Lysandra se encontraba incómoda y cansada. No estaba acostumbrada a cabalgar tantas horas sobre un caballo. Menos aún con este calor. Y eso que su montura, Panecillo, tenía un paso suave y amable. A sus nalgas le hacían falta descansar de la silla de montar, y había hablado con Palillo de esto antes del almuerzo. Le sugirió llevar ella misma el carro el resto de la jornada, aunque él no lo veía muy claro. Al final llegaron a un acuerdo. Iría sentada acompañando a Cangrejo, y dejaría atado a Panecillo en la parte de atrás. El peso de Lysandra no suponía mucho más esfuerzo para un animal tan fuerte como el de Cangrejo.
No pasó demasiado tiempo antes de que se arrepintiese de su decisión, pues el traqueteo del carro y el duro banco de madera eran casi peor que ir sobre el caballo.
—¿Os encontráis bien? No tenéis muy buena cara —le dijo Cangrejo al rato, notando la expresión de malestar en su rostro.
—No os preocupéis. Es que no estoy acostumbrada a viajar tantas horas. Además, este calor… —respondió ella, tratando de ocultar su incomodidad.
—Tengo un odre con algo de vino especiado, si queréis apagar la sed —interrumpió el hombretón, con su vozarrón chirriante.
—Muy amable, pero estoy bien —declinó, cortésmente.
Estuvieron callados unos momentos, hasta que Cangrejo rompió el silencio otra vez.
—Adelante, preguntad.
—¿Cómo decís? —respondió Lysandra, sin prestar demasiada atención.
—Vamos, no tengáis vergüenza. Es algo que incomoda mucho a la gente. Ya estoy acostumbrado.
—No sé muy bien a que os referís.
—A mis quemaduras. Todo el mundo me quiere preguntar cómo me las hice, pero pocos se atreven.
—Bueno, en realidad yo no…
—Fue el día que conocí a Palillo. En esa época yo trabajaba para la banda del Cuervo, en la ciudad de Terranevada. Creedme si os digo que ese hombre era un auténtico hijo de puta. Pero en aquella época yo era más joven, y veía las cosas de otra manera. Andaba cegado por la ambición, y con el Cuervo se ganaba dinero.
—De verdad, no hace falta que…
—¿Sabéis? Lo gracioso del asunto es que, en esos tiempos, Palillo era un jovenzuelo, de la edad aproximada de Verruga, un poco mayor, quizás, y trabajaba para la competencia. La banda de la Rata. Otro tipo al que los Dioses le tiene reservado un hueco especial en el infierno —añadió Cangrejo con desdén.
—Ya —respondió Lysandra con un suspiro, arqueando las cejas. Estaba claro que Cangrejo iba a contar toda la historia, independientemente de lo que ella dijera, así que se resignó a escuchar el relato completo.
—Palillo entró en la banda de la Rata muy joven. El más joven de todos, con mucha diferencia. Se lo encontró recién nacido, en un cestillo de mimbre, tirado tras unos toneles. Su buena y santa madre le abandonó a las pocas horas de nacer, todavía cubierto de sangre y con el cordón colgando. La Rata lo recogió, y lo crio como a un hijo —continuó Cangrejo, con un tono de voz que denotaba cierta amargura.
—No parece tan mal tipo entonces.
—Eso se diría, ¿verdad? —respondió Cangrejo, con una mueca —. Pues no. ¿Sabéis cómo llamaban a la banda de la Rata? La Plaga. Porque eran como un montón de ratitas que se escabullían en cualquier hueco. El muy cabrón se dedicaba a recoger a todos los mocosos a los que el mundo había abandonado, obligándoles a que trabajaran para él, con la excusa de darles un hogar.
—Bueno, supongo que mejor que estar solos en las calles…
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—No sabría deciros. Seguramente lo hubieran llevado mejor por su cuenta. Les proporcionaba techo y comida, sí, pero a cambio de que le llenaran los bolsillos. Cada trozo de pan que daba a sus muchachos, lo untaba con guantazos, y cada vaso de leche, lo especiaba con collejas. Y eso cuando estaba sobrio. Dicen que en las ocasiones en las que se le iba la mano con el vino, lo mejor que les podía pasar a sus ratitas era que les diera una paliza. Porque otras veces… En fin, ya os he dicho, le crio como a un hijo. Pero como a un hijo puta.
—Vaya, debió ser una infancia dura para él. Pero…
—Pues bien —volvió a interrumpir Cangrejo. Lysandra se empezaba a preguntar si esto era una conversación o un monólogo —. En aquella época no me llamaban Cangrejo, sino Bocadulce. Porque, a diferencia de ahora, tenía una voz maravillosa. Y un pelo precioso, aunque no os lo creáis. De hecho, era un tipo bastante atractivo. Solía engatusar a las damas, que sentían cierto morbo por los rufianes como yo.
—No lo dudo —respondió Lysandra, intentando imaginarse a esa mole de carne que tenía al lado, como un joven galán, de bella sonrisa y hermosa melena. No lo consiguió.
—¡Claro que no! El caso es que ambas bandas luchaban por hacerse con la influencia de una zona de Terranevada. El barrio de los Escribas, si mal no recuerdo. Es igual. Nuestro jefe ideó un plan para deshacerse de la Rata y su plaga. Hizo correr la voz de que en una casa de la zona se guardaba una gran cantidad de riquezas, y que cierta noche iba a ser especialmente fácil el asaltarla.
—Bueno, así de primeras a mí me parecería una trampa —comentó Lysandra, anticipando el desenlace.
—¡Eso mismo pensé yo! Pero el jefe era el jefe, así que organizamos una buena emboscada. La idea era llenar el sótano de la casa con cubos de brea, y hacerlos prender en cuanto la Rata entrara, bloqueando todas las salidas. Por supuesto, no funcionó. Eso se convirtió en una pelea a oscuras entre bandas, dentro de un viejo casón. No sé cuántos compañeros perdí ese día, y aún menos cuantos perdió la Rata. Y tampoco cuantas bajas se causaron entre camaradas, pues eso era un auténtico caos. Hasta que al desgraciado del Cuervo se le ocurrió prender la brea con todos dentro, amigos y enemigos.
—Se diría que solo le importaba su propio pellejo, ¿no?
—Habéis dado en el clavo. Pues lo dicho, el fuego empezó a extenderse por todas partes, y yo no veía ni cómo escapar de allí. El resto salió por patas, al menos los que no habían resultado muy malheridos y podían. Pero yo siempre he sido un tipo grande, y la madera del suelo, ya bastante trastocada por el fuego, no pudo aguantar mi peso, y casi caí a la planta inferior. Por suerte, me conseguí agarrar a un hierro que sobresalía. El calor que venía de abajo me estaba cocinando vivo, y el clavo me abrasaba la mano. Aunque no me solté, porque las llamas me hubieran devorado.
—¡Qué horror! Lo siento de…
—¡Grité! —la interrumpió de nuevo, gritando de verdad. Lysandra saltó en la silla del susto —. Oh, vaya si grité. Les grité a los Dioses, maldije al Cuervo de todas las formas que se me ocurrieron, e insulté a todo este mundo sin excepción, hasta que el humo me quemó la garganta y no me dejó decir nada más. Y cuando ya no pude continuar, cuando estaba a punto de soltarme, una mano emergió entre la humareda y me agarró. Era Palillo. Tenía varios cortes de daga y algunas quemaduras, pero, aun así, me alzó con una fuerza que no esperaba de alguien como él. Me cubrió con una manta mojada, y me arrastró fuera, sin importarle si era de los suyos o no.
—Vaya… No sabía —Lysandra se fijó en Palillo, que cabalgaba bastante por delante. Aunque la forma en la que le veía ahora era algo diferente.
—Ese día perdí la mano, perdí mi pelo, y perdí mi voz. Pero gané un verdadero amigo. Y eso compensa todo lo demás.
El silencio se levantó entre ellos, roto solo por los cascos de los caballos, los crujidos del carro y los sonidos procedentes del bosque que les rodeaba. Lysandra observaba los árboles que pasaban lentamente, y se permitió disfrutar de la quietud de la tarde durante unos momentos. Empezó a notar que se le cerraban los párpados. El cansancio le pesaba en los huesos. Sin embargo, la historia de Cangrejo había despertado su curiosidad.
—Y después de eso, ¿qué ocurrió? —preguntó Lysandra, con ánimo de mantener la conversación.
—Decidimos largarnos de allí y formar nuestra banda, por llamarlo de alguna manera, pues únicamente éramos nosotros dos. Palillo se ocupaba de los planes y las estrategias, y yo me encargaba de la fuerza bruta, por así decirlo. Nos complementábamos bien —dijo Cangrejo con una sonrisa nostálgica—. Fue una buena época.
—¿Y Verruga? —Lysandra miró hacia el joven, que cabalgaba por detrás, acompañando a su hermana y charlando animadamente.
—Ah, Verruga. Lo encontramos en un callejón, desnutrido y cubierto de mugre. Era una rata callejera más, pero Palillo notó algo en él. No sé qué, quizás se vio reflejado de alguna manera. Le dio comida, ropa limpia, y un lugar al que llamar hogar. Lo acogió como un padre. Pero de verdad, no como lo que había conocido con la Rata. Desde entonces, ha sido casi un hijo para él —se detuvo un momento, y sonrió —. Y, en cierto modo, para mí también. Entre ambos, le hemos ido enseñando el oficio. Se le da muy bien, el muchacho tiene buenas entendederas. Y respecto a Palillo, creedme si os digo que es uno de los hombres más honorables que os encontraréis en vuestra vida.
—Pese a ser un ladrón —dijo Lysandra, dibujando una leve sonrisa.
—Pese a ser un ladrón —afirmó Cangrejo, con seriedad.