia el recinto de cristal.
—Lysa, mi amor —contestó su madre, en una mezcla entre súplica y preocupación —. Lo que te encuentres ahí dentro, solo lo superarás con tu espíritu y tu fuerza de voluntad. Ten mucho cuidado.
Asintió, pero justo antes de entrar, Alaric se acercó hasta a ella.
—Tened precaución. Vos sois la hechicera entrenada, no querréis que un simple ladrón como yo os gane a superar pruebas mágicas, ¿verdad? —dijo, en tono de burla. Pero su voz no podía ocultar su inquietud.
—No os preocupéis, no me costará mucho superaros —respondió ella, también con cierta sorna. Y antes de entrar, le dio un beso rápido. Nada sensual, nada apasionado. Pero un gran gesto de aprecio verdadero. Lo último que vio, mientras la puerta de cristal se cerraba, fue la cara de Alaric, sonriendo con nerviosismo, levantando levemente la mano. Como despedida, o quizás para retenerla a su lado.
Tras cruzar, se detuvo durante unos instantes, estudiando la sala. Hacía calor, y el ambiente era húmedo. El lugar en sí era diáfano; no había mobiliario, ni herramientas, ni macetas, ni nada que uno pudiera esperar encontrarse en un invernadero. Desde el interior, se percató de que todos los cristales eran espejos, que devolvían su reflejo multiplicado miles de veces. El lugar no era demasiado grande. Tenía forma rectangular, aunque de bordes redondeados. La única parte llamativa del edificio era una cúpula de cristal que se elevaba en el centro de la sala. Por lo demás, todo resultaba bastante sencillo. Podría atravesarlo y alcanzar la puerta del otro extremo en menos de veinte pasos sin dificultad. Pero claro, seguro que algo se lo impediría; no podía ser tan fácil.
Avanzó con cuidado, acompañada de los infinitos reflejos de las paredes. No tenía muy claro a lo que se tendría que enfrentar. La prueba del espíritu. Podían ser tantas cosas… El suelo, sucio y descuidado, crujía bajo sus pies. Pasó por debajo de la cúpula, pero tampoco parecía que hubiera algo interesante allá arriba. Se acercaba al final de la estancia, y todavía no había ocurrido nada. Quizás la magia de este lugar estaba ya disipada. Con cierta esperanza, estiró la mano hacia el picaporte dorado de la puerta. Se encontraba tan cerca, que casi podía salir.
—¿Lysa?
Se quedó helada. Petrificada.
—¿Lysa? ¿Eres tú?
Esa voz… No era posible. Retiró la mano lentamente, y se giró.
—Lorenz…
—¿Dónde estamos, Lysa?
—No… no eres real —dijo, con la voz temblorosa —. Eres una ilusión, un producto de mi mente —Los ojos se le estaban cubriendo de lágrimas, y en su pecho comenzó a notar una presión dolorosa.
Sabía que era imposible. Pero era él, tal y como lo recordaba. Su pelo corto castaño, sus ojos marrones de mirada alegre, su piel morena y su cuerpo robusto, de alguien acostumbrado a trabajar con sus manos. Vestía con el chaleco de cuero negro que le gustaba llevar, sobre la camisa blanca, las calzas y las botas altas. Miraba a su alrededor, extrañado, como si realmente no supiera dónde se hallaba.
—¿Qué quieres decir, Lysa? Estoy aquí, contigo. Lo único que no sé en qué lugar nos encontramos.
—Pero no puedes estar aquí. No puedes. Estás… estás muerto —respondió, con la voz entrecortada y las lágrimas cayendo por sus mejillas —. Yo te… maté.
El joven se quedó mirando el suelo, como haciendo un esfuerzo por recordar. Después levantó la mirada, que ya no era tan amable.
—Es verdad. Lo recuerdo. ¿Por qué lo hiciste, Lysa? Yo te amaba.
—Lo siento —intentó decir, con la voz quebrada —. Hacías daño a mi hermana. Y me habías traicionado. Me robaste el amuleto.
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Lysa se dio cuenta de que su cuerpo temblaba. Lorenz frunció el ceño y dio un paso adelante.
—Pero sabes que no era yo, en realidad, ¿verdad? Era esa mujer, que se metió en mi cabeza, de la misma forma en la que te metiste tú para obligarme a cortarme mi propio cuello, ¿lo recuerdas?
«Todos los días, todas las noches», pensó. Pero no pudo responder, las palabras parecían no querer salir. Notaba la garganta seca, y el dolor en su pecho era cada vez más profundo.
—En vez de obligarme a rajarme el pescuezo, podrías haber luchado contra esa cosa para expulsarla de mi cabeza, ¿verdad? —continuó Lorenz, mientras seguía acercándose a ella. Su tono de voz ya no era amigable ni cálido. Era ronco, y mostraba su ira.
Lysa empezó a asustarse. Era verdad. Lo había repasado una y mil veces en su cabeza, desde aquella maldita noche. Si lo hubiera pensado mejor, si no hubiera respondido con tanta rapidez, podría haberlo intentado. Quizás, él ahora seguiría con vida. Pero hizo lo primero que se le ocurrió. Tuvo que actuar. No pudo soportar ver el hilo de sangre en el cuello de su hermana, brotando bajo el filo de la daga. Apartó la mirada, avergonzada y nerviosa. Todo a su alrededor empezó a oscurecerse, como si una nube oscura se interpusiera entre la luz de Sunno y la abertura del pozo. El aire se volvió más denso y frío.
—Toma, lo había estado guardando para ti, todo este tiempo —dijo Lorenz, en un tono frío y serio, aproximándose aún más —. Un regalo de compromiso.
Aterrorizada, Lysa vio que le estaba ofreciendo el mismo puñal que usó aquella noche.
—Ya sabes lo que tienes que hacer, Lysa. Paga por tu crimen. Enmienda tu error. Y ven conmigo. Te he echado tanto de menos…
Notó que sus manos temblaban, mientras las acercaba a la daga que le ofrecía Lorenz. Quizás, era la única forma de acabar con su dolor. ¿Y si era cierto? ¿Y si, quitándose la vida, podía volver junto a él?
De repente, la rodeó un coro de voces enloquecidas. Los reflejos que la acorralaban habían tomado consciencia propia. La animaban a hacerlo, la señalaban, la insultaban y se burlaban de ella. Todas esas Lysandras gritaban y chillaban, resultando en una algarabía caótica de su propia voz, repetida miles y miles de veces. Incluso algunos reflejos parecían querer romper el cristal de forma violenta, para abalanzarse sobre ella. Una cortina de gotas de sangre empezó a cubrir cada uno de los espejos, como un rocío maldito, resbalando lentamente hacia el suelo.
Casi sin darse cuenta, tomó la daga con su temblorosa mano, y la dirigió lentamente hacia su cuello. Pero algo la detuvo. A su mente vino la última imagen que vio antes de entrar al invernadero. La cara de Alaric, sonriendo con preocupación.
Cerró los ojos, e intentó respirar profundamente, para calmarse. No se podía dejar llevar por la culpa y el arrepentimiento. Volvió a revivir esa noche. La mirada desquiciada de Lorenz. El brillo del filo. La cara aterrorizada de su hermana. Los hombres huyendo con el medallón. La responsabilidad. El dolor. La pena. Abrió los ojos, y miró a Lorenz con firmeza,
—Tuve que hacerlo. No podía pararme a pensar —consiguió decir, al fin—. Habrías matado a Zari antes de que yo hubiera podido luchar contra eso.
Lorenz se detuvo, pensativo. Su expresión volvió a ser la que ella recordaba de tiempos más felices. La cacofonía de las voces comenzó a disminuir y las imágenes se volvieron más vagas, menos amenazantes, hasta que el tumulto finalmente se desvaneció. Los reflejos en los espejos habían vuelto a la normalidad. La daga había desaparecido.
—Es cierto. Lo habría hecho.
Lorenz tomó sus manos. Esperaba un tacto frío y etéreo, pero era cálido y fuerte. Era tan real, tan vivo, que le costaba recordar que solo era una ilusión. O quizás no lo era. Él la miraba con sus ojos marrones, infinitamente tristes, como si en ellos aún habitara el dolor de la última noche que pasaron juntos.
—Hiciste lo correcto, Lysa —murmuró Lorenz, acariciando su rostro —. Ya es hora de que dejes de atormentarte. Nos amábamos, pero el maldito destino tenía otros planes para nosotros.
Ella se tragó el nudo en su garganta; sin embargo, no pudo evitar que las lágrimas escaparan mientras intentaba formar las palabras.
—Siempre te amé con todo mi corazón, y aunque nunca podré olvidarte… ni perdonarme… —. Su voz se rompió. Lorenz la acercó contra su pecho, y la besó.
—Yo ya te he perdonado, Lysa. Desde el momento en que entendí que mis actos ya no me pertenecían. Si no me hubieras detenido, si hubiese matado a Zari… o te hubiera hecho algo a ti… vivir con eso habría sido peor que la muerte —respondió él, mientras la sostenía entre sus brazos con la misma suavidad que ella recordaba, acariciándole el cabello —. Y tú debes perdonarme a mí también.
—¿A ti? ¿Por qué?
—Debería haber resistido… Si hubiese sido más fuerte, nada de esto habría ocurrido.
—Pero no podías hacerlo, era ella demasiado poderosa. Hasta para una hechicera como yo. En cambio, tú…
—Yo no era más que un hombre sencillo de campo, lo sé. Pero, aun así, fui débil. Cedí, me dejé llevar.
—No fue culpa tuya.
—Ni tuya. Fue esa cosa. Ahora ya lo sabemos. Siempre lo hemos sabido. Siempre lo has sabido.
Al separarse, Lorenz la miró, con los ojos cargados de nostalgia.
—Ese hombre, Alaric… es un buen tipo, ¿verdad?
Lysa suspiró levemente.
—Lo es. Aunque insista en parecer un rufián, en el fondo… es un hombre noble.
—¿Le quieres?
Lysa cerró lo ojos. No lo sabía con certeza. Pero era su recuerdo lo que la había hecho controlarse.
—Creo que sí.
—Entonces, vuelve junto a él. Y vive feliz. Esa es mi última petición.
Lysa asintió, con una sonrisa melancólica, y sintió un peso aflojarse en su pecho. Lorenz la miró, con una mezcla de resignación y aceptación en sus ojos, pero con una sonrisa de esperanza. Y luego, sin una palabra más, se desvaneció, dejándola sola en el invernadero. Los reflejos en los espejos eran ahora solo eso, reflejos inofensivos y silenciosos.
—Siempre te recordaré. Siempre te amaré —dijo en voz baja, cerrando los ojos, abrazando el aire.
—Siempre —le pareció escuchar en respuesta, como un susurro, como un eco flotando en el viento.
Lysa inspiró profundamente, se secó las lágrimas y avanzó hacia la salida. Al abrir, se dio cuenta de que era la misma puerta por la que había entrado. Juraría que en ningún momento llegó a volver sobre sus pasos. Vio a los demás, que la esperaban ansiosos, y que la recibieron con alegría nada más verla.
—Hija mía, lo has conseguido —dijo Edel, orgullosa —. Sabía que lo harías.
—¿Acaso lo dudabais, madre? —replicó Zari, guiñando un ojo a Lysa —. Recordad que es mi hermana. Somos las mejores.
Ella sonrió, con una mezcla de alegría y alivio, mientras Alaric, en silencio, la miraba con una expresión de admiración profunda.
—Ninguno de nosotros lo dudábamos —dijo él, con una leve inclinación de cabeza.
Se giró, y al final del invernadero, donde antes le pareció que estaba la salida, ahora se abría un hueco en el suelo, con unas escaleras que descendían rumbo a lo desconocido.
«Sí, ya es hora de continuar adelante», se dijo a sí misma, apretando los labios. Se encaminó hacia la nueva entrada. Esta vez, era ella la que iba en cabeza.