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32 - El Reino Hundido.

«Odio las cuevas».

Zarinia no paraba de decirse esto una y otra vez. No estaba disfrutando para nada del maldito viaje bajo la superficie. ¿Por qué no podrían haber construido un camino sobre la superficie, lejos de estos túneles oscuros y húmedos?

«Odio las cuevas».

Lo pasó mal, desde que tomaron la ruta secundaria del lago. El primer tramo lo hicieron a través de una estrecha gruta que se estaba inundando, con el agua helada cubriéndoles hasta las rodillas. Las paredes y el suelo se encontraban recubiertas por una especie de algas oscuras que lo convertían todo en una superficie resbaladiza y asquerosa. Después, la senda ascendió un poco, pero no la tranquilizaba mucho el comprobar que su madre avanzaba con menos seguridad. La pobre mujer intentaba recordar lo que le habían enseñado sus ancestros respecto a esta ruta accesoria, pero hacía muchísimos años de eso, y en más de una ocasión se vieron visto obligados a regresar sobre sus propios pasos para tomar otro desvío, cuando se equivocaba.

«Odio las cuevas».

Y lo pasó aún peor, en el momento en el que tuvieron que huir a la carrera de una manada de las mismas criaturas con las que se había encontrado su hermana antes. Lysa les estuvo describiendo aquella cosa con la que se cruzó cuando se extravió, pero no la creyeron demasiado.

Sí, algo le hirió la pierna, pero pensaban que quizás exageraba, que el miedo le había hecho ver cosas que no existían. Gran error. Las criaturas eran muy reales. Mucho más aterradoras de lo que las palabras de Lysa intentaron transmitir.

Y había cientos, de todos los tamaños. Algunas pequeñas como ratas, otros grandes como caballos. Reptaban por las paredes, haciendo chasquear sus mandíbulas, y salían de cualquier agujero, grieta o abertura, gorjeando, chillando y rugiendo. Menos mal que su madre, en un gesto poderoso, pero desesperado, hizo que el túnel se derrumbara entre ellos y esas bestias. Aunque claro, eso también les había cortado el camino de regreso.

«Odio las cuevas».

Al menos, en esta zona el aire era más seco, lo que permitió que sus vestimentas se fueran secando poco a poco. Aun así, se encontraba helada. Pensó en su pobre hermana, que se había mojado de los pies a la cabeza, y que, aunque lo intentaba disimular, temblaba de frío frente a ella. Alaric se ofreció a prestarle su propia capa de viaje, pero Lysa lo rechazó amablemente. Así era su hermana, orgullosa como ninguna. Seguro que en el fondo se estaba arrepintiendo de no haber aceptado.

Tras otras tres o cuatro horas de viaje, no podría asegurarlo muy bien, se detuvieron a descansar de nuevo. El agotamiento se acumulaba en sus cuerpos, y en su espíritu. El lugar que escogieron no tenía nada de especial. Otro pasillo entre la roca. Algo más ancho que el resto, quizás, pero el mismo monótono e insulso granito gris que les rodeaba por todas partes. Podrían sentarse frente a frente, al menos.

Hicieron una hoguera con algo de la madera que habían guardado de antes. Un fuego pequeño, que apenas servía para iluminarles las caras cansadas, pero la luz y el calor resultaban reconfortantes. Para su sorpresa, Lysa se quitó las botas y las medias, y acercó los pies desnudos a la fogata.

—Necesitaba esto —suspiró, con una expresión de puro deleite que Zarinia rara vez veía en ella.

Los pies de su hermana se encontraban llenos de ampollas y rozaduras, marcas de un viaje al que no estaban acostumbradas. Podrían curarlas fácilmente con un simple hechizo de sanación, pero las ampollas siempre volvían tras horas de caminar. Al fin y al cabo, sus pies aún no habían desarrollado el callo necesario para soportar tantas leguas.

Y es que no estaban acostumbradas a andar tanto. Ella también tenía ampollas, pero le había dado vergüenza quitarse las botas delante de Rendel. Y le sorprendía que a su hermana no le hubiera importado mostrarlos así. Lysa, siempre tan comedida y elegante… Parecía que algo estaba cambiando en su actitud. Así que también se descalzó. La descarada era ella, no iba a permitir que su hermana le ganara a atrevida.

Puso los pies cerca del fuego, y el calor fue tan agradable que hasta se le erizó la piel.

—Ay, sí, que maravilla…

—¡Qué demonios! —exclamó Alaric, que se quitó también las botas, mostrando sus grandes y huesudos pies que, a diferencia de los de ellas, sí parecían estar muy acostumbrados a las largas distancias. Y después, Rendel hizo lo mismo, riendo. Su madre fue la última que se animó, aunque no se llegó a quitar las medias. Era demasiado pudorosa para eso.

Comieron algo, y se permitieron dormitar un rato. No estaba muy tranquila, pensando que quizá habría más bichos de esos rondando cerca, pero su madre se ofreció para vigilar mientras los demás se echaban una pequeña siesta. Durmió un poco, con sueños intranquilos, y cuando se desveló, vio que la anciana se había quedado dormida también. La despertó con suavidad y en silencio. Y aunque la mujer se sobresaltó, sonrió, algo avergonzada. Levantaron al resto, y continuaron su travesía.

«Odio las cuevas».

El escaso almuerzo y el breve descanso la animaron un poco, pero en cuanto se pusieron en camino de nuevo, el sentimiento se esfumó. Las grutas parecían no tener fin, y salvo algún hilillo de agua ocasional, restos llamativos de antiguos derrumbes, o alguna grieta inusual, todo lo que les rodeaba era siempre lo mismo. Oscuridad al frente. Oscuridad tras ellos. Paredes que se abrían, se cerraban y giraban, una y otra vez. El eco del crujir de sus pasos entre las galerías. El aire continuaba siendo cálido, aunque el olor a humedad casi ni se notaba. Al menos, su madre estaba más convencida de que seguían el camino correcto.

Y tras un buen rato, en el que Zari ya había perdido totalmente la noción del tiempo y del espacio, el pasadizo se ensanchó, y Edel rompió su silencio, al fin, soltando una sonora carcajada de satisfacción.

—¡Ja! No me equivocaba, estaba segura de que este era el camino correcto. ¡Mirad! —exclamó, señalando hacia delante.

Todos se agolparon en la abertura. La ruta se cortaba de forma abrupta; frente a ellos se abría a un vasto vacío, tan profundo que parecía no tener fin. El camino proseguía haciendo un quiebro de noventa grados a la izquierda, bajando hacia una escalinata estrecha que descendía pegada a los muros de roca. Pero había luz. De alguna forma, las paredes emanaban pequeños destellos azulados y verdosos, lo que les permitió observar con asombro la gran sima abovedada de casi un tercio de legua que se abría frente a ellos. Todas las paredes de la enorme caverna estaban cubiertas de esa sustancia que irradiaba luminosidad. Una luz leve, pero que a sus ojos acostumbrados a la oscuridad les resultaba casi como el día.

Aquello parecía irreal, un pequeño mundo enterrado y escondido en las profundidades de las montañas. Desde la altura donde se encontraban, Zari se asomó hacia abajo, aunque el repentino vértigo hizo que diera un paso atrás. Había una caída de cien varas hasta la base. Observó que las paredes, sobre todo en la parte más alta de la bóveda, estaban plagadas de aberturas, parecidas a la que se encontraban ellos. Aunque la suya parecía la única accesible a pie, mediante la escalinata tallada en la roca. Hasta juraría haber visto algunas formas que entraban y salían volando de aquellas oquedades. Edel sonreía como una niña pequeña.

—Dioses, creía que nunca llegaría a verlo con mis propios ojos. “El Reino Hundido”. He leído muchas historias sobre este lugar, pero siempre pensé que eran leyendas.

—Vaya —murmuró Lysandra, que se había quedado con la boca abierta —. Yo también creía que serían historias inventadas, exageradas. Es increíble.

—En mi vida llegué a pensar que vería algo así, sinceramente —masculló Alaric, igual de sorprendido, o más.

El aire en la caverna era menos denso, y no estaba tan cargado de humedad. Cubriendo el suelo, se apreciaba una bruma que flotaba suavemente y cubría la extraña vegetación.

—¿Eso de ahí abajo, entre los árboles, es una torre? —señaló Rendel.

—No son árboles, son hongos —corrigió Edel —. Grandes como pinos, eso sí. Pero tenéis buen ojo, muchacho. Lo que asoma sobre ellos sí que es una torre. ¿Te acuerdas de a quién pertenecía, Zari? Cuéntaselo a nuestros compañeros, que desconocen esta historia.

Vaya. Pues lo cierto es que había leído sobre “El Reino Hundido” alguna vez. Con muy poco interés, tenía que reconocer, y casi ni se acordaba. Pero tampoco quería quedar mal frente a Rendel, que la observaba intrigado e ilusionado.

—Eh… Sí, bueno… Veamos, aquí se refugió el descendiente bastardo del Rey… Berte… ¿Derterión?

—Malderión —afirmó su madre. La miraba con aire divertido. Quedaba claro que la había preguntado a ella en vez de a su hermana, con toda la intención —. Continúa, por favor.

—Sí, Malderión. Un Rey que fue muy famoso porque… Sus conquistas… No, eh…

Ahora todos la observaban inquisitivamente, sonriendo. Empezó a notar un calor que le subía desde el cuello. Menos mal que con esa tenue luz azulada, el rubor no se notaria demasiado.

—Vale, está bien —dijo al fin, levantando las manos en un gesto de rendición —. No me acuerdo. Que os lo cuente Lysa, que ella seguro que lo sabe.

—¿Yo? Mhhh, bueno. Sí, sí, Malderión el Terrible. Sí… —balbuceó Lysa, a la que habían atrapado de improviso.

—Está bien, hijas mías. No os torturaré más, me queda claro que ese día no estuvisteis muy atentas —dijo Edel, con voz resignada. Después continuó, como para sí —. Ahora me da miedo preguntaros por otras cosas… En fin, os resumiré. Malderión el Terrible tuvo un hijo bastardo llamado Ferinden, que fue un reconocido hechicero, aunque, por otro lado, se ve que el muchacho no andaba muy bien de la cabeza. Tras la muerte de su padre, se rebeló contra su hermano, reclamando el trono. Hubo una guerra, en la que Ferinden fue derrotado. Este fue su escondite final, y su diminuto reino. “El Reino Hundido”. Hay leyendas que cuentan que dedicó sus últimos años de vida a explorar artes y conocimientos peligrosos y prohibidos, logrando maravillas. Otras, quizás más realistas, dicen que fue abandonado por su séquito al poco tiempo de llegar aquí, y que no mucho después, murió consumido por la soledad y la vejez.

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—Genial. Y supongo que tendremos que cruzar ese “reino” creado por un hechicero loco, que a saber qué clase de cosas peligrosas habrá dejado allí abajo como legado —dijo Alaric, poniendo los ojos en blanco y lanzando un suspiro de resignación.

—Sí, pero no creo que quede nada peligroso ahí. Ya no, al menos.

—Tampoco se suponía que habría gusanos gigantes del infierno ahí atrás, y casi nos devoran —replicó él, con tono burlón —. En fin, de nada sirve quejarnos, si no nos queda otra opción, bajemos y atravesemos ese bosque de hongos gigantes. Con suerte encontraremos champiñones o níscalos para asar.

“Ferinden”. Mientras bajaban por la estrecha escalinata, de uno en uno, y bien pegados a la pared, Zari rebuscó en su memoria. “Ferinden el Loco”, recordó, al fin. Se suponía que todo aquello había ocurrido al menos tres siglos atrás, o más. Cualquier cosa que hubiera dejado ese hechicero ya habría sido víctima del paso del tiempo. O eso esperaba.

La escalinata resultó ser bastante peligrosa. Los escalones se encontraban cubiertos de arenilla y piedrecillas traicioneras. En algunos puntos, estaban tan erosionados que apenas existía espacio para colocar un pie. Zari se detuvo un momento, al notar que Rendel se había quedado atrás. El joven estaba arrancando algo de la pared.

—¡Son setas!

—¿El qué?

—Lo que provoca la luz. ¡Son setas que brillan! —respondió el muchacho, en un tono mezcla de asombro y entusiasmo. mostrando una especie de pequeño champiñón luminiscente en su mano. Se lo acercó a la boca.

—¡Ni se os ocurra! —gritó Zari —. Por su sonrisa traviesa, se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo.

—Muy gracioso. Probad a comer algún hongo de esos, lo mismo os sale luz por otro sitio que no os esperáis… —dijo ella, enfadada. No estaba para muchas bromas en ese momento, intentando no despeñarse escalera abajo hacia el lejano suelo de rocas y setas gigantes.

—Oh, vamos, no os enfadéis —dijo Rendel, mientras bajaba al trote hasta ella. Verle moverse tan rápido por ahí la estaba poniendo nerviosa —. Quizás podríamos guardarnos unas pocas, por si nos quedamos sin antorchas.

La idea no resultaba tan descabellada. Mejor eso, que la oscuridad total. Aunque no se iba a poner a recoger setas de la pared. No ahí, al menos.

—Está bien, guardad unas pocas en un bolsito. Pero usad guantes, por si acaso. Y no respiréis las esporas…

«Para qué me molesto», pensó. Era como hablar con una pared. Rendel ya se había llenado los bolsillos y tenía las manos y la cara brillando con el polvo luminiscente de las setas. Zari continúo bajando, suspirando y negando con la cabeza.

Llegaron al fin a la base de la caverna, tras un par de sustos y resbalones. Al fin, pudo contemplar la magnificencia del bosque de hongos. Lo conformaban multitud de setas de todo tipo de tamaños. Las más pequeñas, no eran mucho más grandes que un simple champiñón, pero las más exuberantes llegaban a medir hasta las ocho varas, con un tronco tan grueso que era imposible de abarcar con ambos brazos. Lo que más la llamó la atención, fue el aspecto de estas últimas. Parecían de piedra. Se acercó a tocar una. Efectivamente, al tacto era como acariciar una roca.

—Vaya, han calcificado —observó Edel, junto a ella —. Ahora son más mineral que otra cosa.

—¿A qué es debido, madre?

—No tengo ni idea. Son como fósiles. Pero mejor prosigamos, no tenemos tiempo para resolver todos los misterios que nos vayamos encontrando.

Cruzaron el inusual bosque a través de lo que parecía una antigua senda, que les conducía directamente al centro, hacia la torre. Su madre dijo que debían atravesarlo por completo, hasta llegar al otro lado de la caverna, donde encontrarían, en teoría, una entrada fortificada. Y que, a partir de ahí, comenzarían el ascenso de nuevo, hasta la superficie.

Mientras andaban, escucharon ruidos agudos y unos chasquidos sobre sus cabezas. No había visto mal desde la escalera, las aberturas en la bóveda parecían ser la morada de algún tipo de criaturas voladoras, similares a los murciélagos, pero de mayor tamaño. Bastante más grandes, de hecho. Se preguntó de qué se alimentarían ahí abajo, y le vino a la mente los bichos de los que habían huido anteriormente. Una imagen muy poco tranquilizadora, que la hizo apretar el paso.

Tras un paseo, no demasiado largo, llegaron a un claro, que se abría ante la vieja torre. Lo cierto es que, desde la lejanía, tenía mejor aspecto. Mucho más imponente, sin duda. Ahora, de cerca, se apreciaba el implacable paso del tiempo. Los hongos luminiscentes se habían apropiado de casi toda la estructura, como si intentaran devorar lo que quedaba de la torre, y parte de un muro se encontraba derruido, mostrando sus desvencijadas intimidades. Estaba claro que las estructuras de madera, sin el mantenimiento adecuado, no consiguieron soportar bien el paso del tiempo, y parecía que el interior de la torre se había vencido sobre sí mismo. Ni se molestaron en subir por la escalinata hasta la puerta, la cual yacía inclinada, sujeta únicamente por uno de los goznes. Simplemente, dispusieron el campamento a sus pies.

Sería la hora de la cena, pensó Zari. Más por el reloj de su estómago, que por otra cosa. Necesitaban dormir de seguido, además. Desde que llegaron a este valle subterráneo, se notaba adormilada, y quería descansar. Nada de siestas cortas e insuficientes. Utilizaron la poca la madera que les quedaba para montar una pequeña fogata. Los troncos fosilizados de hongo no ardían, y los más jóvenes eran demasiado húmedos y endebles. Tras otra cena frugal, dispusieron los turnos de vigilancia, y Zari pudo dormir al fin.

Se despertó más tarde. Le dolía todo el cuerpo, y notaba la cabeza embotada. No sabía cuánto tiempo estuvo durmiendo, o siquiera quién tenía que hacer guardia, pues el resto dormía profundamente. Quizás ya era la mañana, quizás no. Pero el rugir de sus tripas indicaba que necesitaba un desayuno.

Finalmente, se fueron despertando. Todos parecían aletargados. Alaric se enojó un poco al ver que ninguno había estado haciendo guardia, aunque tampoco insistió mucho, ya que reconoció haberse dormido él también. Tuvieron un desayuno frío y algo deprimente, pero que era mejor que nada. Después, recogieron sus pertrechos, con una lentitud inusual. Era como si estuvieran sumidos en una especie de somnolencia pesada, y a todos les dolía el cuerpo, como si hubieran estado demasiado tiempo tumbados. Antes de partir de nuevo, Zari lanzó un último vistazo a la torre. Sintió un poco de pena y nostalgia. La gran cantidad de maravillas que debieron surgir allí, los secretos, los descubrimientos. Todo aquello se habían diluido en la corriente de la historia…

—Mirad lo que encontrado —dijo Rendel, de repente.

—¿Queréis dejar de recoger cosas que no sabéis si son peligrosas? —respondió ella, levemente molesta al haber sido arrancada de improviso de sus pensamientos melancólicos.

Menos mal que era guapo. Eso le salvaba. Y adorablemente inocente. Y amable y simpático. Y guapo. Se quedó con la boca abierta, al ver lo que traía el joven en la mano. Un báculo de oro, empedrado y enjoyado. Zarinia decidió que Rendel se merecía una lección.

—¿De dónde habéis sacado eso? —dijo, con la voz entrecortada, señalando con un dedo tembloroso —, ¡Madre! Tenéis que ver esto.

—¿El bastón? Lo tenía agarrado ese tipo de ahí —respondió preocupado, al ver su reacción.

El muchacho señaló hacia un claro cercano, donde yacía un cuerpo recubierto de hongos, recostado junto a un enorme tronco de seta.

Formaron un corro alrededor de los restos momificados. Pese al tiempo, se adivinaban unas ricas y lujosas vestimentas. La descarnada calavera, aún portaba una elegante diadema empedrada. Al darse cuenta, Rendel se agachó para recogerla, casi por instinto.

—Dejad eso en su sitio — le advirtió Zari —. Y el báculo también. A saber que clase de maldiciones habrán dejado para dañar a quien se atreviera a profanar estos restos. Creo que habéis encontrado el “bastón maldito del cráneo pelado”.

Rendel soltó la joya junto al cadáver reseco, y se miró las manos, con preocupación.

—Seguro que ahora ese báculo os ha maldecido, y os quedáis calvo en unos días —continuó Zari, muy seria, pero guiñando un ojo a su hermana. Lysa se tuvo que girar para contenerse la risa. El pobre Rendel se llevó disimuladamente las manos a la cabeza, asustado.

—No seáis tan cruel con el muchacho. Mi hija os está tomando el pelo —dijo Edel con tono tranquilizador, poniendo una mano en el hombro del muchacho.

«¿Qué?» Zari lanzó una mirada de estupefacción a su madre. Acababa de fastidiarle una buena broma.

—Madre, ¿crees que puedan ser los restos de Ferinden? —preguntó Lysa.

—Lo dudo. Creo recordar que su cuerpo yace enterrado en un sepulcro en el interior de la torre. Parece más bien un sirviente, o algo así. Pero mirad, tiene marcas en el cráneo. Diría que hechas por algún tipo de filo.

—Podría ser. O de mandíbulas de insecto poderosas —observó Alaric, agachado junto al cuerpo. Después, señaló hacia otra zona entre los troncos —. Mirad, parece que hay más cuerpos por allí.

Se acercaron a inspeccionar. El suelo estaba lleno de despojos, cubiertos por los hongos y el polvo. Contaron al menos una veintena de cuerpos momificados. Mostraban incisiones en sus ropajes, y marcas de heridas en sus huesos. Daba la impresión de que habían luchado por su vida.

Zari notó un cosquilleo en la nuca. Una sensación de que algo no iba bien. Su mente estaba intentando avisarla, pero no alcanzaba a ver que era. Continuaba notando cierta neblina en su cabeza y le costaba pensar. Se alejó un poco del grupo, al percatarse de que unas varas más allá, había más restos, pero algo diferentes. Era un esqueleto humano, sin duda. No portaba ningún ropaje. Y era deforme. De su cráneo asomaban dos pinzas de hueso a ambos lados, parecidas a las que habían visto ya en los bichos de antes. Sus piernas eran muy pequeñas con relación al cuerpo. Y, además, sobraban. Tenía extremidades de más. Continuó avanzando, presentía que había algo frente a ella, algo importante. Y no se equivocaba. Para su sorpresa, al girar tras un grueso tronco, se topó con un gran osario. Una pila de esqueletos, casi humanos, casi animales. Variaban los tamaños, el número de extremidades, la cantidad de cuencas oculares, la posición de las pinzas en la cabeza…

—¿Qué hiciste, Ferinden? —susurró su madre junto a ella, que no pudo reprimir un leve sobresalto —. Maldito estúpido. ¿Fue esto a lo que te dedicaste? ¿Tanto poder, tantos conocimientos, para acabar transformando a tus sirvientes en monstruos?

—Entonces, lo que nos encontramos antes, es su legado —dijo Lysandra, estremecida, que se había unido a ellas —. Esos bichos son los descendientes de las barbaridades que hizo ese loco.

—Qué lástima —respondió la anciana, con un suspiro —. Será mejor que continuemos. Sabiendo de dónde proceden esas criaturas, es muy probable que tengan más caminos para llegar hasta aquí.

Regresaron al claro, pero se quedaron de piedra al encontrarse a Rendel y a Alaric rebuscando entre los restos y portando un morral con joyas, anillos, diademas, y otras riquezas. «Bueno, que esperábamos. Son ladrones, al fin y al cabo. Está en su naturaleza», pensó Zari.

—No os molestéis en cargar con todo eso —dijo Edel, soltando otro suspiro cansado —. Cuando regresemos del templo, os recompensaré con más oro y joyas de las que podáis cargar.

Rendel y Alaric se miraron, con cierta desazón. Dejar abandonadas todas esas maravillas… Pero accedieron, algo reticentes, y mostrando un gran pesar. Zari se puso a caminar en silencio al lado de Rendel, que ya había vuelto la vista atrás en un par de ocasiones, hacia el botín perdido.

—Si vais a estar conmigo, idos olvidando de todo eso del saqueo y la profanación.

—¿Estar con vos? ¿A qué os réferis?

Zari le miró, divertida y con cierta picardía.

—Ya me entendéis.

Y tras comprobar que su madre no miraba, le dio un beso en la mejilla y le tomó de la mano. Parece que eso fue suficiente para que el muchacho se olvidara de las joyas y de todo lo demás, pues continuó el resto del camino sonriendo animadamente.

Atravesaron el último tramo del bosque, llegando al fin a la entrada fortificada. Por suerte para ellos, el tiempo tampoco había sido clemente con ella. Aunque el pasadizo se encontraba bloqueado por un pesado rastrillo de hierro, oxidado, pero grueso y firme, parte de los muros estaban derruidos, y no tuvieron muchos problemas para colarse por un hueco.

Al otro lado, el aire era ligeramente más fresco, señal de que finalmente comenzaban el ascenso hacia la superficie. Zari enseguida se notó aliviada, como si toda esa pesadez que se había estado acumulando sobre su cabeza se disipara en un instante. Los túneles se estrechaban y el suelo se inclinaba en una ligera pendiente hacia arriba. Zari lanzó una última mirada atrás. Deseaba no tener que regresar a ese maldito lugar, nunca más.

«Odio las cuevas».