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33 - La prueba del Cuepo.

Entre el derrumbe inesperado, Lysa extraviándose en aquella bifurcación traicionera, los gusanos malditos que acechaban desde la oscuridad y el inquietante bosque de setas gigantes, el paso por las cuevas había sido de todo, menos sencillo.

Pero la anciana no había mentido. El último tramo, la subida hasta la superficie, fue terrible. Una pesadilla. Y no porque el camino fuera especialmente enrevesado. Comparado con los laberintos de cuevas, corredores y cavernas de las profundidades, casi hasta parecía un paseo sencillo. El problema resultó ser la pendiente. El desnivel era enorme, y el camino cuesta arriba, penoso y agotador. Incluso a él, el más joven y flexible, le había costado lo suyo.

Tuvo que ayudar a la pobre Zari en más de una ocasión, al igual que Palillo echó una mano a Lysandra en otras tantas partes del camino. Las chicas estaban extenuadas, y tuvieron que detenerse a descansar más veces de lo que hubieran deseado. La anciana, en cambio, continuaba sorprendiéndole. Su cuerpo era mucho más ágil y fuerte de lo que aparentaba, y había afrontado el ascenso sin expresar ni una sola queja o señal de cansancio.

Parecía que la subida no tenía fin, pero un cambio en la cueva los animó para hacer un último esfuerzo. Pasaron de la rugosa piedra natural a un pasillo escalonado, de paredes, suelos y techo completamente lisos y labrados, decorados con columnas talladas en la roca. Habían llegado, al fin, a la salida.

—Ah, por fin… El valle desnudo —dijo Edel, con tono esperanzador —. El templo queda ya muy cerca. Puedo sentirlo en los huesos.

—¿Lo sentís? ¿Algún poder secreto de la Guardiana? —preguntó Alaric tras ella.

—No, querido. La edad. Me duele todo —respondió la anciana, riendo.

El aire fresco inundó sus pulmones, y prosiguieron hasta el arco excavado en la roca, desde el que se apreciaba el cielo azul del mediodía. Aunque la entrada no era muy amplia y no permitía el paso de demasiada luz, les pareció un brillo cegador. El canto de los pájaros y el susurro de la brisa en la vegetación fue para ellos como un agradable saludo de bienvenida.

—Ahora debemos andar con mil ojos —les dijo Palillo, antes de abandonar la cueva —. Aunque las tropas del Conde aún no han tenido tiempo de llegar, es mejor no correr riesgos. Voy a salir con Verruga a explorar la zona, y si el camino está despejado, volveremos para avisaros.

—Id con cuidado, y regresad rápido —respondió Lysandra, con una mirada de preocupación. En su voz se notaba la falta de aliento.

A Rendel no le quedaba duda de que entre los dos había algo. Y se alegraba. Lysa parecía una buena mujer, de noble corazón. Y Palillo siempre fue un solitario empedernido. Merecía compañía, ya era hora de que asentara un poco la cabeza. Miró a Zari, pero la muchacha estaba tan cansada que lo único que pudo hacer fue sentarse contra un muro y cerrar los ojos. La pobre se encontraba roja como un tomate. Aun así, intentó esbozar una sonrisa a modo de despedida, cuando él y Palillo salieron al exterior.

Se vieron obligados a abrirse paso a través de una compacta maraña de arbustos, que cubría y ocultaba la entrada. El aire fresco, cargado de aromas a mar, a jara, tomillo y romero, les resultó reconfortante, tras tanto tiempo respirando la viciada atmósfera de las profundidades. No había una senda muy clara, pero la propia orografía les obligaba a seguir la curva del valle, que tenía forma de medialuna. Caminaban a la mitad de altura del monte, ocultos entre rocas, matojos y pequeños árboles. Bastante más abajo, siguiendo la base de la vaguada, serpenteaba el camino que llevaba al templo. Sobre ellos, las agrestes cimas de los montes que conformaban el valle se recortaban contra el cielo. Círculos de gaviotas sobrevolaban a gran altura, y de vez en cuando se oían sus graznidos lejanos. Rendel estaba seguro de que, si trepaba hasta lo alto del todo, sería capaz de atisbar la costa.

No pasó mucho tiempo antes de que llegaran al extremo del valle, donde el camino se detenía, abriéndose en una terraza de roca lisa. Allí abajo, rodeado por las montañas, se alzaba el templo de la Serpiente. Habían llegado, al fin.

Resultó se una visión asombrosa. Una gran fachada de mármol blanco, incrustada en la propia ladera de la montaña, que resaltaba contra el gris apagado de las rocas. La vegetación circundante, una mezcla de arbustos silvestres y enredaderas floridas, trepaba por las paredes del templo, fundiéndose con la estructura, y acaparando cualquier hueco y grieta donde se pudiera agarrar. Cuatro colosales columnas, talladas como gigantescas serpientes enroscadas, sostenían un elaborado dintel, del que brotaban sinuosas cúpulas esculpidas. Disponían de unas pequeñas aberturas, similares a ventanas, de las que surgían unos suaves silbidos cuando la brisa que se colaba a través de ellas. Pero tenían aspecto de ser meramente decorativas. Solo servían para que las aves las usaran como refugio.

Una gran escalera de unos veinte peldaños separaba la terraza de roca de la entrada. Estaba cubierta de hojas, ramas y manchas de tierra. Nadie se había molestado en limpiar, desde hacía mucho. A ambos lados, se encontraban sendos cuencos de bronce del tamaño de un carromato, que probablemente sirvieran para encender grandes hogueras. Ahora estaban llenas de barro y de plantas resecas que colgaban desde su interior.

La entrada la custodiaban dos enormes figuras, de la misma piedra blanca. Parecían representar a gigantescos guerreros, engalanados con elaboradas armaduras. Pero sus cabezas no eran humanas, sino de serpiente. Descansaban sus brazos sobre grandes espadas que apoyaban en el suelo, del tamaño de dos hombres. Ambos guardaban el largo y oscuro pasillo que se internaba en las profundidades de la ladera.

—Es más impresionante de lo que pensaba —dijo Rendel, contemplando con asombro la majestuosa construcción.

—Sí. Parece increíble que algo tan grande haya pasado inadvertido tanto tiempo —respondió Alaric, igualmente maravillado.

«O quizás nadie ha salido vivo de aquí para contarlo», pensó Rendel.

—No parece que hayan llegado de momento. No hay marcas recientes ni de pisadas ni de caballos —le susurró Alaric, mientras observaban desde lo alto, agazapados tras unas rocas.

—Sí, pero ¿ves eso en el horizonte? —señaló él. Al fondo, más allá de los montes que bordeaban el valle, se alcanzaba a ver una columna de polvo blanquecino que se elevaba, disipándose en el cielo.

—Imposible. No puede ser. O han venido volando sobre las montañas, o no hemos calculado bien los tiempos. Están muy cerca. A menos de una jornada, diría yo.

—Eso creo. Me parece incluso escuchar los relinchos de los caballos.

—Debemos volver rápido, y avisar a las mujeres. No sé qué habrá pasado, pero tenemos que llegar a la entrada secundaria del templo lo antes posible.

Regresaron corriendo hasta la salida de las cuevas. Tras contar lo sucedido, Edel no se explicaba qué había pasado.

—Es imposible que hayan tardado tan poco. Deberíamos llevarles al menos una jornada de ventaja.

—Desconozco lo que ha ocurrido, pero lo cierto es que en unas horas llegarán hasta aquí —afirmó Palillo, con impaciencia.

—Esperad… —dijo Zari, pensativa —. Hay una idea que me anda rondando por la cabeza desde esta mañana. ¿Cuánto tiempo estuvimos durmiendo anoche, en realidad?

—Pues… una noche. Supongo —respondió él, inseguro. También albergaba sus dudas; le resultó un sueño demasiado pesado.

—O quizás más —prosiguió Lysandra, con tono de realización —. Madre, los hongos… Yo me desperté con dolor de cabeza, y todos nos levantamos doloridos, como si hubiésemos pasado demasiado rato tumbados.

—Podría ser una explicación —admitió Edel, pensativa—. El camino secundario nos ha robado más horas de lo esperado, y si encima esas esporas tenían algún tipo de efecto narcótico, y nos han hecho perder la noción del tiempo…

—Eso ya da igual —dijo Palillo, tajante—. Apresurémonos en llegar a nuestro destino, antes de que nos alcancen.

El grupo partió de inmediato, manteniéndose en silencio mientras tomaban una ruta elevada, siempre atentos a no ser vistos. Alaric temía que ya hubieran enviado exploradores adelantados. Cuando alcanzaron el final del valle, volvieron a detenerse, frente a la portada del templo. No estaba seguro, pero pensaba que para Zari y Lysa, también era la primera vez. Por desgracia, no tenían tiempo de disfrutar de las vistas. Llegaron hasta el final de la cañada, pero en vez de descender en dirección al templo, continuaron ascendiendo, hacia un sendero que los llevaría a la otra ladera de la montaña. Edel seguía liderando la marcha, y Rendel decidió apretar un poco el paso, para ponerse a su altura. La anciana se sorprendió de verle a su lado, pero parecía más intrigada que molesta.

—Vaya, es un lugar realmente impresionante —comentó, intentando romper el hielo.

Edel resopló con un suspiro profundo.

—Ciertamente que lo es. Pero no habéis venido a hablarme del paisaje, ¿verdad? ¿Qué es lo que queréis preguntarme en realidad?

—Oh, bueno… —respondió, algo incómodo —. Creo que es la primera vez que Zari y Lysa ven el templo… ¿Habéis usado muchas veces la entrada de atrás?

—Una vez, de pequeña. Mi padre me enseñó cómo pasar las pruebas.

—Entonces, ¿Lysa y Zari? Tampoco han estado ahí, ¿verdad?

—Conocen la teoría. Me temo que hoy, será el examen práctico para ellas.

—Suena muy poco tranquilizador.

—No deseo tranquilizaros. Al contrario, os necesito en alerta. Necesito que cuidéis de Zarinia. Y necesito que Alaric cuide de mi Lysa. Estas pruebas a las que nos vamos a enfrentar fueron diseñadas como medida de protección extrema. Fracasar, supone la muerte.

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—Os prometo que haré lo que esté en mi mano para cuidar de Zari.

Edel se giró, mirándole directamente a los ojos, sonriendo.

—Sois un buen muchacho. Quien os pusiese el mote de “Verruga”, no tenía ni idea. Yo os hubiera puesto “Paladín”.

Rendel sonrió. “Paladín” sonaba mucho mejor que “Verruga”. Sin duda. Se despidió de la anciana con una reverencia cortés, y volvió a su puesto, cerrando el grupo, no sin antes sonreír a Zari cuando pasó a su lado. Pobre muchacha, no levantaba la vista del suelo, y resoplaba con esfuerzo. No sabía muy bien de qué manera podría animarla, así que prefirió no decir nada.

Tras un rato caminando por la senda de la cima, se encontraron de nuevo con otro camino que descendía hacia un pequeño valle, rodeado de grandes formaciones rocosas. Había algo de vegetación, pero lo que más destacaba era un modesto lago de aguas cristalinas, bordeado por una playa de piedrecitas y cantos rodados.

Edel les indicó que debían continuar por allí. Cuando llegaron a la altura del lago, vieron al fin la entrada. Horadada directamente en la roca, de forma similar a la portada principal, pero mucho más humilde y sencilla. De hecho, un observador ocasional podría haberla confundido perfectamente con cualquier otra grieta en la pared. Estaba precedida por una escalinata estrecha y corta, tallada directamente en la roca, en la que cabrían dos personas a lo sumo, y que dejaban la entrada elevada apenas un par de varas sobre la superficie del agua.

Pero lo que más llamaba la atención, era la enorme estatua de mármol blanco, colocada en medio del lago. Se trataba de la escultura idealizada de un hombre, de pie, en pose rígida, mirando al frente. Aunque estaba hundida hasta el pecho, Rendel calculó que mediría al menos diez varas. Si era de cuerpo entero, claro. Edel les hizo parar, y señaló hacia el lago.

—En cuanto lleguemos a la orilla, nos enfrentaremos al primer obstáculo.

—Oh, vaya, pensaba que llegar hasta aquí era ya la primera prueba —bromeó Palillo. Edel le devolvió una mirada seria. No parecía tener mucho humor para chanzas en ese momento.

—Como decía, esta es la primera prueba. Mis ancestros la conocían como “la del cuerpo”. Yo prefiero llamarla “la de correr”.

La anciana hizo una pausa en su explicación. Parecía que pretendía también hacer algún tipo de broma. Pero ninguno lo había entendido.

—En fin —continuó, al ver las caras de incomprensión —. Como veis, la entrada está situada al otro lado del lago. Podemos bordear por el camino más corto, o por el más largo.

—En principio, yo elegiría la ruta breve. Aunque supongo que hay un “pero”, ¿verdad? —preguntó Palillo.

—Así es, Alaric. El Vigilante intentará impedir que pasemos. Bueno, pretenderá matarnos, más bien.

—Sí, es una eficaz forma de evitar que entremos. ¿Y quién es ese “Vigilante”?

—Le podéis frente a vos, esperando en el lago.

Todos miraron con curiosidad, pero no había ninguna señal de que hubiera alguien rondando por la orilla. Tan solo, la estatua que asomaba sobre las aguas, rígida e inexpresiva. Alaric esbozó una mueca de incomprensión.

—Nos tomáis el pelo —masculló él, casi riendo. La anciana permanecía con su semblante severo.

—No, en serio. Es una broma, ¿no? Es decir, es una estatua. ¿Qué va a hacer? —continuó Palillo, viendo la expresión de Edel.

—Ya os lo he dicho. Intentará matarnos —respondió ella, con solemnidad —. Así que, para evitarlo, os contaré lo que haremos. Es muy importante que todos hagáis lo que yo os diga. Nuestra vida depende de ello.

Escucharon el plan de Edel. Rendel sintió un nudo en el estómago. La mujer daba pistas sobre lo que iba a pasar, y no le estaba gustando nada.

Tras comprobar que todos habían entendido lo que debían hacer, la anciana les condujo colina abajo, con cuidado. Aunque la distancia hasta el lago no parecía excesiva desde la cima, el descenso fue lento y agotador. La pendiente era tan pronunciada como la de subida, y el camino, igual de impracticable. «Espero que no tengamos huir de vuelta por aquí, o lo pasaremos realmente mal», pensó Rendel para sí. En cuanto llegaron junto a la orilla, se agazaparon tras unas grandes rocas, que servían también de morada a unos desagradables setos, retorcidos y cubiertos de espinas y bayas rojas.

—¿Todos preparados? ¿Alguna pregunta? —susurró Edel, asomándose tras las zarzas.

Se miraron entre sí, inseguros. Pero asintieron.

—Tu turno, Zari —dijo entonces, tomando su mano con fuerza.

Zarinia asintió, con gesto tenso. Notando su nerviosismo, Rendel tomó su otra mano. Ella le dedicó una breve sonrisa, agradecida, Y entonces, el plan dio comienzo.

El grupo salió de detrás de su escondite, y continuó con cuidado, tomando la ruta de la orilla corta. Anduvieron casi unas cien varas, sin mucho problema. Hasta que un crujido, proveniente del lago, les alertó. Las calmadas aguas comenzaron a formar ondas. Rendel, horrorizado, se percató de que la estatua se movía. Les estaba siguiendo con la mirada, girando la cabeza lentamente. Unos ojos sin vida y sin alma. Una imagen de pesadilla que le hizo temblar y que sus piernas flaquearan. La colosal figura comenzó a avanzar hacia ellos, levantando olas a su paso.

Corrieron tan rápido como les permitían sus pies, aunque el suelo de grava y arenilla no ayudaban mucho. Para su desgracia, la mole de mármol tomó una ruta oblicua, tratando de interceptarles y cortarles el camino. Se movía lentamente, pero con cada paso cubría una distancia de al menos cinco o seis varas, provocando corrientes turbulentas, y terribles vibraciones que se extendían por el suelo.

Aceleraron, pero el gigante utilizó su enorme brazo para barrer la superficie, creando una gran ola dirigida hacia el camino. El grupo tuvo que detenerse de golpe, pues el agua impactó contra la orilla con fuerza, bloqueando la ruta, y haciendo saltar piedras y rocas a su paso. Ya estaba, no tenían forma de llegar hasta la entrada antes que el titán de mármol les sobrepasara. Se dieron media vuelta, para huir sobre sus pasos. Pero el coloso ya había alcanzado la orilla, mostrándose en toda su enorme magnificencia. Unas diez varas de mármol pulido, brillando bajo el sol. Aunque de pecho hacia abajo, estaba cubierto de algas verdes, que chorreaban agua mientras avanzaba con pasos largos y pesados.

Corrían desesperados. Zarinia y Edel se quedaron rezagadas, jadeando, sus pies tropezando con las piedras sueltas del camino. Cada zancada del gigante provocaba un estruendo atronador, haciendo que incluso algunas rocas de las paredes que rodeaban el lago empezaran a desprenderse y a caer colina abajo. Estaba a punto de alcanzarlas. Zari se dio cuenta, y empujó a la desesperada a su madre, para que se hiciera a un lado. Después, se lanzó hacia el otro costado, cayendo de bruces contra el suelo. El coloso se detuvo, pero no dudó. Alzó su pie, y aplastó con fuerza el cuerpo de Zari.

—Mierda, me ha pillado —dijo la muchacha, al oído de Rendel. La cargaba a su espalda, a la vez que se aproximaban corriendo hasta la entrada. Habían tomado el camino largo, mientras ella mantenía entretenido al Vigilante, con una de sus ilusiones. Desgraciadamente, no podía moverse durante el rato que estuviera concentrada, por lo que tuvo que transportarla mientras tanto. Él asintió, jadeando, y volvió la cabeza, para observar al gigante. Y gritó.

Porque si había algo más espantoso que ser perseguido por una inexpresiva estatua viviente, era ver cómo la impasible cara se contorsionaba en una mueca de furia antinatural: el ceño se frunció, las mejillas se tensaron y los labios se apretaron. Esa cosa se percató del engaño. Y los había visto.

Hasta juraría haberle oído gritar de rabia, aunque su inerte boca parecía incapaz de abrirse. Y comenzó a correr. Otra imagen que se le iba a quedar grabada en la mente para alimentar sus pesadillas el resto de su vida. Contemplar su andar era espantoso. Pero verle correr hacia ellos, no tenía nombre, terrorífico se quedaba corto. Su paso veloz provocaba un terremoto a su alrededor. El instinto de supervivencia de Rendel le hizo correr como nunca antes, incluso con Zari a su espalda. Adelantó al resto, de hecho.

Subió por la escalinata. O más bien, voló sobre ella, lanzándose hacia el interior. Ni siquiera se detuvo cuando la oscuridad les envolvió. Prefería golpearse de frente contra una pared, antes que quedarse parado en la puerta. El resto hizo igual, entraron a la carrera, sin pensar. Si había algún obstáculo en el camino, ya estaba él para comprobarlo.

Hicieron bien. Las vibraciones en el suelo y el polvo y las piedrecillas que caían sobre sus cabezas les indicaban que el gigante se acercaba a gran velocidad. Al fin, Rendel se detuvo a una distancia prudencial, resoplando y con el corazón a punto de salirle por la boca. Dejó a Zari sentada, apoyada contra la pared y se giró hacia la puerta. Allí tuvo otra visión que le traumatizaría para el resto de su existencia. La enorme cara de mármol asomada a la entrada, y un brazo colosal que se colaba dentro, palpando y golpeando, con gran estruendo. Intentaba machacar cualquier cosa que estuviera a su alcance. Cuando quedó claro que no conseguiría atraparles, el Vigilante desistió. El enorme brazo se retiró de nuevo hacia el exterior, arrastrándose como una gran serpiente y dejando marcas profundas en el suelo. Y después, la calma. Rendel se dio cuenta al fin de que temblaba, y no pudo continuar de pie. Más que sentarse, se derrumbó, y notó la mano de Zari, aferrando la suya, que estaba intentando tranquilizarle.

—Bueno, primera prueba pasada —dijo Edel, en un hilillo de voz. Se dejó caer contra la pared, exhausta.

—Creedme que, si llego a saberlo, antes hubiera preferido excavar la roca para colarme en el templo, que tener que enfrentarme a eso —replicó Palillo, respirando con fuerza.

—¿Cómo te encuentras, Zari? —preguntó Lysa a su hermana. También le faltaba el aire, y tenía la frente perlada por el sudor —. Ha sido una ilusión impresionante, me siento muy orgullosa.

—Gracias. Pero estoy agotada. He canalizado demasiado Poder.

—Yo bien, gracias por preguntar —bromeó Rendel, mientras se apoyaba junto a Zarinia. Ella se río, y le dio un beso en la mejilla. Si Edel se enteró, no dijo nada.

—¿Pero qué demonios era eso? ¿Qué clase de magia era esa? —preguntó Alaric, recuperando el aliento —. He visto cosas raras en mi vida, y más desde que os conozco. Pero nunca hubiera creído que algo así pudiera existir. Ni siquiera en los cuentos que me contaban de pequeño.

—Magia ancestral —respondió Lysandra, tosiendo. La herida de su pecho parecía pasar factura —. Conocía su existencia, pero nunca había visto una muestra real.

—Así es —asintió Edel —. Magia de la que ya queda muy poca en este mundo. Un vestigio de la habilidad de los antiguos magos. Es un nivel de Poder que ningún hechicero actual conseguiría dominar.

La anciana hizo una pausa, dejándose caer, apoyada contra la pared, mientras terminaba de recuperar el aliento.

—Veréis —prosiguió —, nosotras podemos jugar con las leyes naturales, una vez que las comprendemos. Pero en la antigüedad, consiguieron llegar a doblegar a la misma realidad. ¿Hacer que la piedra se mueva como la carne? ¿Que el hechizo perdure tanto tiempo? Algo impensable e incomprensible para nosotras.

—Y ese tipo de magia, esos conocimientos… ¿no se han conservado? —preguntó Rendel, con inocente curiosidad —. Es decir, en vuestra casa tenéis un montón de libros, ¿no se guardó también esa sabiduría?

—Sois muy observador, maese Verruga. Gran parte se perdió con la caída del reino de Hulfgar. Pero es cierto que aún existen viejos incunables que guardan los estudios antiguos. Muy pocos. Yo nunca he llegado a ver uno con mis propios ojos. Y no hace falta que diga que esos volúmenes son perseguidos y codiciados. Si por casualidad os encontráis alguno, podréis cambiarlo por un castillo, y todas las tierras de alrededor. Incluso por un Reino, si me apuráis.

Rendel se dio por satisfecho con la explicación. Si veía uno de esos libros, no dudaría en pillarlo. Aunque eso del “saqueo y la profanación” no le hiciera mucha gracia a Zari. Ya la regalaría un castillo, para que se le pasara el enfado.

—Bueno, ya hemos superado la prueba. Y ahora, ¿qué? —preguntó Alaric, mientras se incorporaba y se limpiaba el polvo de los pantalones.

—La respuesta es sencilla —contestó Edel —. Enfrentarnos a las dos siguientes.

—¿Serán más difíciles que esta?

—Ni más difíciles ni más fáciles. Diferentes. Se crearon para poner a prueba todas las habilidades de cualquier hechicero que deseara entrar al templo, y así asegurarse de que fuera digno.

Todos se quedaron observando a Edel, esperando alguna explicación adicional.

—Está bien, está bien. La próxima es la “prueba de la mente”. Os lo contaré de camino. Pero os aviso: en el siguiente desafío, correr no nos servirá de nada.

Oír eso no le gustó mucho. A él se le daba muy bien eso de correr. En cambio, lo de la “prueba de la mente” no le sonaba tan atractivo. Notó que Zari tironeaba de él, para proseguir el camino. Y con esos pensamientos intranquilos, continuaron tras los demás hacia el oscuro pasadizo que los llevaba a la siguiente prueba. Juntos de la mano, compartiendo su nerviosismo.