“El palacio de las Virtudes”, más conocido simplemente como “las Virtudes” entre los lugareños, era una taberna decrépita y sucia, que hacía esquina con una de las muchas callejuelas sombrías y malolientes que desembocaban en el viejo puerto de Rocavelada. El deteriorado exterior no daba falsas expectativas sobre la calidad de las gentes que frecuentaban el lugar. Marineros que aprovechaban el par de días que iban a pasar en el puerto para, a cambio de unos reales, tener algo de compañía. Gente que buscaba un poco de intimidad, y retiro. Sobre todo, retiro de las fuerzas de la ley. Personas que trataban de hacer algo de dinero vendiendo sus servicios y habilidades manuales, en todos los sentidos posibles. Y en general, individuos que no sentían mucho respeto por su higiene personal. Y menos aún por la de los demás.
O eso pensaba Lysandra, que intentaba taparse la nariz disimuladamente con un pañuelo perfumado, mientras observaba al variopinto gentío que poblaba el salón principal. No estaba acostumbrada a los aromas de la pobreza y la decadencia que impregnaban el ambiente, pero le sorprendía su hermana, que por algún motivo no paraba de sonreír, y a la que no parecía afectarle ese vaho denso que lo saturaba todo, una mezcla de humedad, salitre, humo y sudor.
En realidad, sí se imaginaba por qué su hermana se mostraba tan risueña. Se sentaba al lado del jovencito al que llamaban Verruga. Ya había notado las sonrisas cómplices entre ambos. Y no le gustaba mucho. Al fin y al cabo, aunque el muchacho era mono, y algo tímido, no dejaba de ser un rufián de tres al cuarto. Desde luego, no lo más indicado para su hermana pequeña, ni hablar. Después tendría que charlar con ella sobre esto.
Al otro lado, se sentaba el gigantón al que llamaban Cangrejo. Un hombretón rudo, y algo desagradable de mirar. Tenía toda la cabeza cubierta de cicatrices de antiguas quemaduras, que le privaban de cualquier tipo de vello o cabello. Y la pinza de hierro de su mano izquierda la ponía nerviosa. Pudo observar unas horas antes lo que podía hacer con ella en la cabeza de un hombre. Y ahora la usaba para coger aceitunas del cuenco que acompañaba al líquido aguado al que se atrevían a vender como “vino de la casa”. ¿Habría limpiado al menos la pinza? No quería ni imaginarlo. Además, no paraba de mirarle el enorme culo a la camarera. Ya le había soltado un par de groserías, las cuales fueron recibidas con alegría por la oronda mujer, entre grandes risotadas. Un auténtico desafío para el cordel que apretaba su vestido, que a duras penas contenía el terremoto que formaban sus descomunales senos con cada carcajada.
Y frente a ella, al que llamaban Palillo. No parecía divertirse como sus compañeros. Permanecía con el semblante serio, agarraba su vaso con ambas manos, y no apartaba la mirada del frente, un poco por debajo de la suya. Le intrigó su silencio sobrio, entre todo el barullo de voces, risas y gritos que les rodeaban. Existían dos opciones, o estaba meditando algún plan, o bien simplemente le miraba al escote.
—Me alegro de que nos hayáis traído a un sitio tan refinado y acogedor, maese Palillo. Me encanta el ambiente bohemio y desenfadado del lugar —dijo con sarcasmo, para captar la atención del hombre —. Estoy ansiosa de probar la cama de la habitación y poder descansar a gusto. Seguro que las chinches son hasta amigables.
Palillo regresó de su mundo interior, y la miró con aire divertido.
—Pues debéis probar la tina del baño. Seguro que esta noche solo la han usado tres o cuatro antes que vos, y el agua estará hasta algo tibia — respondió, también con sorna.
Mientras decía esto, terminó de beberse el vaso, y se reclinó en la silla, todo lo alto que era, para estirarse algo más, pero el amenazante crujido que salió del respaldo le hizo replanteárselo y volver a apoyarse sobre la mesa.
—Bromas aparte, este es el lugar más seguro que vais a poder encontrar en Rocavelada —prosiguió —. Tienen un acuerdo con el sargento. No veréis entrar a un guardia aquí. Y sí, es cierto que es una pocilga, pero al final hasta se le acaba cogiendo cariño.
—Supongo que muy al final —respondió Lysandra, mientras observaba a dos tipos arrastrar a un borracho inconsciente hacia la calle.
—Bueno, creo que es hora de que nos habléis sobre ese dichoso medallón. Por qué tiene tanto valor, por qué lo busca tanta gente —continuó Palillo, cruzando las manos por encima de la mesa y prestando toda su atención.
Lysandra bajó la mirada y cerró los ojos. Se volvió hacia su hermana, que se había quedado callada, con gesto sombrío. Los tres hombres también permanecían en silencio, intrigados. Después, se quedó observando fijamente a su vaso, mientras jugueteaba nerviosa con él.
—Decidme, maese Palillo. ¿Qué sabéis de los planos exteriores? —comenzó a decir, vacilante —. Los sacerdotes los prefieren llamar “el cielo y el infierno”.
—Bueno, lo de cielo e infierno, sí, son cosas que se escuchan en los templos. Pero, ciertamente, los temas de la Fe no van mucho conmigo. Nunca en mi vida he visto un ángel o un demonio. Ni conozco a nadie, en realidad, que haya tenido contacto con alguna de esas cosas. Sobrio, al menos —terminó bromeando.
—Nosotras, como hechiceras, tenemos una visión diferente de la que profesan los taumaturgos —prosiguió Lysandra, muy seria —. Pensamos que, lo que las creencias religiosas denominan como “divinidades”, son en realidad entidades de planos de existencia diferentes al nuestro, que no tienen nada de divino. Son otro tipo de formas de vida, otro tipo de inteligencia, que se escapan a nuestra comprensión. En determinadas circunstancias, pueden llegar a manifestarse en este mundo, aunque la mayoría de las veces, por suerte, solo parcialmente. En las pocas ocasiones en la que uno de estos seres ha cruzado completamente a nuestra realidad, el resultado nunca ha sido bueno.
—Habréis oído sin duda las leyendas sobre la caída del reino de Hulfgar —dijo su hermana, con los ojos muy abiertos. Le encantaba contar historias.
—Claro, el gran reino de Hulfgar, donde la magia abundaba y la riqueza sobraba—replicó Verruga, antes de que nadie pudiera contestar —. Son cuentos viejos que todos los padres les cuentan a sus hijos.
—Son viejas leyendas distorsionadas por el tiempo, pero que guardan aún bastante de su verdad inicial —continuó Zarinia, en tono aleccionador —. El reino de Hulfgar existió realmente, hace más de trescientos años, en lo que ahora conocemos como la costa de Cuerno. Y fue tan grande y poderoso como se cuenta. Bastante más avanzado y civilizado que el nuestro, con perdón del Rey.
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—Y la llegada de un ser de un plano inferior, o del infierno, si lo preferís, lo borró de la historia —concluyó Lysandra, con un tono sombrío —. Todo el reino, desaparecido en cuestión de días. Cientos de miles murieron. Se perdió casi al completo su conocimiento, su arte, su historia. Ciudades arrasadas hasta los cimientos. Incluso la costa retrocedió, por la destrucción. De todo su esplendor, solo perduraron leyendas y cuentos de viejas.
Los cinco permanecieron callados, rodeados del alboroto de la taberna. La enorme camarera se acercó para cambiar la jarra de vino por otra rebosante. Aprovechó también y dejó una nueva escudilla de aceitunas amargas.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con el medallón? —pregunto Cangrejo, volviendo a meter la sucia pinza en el renovado cuenco de olivas.
—Se llama amuleto de Vanar-Gash. Y es una llave, en realidad —respondió Lysandra, cogiendo también una aceituna. El hambre había vencido temporalmente a los escrúpulos.
—Una llave ciertamente extraña. Y creedme, si de algo sé, es de cerrojos —comento Palillo.
—Es porque abre una cerradura mágica, obviamente. Su funcionamiento no requiere de mecanismos —apuntó Zari.
—Claro. Es obvio —añadió Verruga, dándole la razón. Los otros dos hombres le miraron inquisitivamente, entrecerrando los ojos, y el muchacho volvió a callar y a bajar la cabeza.
—Pero es una llave, al fin y al cabo, así que ¿qué es lo que abre? —dijo Palillo, volviendo a mirar a Lysandra.
—La puerta de la Serpiente, la puerta al templo de Vanar-Gash. Una entrada inexpugnable, de gran Poder. Ni el más hábil ladrón podría forzar la cerradura, ni el fuego más poderoso podría derretir su metal, ni los canteros más expertos podrían derribar su dintel.
Lysandra se detuvo un instante, para beber un poco y aclararse la garganta. El resto continuaba callado, muy atentos a su explicación, totalmente ajenos al bullicio que les rodeaba.
—Nosotras nunca hemos llegado a ver el interior del templo, pero sabemos que solo guarda una cosa. La puerta de la Serpiente. Y antes de que preguntéis, tras esa puerta no hay nada. Únicamente es un cruce. Un paso entre dos mundos. Está cerrada con un sello, creado por los tres grandes hechiceros del reino de Hulfgar. En ellos depositaron todo su poder. Y hasta el último aliento de su vida. El mal que destruyó su reino fue expulsado a través de ese portal, antes de que pudiera seguir extendiéndose. Pues ni aun con todo el poder combinado de todos los hechiceros de esa época, hubieran podido destruirlo. Tan solo fueron capaces de obligarle a cruzar a través de la entrada —Lysandra terminó la frase, e hizo un gesto con la mirada a su hermana, para que continuara ella.
—Y los tres últimos grandes hechiceros, se sacrificaron, entrando a ese otro mundo, y cerrando la puerta tras de sí, con ese sello de Poder —prosiguió Zari —. Desde entonces, siempre ha existido un hechicero, heredero de esa honorable casta, encargado de guardar la llave y de proteger el templo.
—O hechiceras, por lo que empiezo a comprender… —dijo Palillo, lentamente.
Las dos hermanas se miraron entre sí. Los hombres las observaban de nuevo, pero ahora se apreciaba cierta reverencia en su expresión.
—No exactamente. No somos las guardianas. Aún no. Es nuestra madre quien goza de ese honor. Es un puesto… hereditario —dijo Zari.
Hubo otro momento de silencio, mientras los hombres iban digiriendo toda esta información.
—Entiendo entonces su valor para vuestras mercedes, pero ¿cómo ha llegado esa llave a manos del conde de Brademond? ¿Y qué interés puede tener en él? —preguntó Palillo. Se le notaba realmente fascinado.
Zarinia observaba a su hermana, con gesto triste. Lysandra había bajado la mirada hacia el vaso que tenía delante, como intentando hundirse en el vino que contenía.
—Es culpa mía.
—Nooo, Lysa, no es culpa tuya. Fue esa cosa que te engañó… nos engañó a las dos—dijo Zari, con la voz angustiada, agarrándola del brazo.
—No, hermana. Yo soy la mayor, y era la responsable de guardarlo, mientras madre estuviera enferma —respondió con pesar, aunque su tono pasó rápidamente a ser de rencor, casi con lágrimas en los ojos —. Esa maldita cosa…
—¿Qué cosa? —pregunto Palillo, atónito.
—Veréis, mi hermana… — contesto Zari, dubitativa —, estuvo comprometida con…
—¡Zarinia! ¡Creo que todo aquello no les incumbe a estos hombres para nada! —replico Lysandra, consternada, intentando mantener la compostura.
—Lysa, pienso que deben saberlo —dijo Zari, cogiéndola la temblorosa mano.
Mantuvieron la mirada durante unos instantes, hasta que Lysandra cerró los ojos y asintió.
—Está bien. Cuéntaselo.
—Gracias, hermana —respondió Zari, sonriéndola con expresión comprensiva —. Como ya os ha dicho antes, estas entidades a veces son capaces de manifestarse en parte en nuestro mundo. De alguna forma, el ser que fue expulsado ha conseguido mantener una fracción de su esencia aquí, a través de ese medallón. Solamente un pequeño pedazo de su poder. Pero suficiente como para manipular las mentes de aquellos que están cerca de él.
—Y esa maldita cosa, se apoderó de… de alguien a quien apreciaba mucho —interrumpió Lysandra, con rencor —. Desconozco que parte de él realmente… Ya ni siquiera sé que parte era él, y que parte era… eso, controlándolo… —dijo, mordiéndose el labio. Durante un instante, hubo un atisbo de melancolía en su mirada. Pero al momento, apretó los puños y sus ojos volvieron a transmitir una profunda rabia, mientras se cubrían de lágrimas —. El muy bastardo me engañó, solo para robar el amuleto. Y luego yo… yo tuve que…
Y mientras decía esto, los hombres comenzaron a notar como el ambiente a su alrededor se volvía eléctrico, al igual que el aire que precede a una tormenta de montaña. Se les erizó el cabello, y vieron con espanto que los ojos de Lysandra chisporroteaban con luces azuladas.
—Hermana, tranquilízate —dijo suavemente Zarinia, poniendo sus manos sobre las suyas. Al instante, volvía a ser ella, la Lysandra señorial, digna y altiva de siempre.
—Disculpadme… Yo… Creo que es momento de retirarnos, ¿verdad, Zari?
Lysandra se levantó, con un gesto cortés de despedida. El joven Verruga se levantó atropelladamente, para ayudar a retirar la silla de Zari, que se lo agradeció también con una sonrisa.
—Caramba, Verruga. Eres todo un caballero. A mí nunca me has retirado la silla, ¡haw, haw, haw! —se mofó Cangrejo, con esa risa de aserradero que podía partir tablones. Intentaba suavizar un poco el ambiente, pero no parecía funcionar muy bien.
Palillo se levantó también, para devolver la cortesía, aunque antes de que las hermanas se marcharan, se dirigió a Lysandra:
—Os ayudaremos a recuperar ese medallón, si lo deseáis.
—Vaya, ¿estáis dispuesto a volver a jugaros el cuello por esto? —replicó Lysandra, sorprendida, mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo.
—Si la recompensa lo vale…
—Imaginaba que no sería un acto altruista por vuestra parte —dijo Lysa, relajando la expresión y mostrando media sonrisa en la cara —. Esta noche consideraremos vuestro ofrecimiento, y mañana os daremos una respuesta. Buenas noches.
—Buenas noches. Descansad, y no os peleéis demasiado con las chinches —concluyó Palillo, con una sonrisa afable.