Lejos de la Ciudad de Buenos Aires, en el pueblo de Isla del Cerrito, se encontraba Ana María Pucheta, quien iba de un lado a otro sacando de quicio a Candado. Para alejarla de él durante todo el día, le encomendó la importante misión de enseñarle el pueblo a Liv, y de paso, llevarse a Hammya para que él pudiera firmar en paz los formularios de Liv, necesarios para que ella se quedara en los gremios.
Al salir, el cielo se nubló y parecía que pronto llovería. Justo cuando Hammya, la última en salir, cruzó la puerta, se giró para mirar a Candado. Él la observó, luego miró el cielo con expresión neutral, abrió la puerta nuevamente, tomó un paraguas y lo colocó en el pecho de Hammya.
—Suerte —dijo con frialdad.
Cerró la puerta y la aseguró con llave.
Hammya se alejó de la casa y abrió el paraguas. Mientras caminaban, la puerta se abrió de repente y Walsh salió corriendo para alcanzarlas.
—¡Esperen! —gritaba mientras se acercaba.
—¡Hola, Walsh!
—No hacía falta gritarme —respondió con una sonrisa.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Hammya, colocando el paraguas sobre su cabeza, pues empezaba a lloviznar.
—Sí, me gustaría acompañarlas. No te conozco a ti ni a la espada china.
—Soy Liv.
—Bien, hola Liv.
Walsh aclaró la garganta y extendió la mano hacia Hammya, quien la aceptó cortésmente.
—Soy Darío Walsh, miembro del gremio Roobóleo.
—Es nuestro director de registros. En otras palabras, él agenda todo lo que sucede dentro y fuera del círculo. Ha estado fuera unos meses. También es un estratega.
—Pero no había ninguna placa en su asiento —comentó Liv.
—Es porque su silla está guardada en la sala. Por eso no la viste.
—Vaya, creí que todos se habían olvidado de mí —dijo Walsh, bromeando.
—Eso no es cierto. El gremio no es lo mismo sin ti. Ahora que estás de vuelta, todo será más divertido —dijo Hammya.
—Pero... si siempre vagueas —intervino Clementina.
—Silencio, no es divertido hacerlo sola. Es mejor en grupo.
—Gracias, me siento mucho mejor ahora. Pensé que sería una molestia —respondió Walsh.
—Los amigos nunca son una molestia —aseguró Pucheta.
—Excepto usted —dijo Clementina, con sarcasmo.
—No seas así, Clementina —replicó Walsh, intentando mediar.
—Uuuy, qué tierno —dijo Pucheta mientras lo abrazaba.
Clementina lo tomó del hombro y lo apartó de ella.
—Celosa —se burló Pucheta.
—Tus abrazos acabarían con cualquier ser vivo.
El grupo se rió y siguió su camino, dejando al presidente dentro de la casa, ocupado ayudando a sus compañeros. Candado estaba limpiando su oficina, pasando plumero, franela y escoba. Tenía arremangada su camisa blanca para no ensuciarla. Era un poco complicado quitar el polvo del suelo de madera, pero gracias a sus poderes, lo pudo eliminar y desechar sin problemas. Limpió su escritorio y se dedicó a pasar la franela por cada uno de los libros del estante antes de volverlos a colocar en su lugar.
En ese momento, tomó un libro de tapa blanca y lo limpió hasta que se detuvo al leer el título: Lluvia de sueños, de Axel Miguel Copas, una historia contada por el propio autor. Era un libro que Gabriela solía leerle cuando tenía miedo a la oscuridad, ya que se identificaba con la protagonista, pues ambos temían a la oscuridad. Ella creía en la existencia de demonios y duendes malignos, en especial el Pombero, mientras que Candado temía quedarse ciego para siempre al desaparecer la luz, o que alguna entidad le robara la vista.
Gabriela encendía la luz de su mesita de noche y le leía ese libro, que narraba cómo una niña enfrentaba sus peores miedos para salvar a su familia. De esta manera, alentaba a su hermano a enfrentar sus propios temores de manera indirecta.
Candado sonrió al ver el libro nuevamente en sus manos. Nunca lo había leído por sí mismo, siempre era Gabriela quien lo hacía por él. A medida que fue creciendo, y aunque ya podía leerlo solo, ella continuó leyéndoselo, diciéndole que así estaría preparada para cuando tuviera un hijo. Esas fueron sus palabras cuando Candado le preguntó una vez sobre su forma de tratarlo. Sin embargo, esa no era la única razón, también lo hacía porque lo quería mucho.
De pie, sosteniendo el libro, sonriendo mientras lo miraba, Candado posó su mano sobre el lomo.
—Vaya, ¿vas a moverte o te quedarás ahí parado, mirando el libro como un bobo? —dijo una voz.
Candado levantó la mirada y se dio vuelta, aún con el libro en las manos.
—Vaya, Kruger, tan repulsivo como siempre.
Kruger sostenía un trapeador en una mano y un balde rojo en la otra. Tenía las mangas remangadas y un delantal negro atado alrededor de su cuerpo. Usaba guantes de látex rojo que casi le llegaban hasta los codos.
—No soporto la suciedad, me desagrada completamente.
Candado se mordió los labios para no reírse del aspecto de Kruger, quien se autodenominaba asesino, cruel, malvado, sátiro, sádico y psicópata. Resultaba irónico verlo vestido como un ama de casa que entra en una vivienda invadida por arañas, suciedad, moho y polvo.
—Bien, "mega asesino" —infló las mejillas y soltó un ruido raspante de sus labios. Luego se cubrió la boca con el puño, aclaró la garganta y continuó—: Dime, ¿necesitas algo?
—Sí, el área donde guardas tus papeles es un desastre total.
—¿Pasaste el trapeador, verdad?
—Sí, aunque no puedo creer que alguien como tú deje las pilas de papeles en el suelo.
—Vaya, eres...
—¡Silencio, no he terminado! Dime, ¿por qué demonios no guardas tus malditos apuntes en un mueble que venden aquí a la vuelta?
—Es fácil encontrar las cosas así, al menos para mí, claro.
Kruger arqueó las cejas y se marchó del lugar.
—Al final, parece que los hermanos Barreto son muy parecidos —dijo mientras salía.
Candado se giró y guardó el libro en su lugar.
—Vaya, pensé que harías otra cosa, pero me equivoqué.
—Tínbari, ¿por qué no me sorprende? —respondió de manera irónica.
—Relájate, solo vine a decirte algo.
—¿Algo?
Pucheta y los demás llegaron a la plaza, donde se relajaron después de una larga caminata.
—¿Más o menos sabes dónde está cada ubicación? —preguntó Pucheta mientras se abanicaba con ambas manos.
—Claro.
—¿Tienes calor?
—¿Tú no, Hammya?
—Hace 15 grados centígrados —dijo Clementina.
—Cómo me gustaría tener esa cualidad —dijo Walsh mientras temblaba.
—Si quieres, yo te caliento —ofreció Pucheta con los brazos extendidos.
—No, gracias.
Clementina se sentó junto a Walsh, sacó una taza de café caliente de su pecho y se la entregó.
—Gracias —dijo él, tomando la taza con ambas manos.
—Para eso están los amigos —respondió Clementina con amabilidad.
Luego volvió a su lugar y se sentó junto a Hammya, que estaba distraída.
—¿Te pasa algo? —preguntó Clementina
—No, nada —vaciló.
—En serio, has estado muy pensativa últimamente —dijo Pucheta, que seguía abanicándose.
—Es que…
—¿Es que qué?
—Quería saber… ¿cómo conociste a Candado, Ana?
—Bueno, esa es una larga historia, pero te haré un resumen.
—Bien.
—Yo vivía en Resistencias, en aquel entonces era la líder de un gremio llamado Los Iluminados. Tenía nueve integrantes. No éramos famosos, pero éramos felices haciendo nuestros trabajos, hasta que sucedió algo.
—¿Qué pasó?
—Pasó que mis amigos me traicionaron y me echaron de mi gremio. Nunca supe por qué, pero así fue. Intenté recuperarlo varias veces, pero no funcionó. Entonces decidí luchar contra los gremios y me uní a los Circuistas para hacerlos sufrir… y lo conseguí. Los incriminé por cosas mucho peores, lo que provocó que fueran expulsados de la O.M.G.A.B. para siempre. Pero mi avaricia no terminó ahí. Quería hacer sufrir a los gremios aún más, y comencé a trabajar para el Circuito. Día tras día atacaba a los gremiales, y estaba en la cima. Incluso me nombraron teniente.
—¿Qué ocurrió?
—Lo que tenía que pasar. Mi siguiente objetivo era el gremio Roobóleo… y su Candado —se rió—. Perdón, Candado Ernest Barret.
Hammya tragó saliva y preguntó:
—¿Qué pasó?
Para ese momento, Liv y Walsh también estaban interesados en la historia.
—Sabía que el Circuito lo odiaba, nunca supe por qué. Si quería seguir subiendo, tenía que acabar con él. Pero mentiría si dijera que fue solo por eso… la verdad es que lo odiaba mucho y quería destruirlo. Cuando vi su anuncio en la tabla de misiones, pensé que finalmente tenía algo que me llevaría lejos, así que tomé la misión y fui a la Isla del Cerrito para acabar con él.
—¿Tú sola? —preguntó Liv.
—No, fui con dos personas más.
Hammya, ansiosa, hizo un gesto de desesperación. No podía soportar más interrupciones, la curiosidad la estaba consumiendo.
—Continúa, quiero saber qué pasó —dijo, mientras tragaba saliva y aplaudía rápidamente.
—Esperamos a que Candado saliera de la escuela —Ana se detuvo un momento y miró al suelo.
—¿Ana? —preguntó Clementina.
—Vaya, sí que fue hace mucho. Parece como si todo esto fuera una enorme ironía de la vida.
Hace tres años...
Candado caminaba por la vereda, acompañado por Clementina. Llevaba su mano izquierda en el bolsillo y en la derecha sostenía una carpeta negra que estaba leyendo.
—Ahí está, el presidente de la O.M.G.A.B. y Candado del gremio Roobóleo.
—¿En serio? No me di cuenta, Ricardo. Muchas gracias por tu colaboración.
—¡Pucheta!
—¿Qué quieres, Rico?
—Dejá de burlarte de él —dijo Tiffany.
Pucheta carcajeó y cortó rápidamente su risa.
—Ya en serio, hay que seguirlo.
—Podemos acabar con él ahora mismo.
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—No, Tiffany. No quiero involucrar a gente inocente. Es mejor que vayamos a un lugar donde no sea un problema.
—Vamos a seguirlo.
El grupo se puso en marcha para capturar a Candado. Caminaban a una distancia de nueve metros de él, ya que, según las investigaciones de Pucheta sobre las personas que habían sido derrotadas por Candado, él podía sentir la presencia de alguien a más de cinco metros. Para estar seguros, se alejaron unos cuatro metros adicionales. Aunque, en la mente de Pucheta, que Candado se diera cuenta o no, no importaba. Estaba convencida de que lo vencería de todas formas.
—Oh, qué extraño, se detuvo —dijo Pucheta.
—Sí, ¿y qué? —respondió una voz a sus espaldas.
Pucheta giró rápidamente, lanzando un puñetazo sin mirar a su objetivo, pero golpeó el aire, ya que no había nadie allí.
—Tus reflejos no están mal, pero tampoco están bien —se escuchó la misma voz.
Pucheta y sus acompañantes voltearon y vieron a Candado parado frente a ellos, con los brazos detrás de la espalda.
—¿Por qué me siguen? —preguntó Candado.
—¿¡QUÉ TE IMPORTA!? —gritó Ricardo.
—¡COME TORTA! —gritó Candado en respuesta.
—¡NO GRITES! —exclamó Pucheta.
—Bien, no grito —respondió Candado con calma.
Tíffany corrió hacia él, pero Candado la tomó del cuello y la empujó suavemente de regreso al mismo lugar donde estaba antes.
—Eso no fue gracioso —dijo Candado.
Pucheta dio un paso al frente y se acercó a él hasta estar a escasos centímetros.
—¿Qué quiere un Circuito de mí, niña?
—Tu vida —respondió Pucheta, sonriendo.
—Otra frase cliché. Créeme, he visto rostros más aterradores que el tuyo, niña.
—No me interesa. Voy a...
—Acepto.
—¿Qué?
—Lo que has oído. Si quieres pelear, puedo ayudarte.
—Bueno.
—Pero que no sea en un lugar público.
—¿Temes dañar a alguien? —preguntó Pucheta, sarcástica.
—No, simplemente odio las multitudes.
Ana respondió con un puñetazo, que Candado detuvo sin esfuerzo.
—Das pena en lo que respecta a la paciencia, niña...
—¡DEJA! —gritó Pucheta, apretando los puños. Luego se calmó y continuó— De llamarme niña. Soy Ana María Pucheta.
—¿Pucheta? ¿Como el puchero de mi mamá? —preguntó Candado, mostrando una sonrisa seria.
Pucheta se enfureció, pero luego esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Veo que te gusta molestar a los demás.
—Todo depende, niña.
—¡NO SOY UNA NIÑA!
—Entonces, vieja.
—¿Quieres que te mate aquí y ahora?
—Ven al parque dentro de... —Candado sacó un reloj de su chaleco y lo miró— Oh, vaya, no tendré tiempo para comer —luego lo guardó y la miró a la cara— Dentro de veinte minutos.
—No pensarás que...
Candado se dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—Está escapando —dijo Tíffany.
—No, señorita, no sería capaz de eso.
—¿Entonces a dónde va?
—A donde me guíe el viento y dicte mi corazón.
—Se dirige a la plaza —dijo Ricardo.
—¿Cómo lo sabes?
—Sé cuando alguien miente, Pucheta. Su corazón me dice, literalmente, que se dirige a la plaza.
—Corrección, yo no miento —dijo Candado mientras se alejaba.
—Eso... eso es cierto... qué extraño.
—¿Extraño? Eso me gusta —dijo Pucheta, sonriendo, y luego apresuró el paso.
—Es hora de moverse —dijo Tíffany mientras seguía a Pucheta.
Ricardo quedó mirando la espalda de Candado.
—¿Nos vamos o no? —preguntó Tíffany.
Ricardo siguió observando la figura de Candado.
—¿Ricardo, pasa algo?
—Hay que tener cuidado con Candado. Su corazón es blanco.
—¿Blanco?
Ricardo bajó la mirada de golpe y empezó a toser. Luego se arrodilló, con lágrimas rojas brotando de sus ojos.
—¡Dios! ¿Qué te pasa? —Tíffany se acercó a él y lo ayudó a ponerse de pie.
Las palabras de Tíffany alertaron a Pucheta, quien estaba alejándose, pero al ver a Ricardo en el suelo, tosiendo y sufriendo, corrió hacia ellos, mirando a Candado.
Este permanecía quieto, con las manos en los bolsillos de sus pantalones, de espaldas, sin voltear a ver lo que estaba ocurriendo.
Tíffany ayudó a Ricardo a reincorporarse y limpió las marcas de sangre en sus mejillas y labios.
—Ya, ya, ya, ya pasó —lo consoló.
Pucheta volteó hacia Ricardo.
—¿Qué viste?
—Su corazón está en blanco, Ana. No creo que sea buena idea pelear con él. Traté de acercarme más, pero sentí...
—¿Qué sentiste? —preguntó Pucheta.
—Miedo. Sonará loco, pero sentí que Candado me estaba estrangulando.
Pucheta miró la silueta de Candado desapareciendo al doblar una esquina.
—Candado, ¿qué eres? —preguntó Pucheta con una sonrisa.
El trío llegó a la plaza, donde, para su sorpresa, Candado ya los esperaba, acuclillado, observando cómo un grupo de hormigas pasaba frente a él.
Pucheta se acercó por detrás.
—Eres bastante intrigante.
—No me importa —respondió Candado, sin levantar la mirada.
Pucheta se acercó más y levantó el pie para aplastar las hormigas, pero Candado reaccionó rápidamente, colocando la palma de su mano en el lugar donde ella iba a pisar, sorprendiendo tanto a ella como al grupo. Había detenido un golpe mortal.
—El hombre es violento, como todo en la naturaleza, pero... —Candado alzó la mirada— nosotros tenemos las herramientas para hacer más daño que cualquier otra especie.
Pucheta retiró su pie y retrocedió abruptamente al ver sus ojos violetas.
Candado bajó la cabeza y continuó observando a las hormigas.
—Dañamos a los que nos rodean, talamos más árboles de los que necesitamos, matamos más animales de los que necesitamos comer, llevándolos a la extinción.
—Eres un desquiciado.
Candado levantó la vista y sus ojos se encendieron con una llama violeta.
—Todos somos desquiciados.
Luego se puso de pie y encendió su puño.
—Yo como carne, tú también. Yo uso cuero, tú también. Nos da asco ver cómo se mata a un animal, pero ingerimos su carne de todos modos. Todos somos desquiciados, pero no hablemos de mí. Querías una pelea, pues te la daré.
Candado apareció peligrosamente cerca de ella en un abrir y cerrar de ojos. Pucheta, asustada, usó su codo para golpearlo en el pecho, pero justo cuando iba a tocarlo, Candado desapareció y reapareció a su espalda. Pucheta se agachó y lanzó una patada hacia sus piernas, pero Candado saltó, la tomó de la cabeza y la arrojó contra una escultura cercana. Pucheta, usando su mano, decapitó la escultura sin dejar de mirar a Candado. Luego tomó la cabeza de la estatua y se la lanzó. Candado se paró firmemente, esperando a que la cabeza lo golpeara, pero justo cuando estaba lo suficientemente cerca, esta se desintegró al entrar en su aura.
—Perdón por el arquitecto —dijo Candado.
Pucheta saltó de la escultura y corrió hacia él a una velocidad increíble, causando que los árboles cercanos se sacudieran.
—Mala idea —comentó Candado.
Se inclinó y extendió las manos, abriéndolas y cerrándolas pausadamente, mientras dejaba de parpadear. Cuando la bola de humo impulsada por Pucheta estaba lo suficientemente cerca, Candado apretó las manos y tiró de ella hacia él. Cuando el polvo se disipó, tenía las piernas de Pucheta en sus manos. Luego, se puso de pie y la lanzó hacia la derecha, impactando contra un paredón en construcción.
Candado sacó de su bolsillo una agenda y, anotando en voz alta, dijo:
—Pagar al profesor Sonsa por la destrucción de su casa.
Guardó su agenda mientras Pucheta, llena de ira, emergía de los escombros sosteniendo un ladrillo en su mano derecha.
—Niña, nunca debes usar la velocidad conmigo. Para mí es muy sencillo detener a alguien así.
Pucheta apretó los dientes y sus ojos comenzaron a tornarse de un rojo intenso. Candado entrecerró los ojos y sacó su facón. Pucheta lanzó el ladrillo, que Candado cortó con su facón, pero detrás del objeto apareció una luz roja que se aproximaba a gran velocidad. Candado, sorprendido, no pudo reaccionar a tiempo, y la luz lo golpeó en el pecho, impulsándolo fuera de la plaza e impactando contra un auto, que destrozó con su cuerpo.
Los ojos de Pucheta volvieron a su color original mientras sonreía.
—Qué satisfactorio —dijo, mientras se ataba el cabello alborotado.
Un señor salió corriendo y comenzó a gritarle a Candado por el destrozo de su auto. Candado, malhumorado, recogió su sombrero, sacó un lingote de oro de su bolsillo y se lo lanzó al conductor antes de correr hacia Pucheta con furia. Pucheta sonrió y corrió hacia él. Cuando estuvieron lo bastante cerca, un estruendo sacudió el suelo, levantando una polvareda mientras el suelo se agrietaba. Ricardo y Tíffany corrieron hacia el lugar de los hechos.
Al llegar, no vieron nada. El polvo era tan denso que no se distinguía nada. Sin embargo, desde el interior de la polvareda se oían golpes, y se veía una luz que brillaba primero en violeta y luego en rojo. Era evidente que el rojo pertenecía a Ana y el violeta a Candado.
Cuando el polvo se disipó, Pucheta estaba visiblemente feliz, mientras Candado mantenía su expresión seria. La niña quería acabar con Candado, pero al ver lo formidable que era, decidió prolongar la lucha para debilitarlo.
Pero no fue así. La pelea continuó y continuó, hasta que cayó la noche, y ninguno de los dos estaba cansado. Los espectadores, en completo silencio, no se habían movido de su lugar.
Pucheta soltaba todo lo que tenía dentro, pero no era suficiente. Hasta que Candado se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Fue agradable jugar contigo, pero tengo que volver a casa, se me hizo tarde y seguro peocuparé a alguien.
Ricardo y Tíffany se colocaron detrás de Candado.
—No te irás hasta que esto termine —dijo Ricardo.
—Ya terminó, tú has ganado —respondió Candado con calma.
—¿Qué? —preguntó Pucheta, incrédula.
—Dijiste que querías ganarme, pero hay muchas formas de vencer a alguien, no solo en una pelea.
—¿Vas a irte así?
—Claro.
Indignada, Pucheta se lanzó tras él, pero Candado la tomó del cuello y la estampó contra el suelo con fuerza.
—No me obligues a hacerte daño de verdad. Ya ganaste, ¿qué más quieres?
—Quiero que los gremios desaparezcan. Todos y cada uno de ellos.
Ricardo y Tíffany corrieron a auxiliarla, pero Candado se alejó de ella, observándolos con atención.
—Seguidor sucio de Harambee —dijo Pucheta, furiosa.
—No te atrevas a provocarme, Arjona. No podrás ganarme —respondió Candado, impasible.
—Eso ya lo veremos —dijo Ricardo, transformándose en humo y avanzando hacia Candado.
—Interesante —comentó Candado, sin inmutarse.
El humo comenzó a crecer y a acercarse peligrosamente. Candado sacó su facón, lo lanzó y lo clavó en el humo.
—Predecible —murmuró Ricardo mientras esquivaba el arma y se abalanzaba sobre él. Pero Candado atrajo violentamente el facón de regreso, hiriendo el hombro de Ricardo, lo que lo obligó a materializarse.
Aprovechando el momento, Candado retiró el facón del hombro de Ricardo y lo golpeó en la nuca, alejándolo de un golpe.
—Uno menos —dijo Candado, guardando su arma.
—Sigo consciente —contestó Ricardo, adolorido.
—No, hazte a un lado, Ricardo. Esta pelea es mía —intervino Pucheta, decidida.
—¿Tanto me odias? —preguntó Candado, frunciendo el ceño.
—Todos los gremios son basura —espetó Pucheta.
Candado suspiró y entrecerró los ojos.
—Otra vez con eso… —susurró.
Pucheta, decidida, se lanzó hacia él. Candado permaneció inmóvil, esperando. Cuando ella estaba a punto de golpearlo, él la sujetó de los hombros y la miró fijamente a los ojos.
—¡PUCHETA! —gritaron Ricardo y Tíffany, corriendo en su auxilio, pero algo o alguien los detenía.
Pucheta forcejeaba, pero no podía soltarse de Candado. Fue entonces cuando sus ojos comenzaron a oscurecerse por completo.
—Ahora dime, ¿por qué odias tanto a los gremios? —preguntó Candado con una voz suave pero autoritaria.
—¡Pucheta, resiste! —gritó Tíffany, angustiada.
Candado mantuvo su mirada fija en ella.
—Muéstrame lo que ocultas en lo más profundo de tu corazón —ordenó.
Los ojos completamente negros de Candado vieron todos los recuerdos de Pucheta. Sus amigos, su familia, sus compañeros... hasta el día en que fue traicionada, juzgada por los Semáforos y expulsada. Lo comprendió todo en ese momento.
Al recolectar lo que necesitaba, Candado la soltó y miró al vacío.
—Ya veo, eso fue lo que pasó.
Pucheta se levantó, y el campo que los rodeaba desapareció.
—¡Pucheta! —exclamaron Ricardo y Tíffany al alcanzarla.
—¿Estás bien? —preguntó Tíffany, preocupada.
Pucheta hizo un gesto con la mano, apartándolos, y dio un paso al frente.
—¿Qué me hiciste? —le preguntó a Candado.
Candado giró lentamente la cabeza y la miró a los ojos.
—Solo vi tus recuerdos y tus rencores.
—¡¿Cómo te atreves?! No voy a…
—Eres una estúpida —la interrumpió Candado.
—¿Qué dijiste? —preguntó Pucheta, indignada.
—¿Por qué no fuiste a verme después de lo que te hicieron?
—¿Por qué habría de ir con el que pidió que me echaran?
Los ojos de Candado volvieron a la normalidad.
—¿De qué estás hablando? Yo no firmé nada, jamás se me comunicó algo así.
—¡Eres un imbécil! Pucheta dio sus más leales servicios a los gremios, y la trataron como basura, así son todos los gremialistas. Das todo, tu sudor, sangre y lágrimas, y te echan a la basura —dijo Ricardo, interrumpiendo la conversación.
Candado lo miró fijamente.
—Jamás he expulsado a alguien injustamente. Mi posición conlleva una gran responsabilidad, y lo que le pasó a Pucheta ocurrió a mis espaldas. Pero puedo devolverte tu gremio.
—Ya no existe. Todos fueron expulsados y se dispersaron. Una vez vacío, lo quemé.
—Bueno, en ese caso…
—¿Qué? ¿Vas a decir que soy una criminal?
—No, de ninguna manera. Solo voy a decir que eres una estúpida.
Indignada, Pucheta se lanzó hacia él con furia.
—No importa lo que hagas.
Pucheta lanzó un puñetazo, y Candado lo bloqueó con su palma.
—No importa lo que digas.
Ella intentó de nuevo, pero Candado esquivó el golpe y la empujó.
—Eres una persona que fue engañada. Yo nunca habría echado a alguien tan formidable como tú —dijo Candado con firmeza.
Candado sacó una insignia de su chaleco y se la arrojó. Instintivamente, Pucheta la atrapó y la observó.
—Por negligencias de los Semáforos y, por supuesto, mi culpa, fuiste expulsada de los gremios. Te sentiste traicionada, pero... —Candado alzó la vista, mirando la banda atada a su brazo—. Si uno es fiel a Harambee, sigue ayudando desde las sombras. El error de muchos es pensar que la O.M.G.A.B. es Harambee, cuando en realidad, Harambee es Harambee. Nadie puede sustituirla, ni siquiera yo.
—¿Qué me quieres decir con todo esto? —preguntó Pucheta, confusa.
—Tú eres quien eres. Yo soy quien soy. Y Harambee es Harambee.
Candado se arrodilló, bajando la cabeza y llevando su mano derecha al corazón.
—Pido disculpas por no haberme dado cuenta del mal que te hice, tanto yo como la organización. Un candado debe velar por el bien de su gente, y no pude hacerlo contigo. Lo siento.
Pucheta no podía creerlo. Tenía arrodillado frente a ella al líder de la O.M.G.A.B., el hombre más poderoso de todos.
—Levántate, es vergonzoso —le exigió.
—Por eso lo hago —respondió Candado—. Tú pasaste la vergüenza de ser exiliada, yo voy a pasar por lo mismo.
—Pero a ti te da igual lo que piensen los demás, por eso lo haces.
—Siento decir que no me importa lo que piensen de mí, sino lo que mi familia piense de mí.
—Eres muy raro.
—No puedo devolverte a tu antiguo gremio, pero sí puedo ofrecerte un lugar en el mío.
—¿Y si me niego? —Pucheta lo retó con la mirada.
—No podré hacer nada, y estaré dispuesto a sufrir cualquier castigo.
Pucheta sonrió y dijo:
—Tíffany, Ricardo, a partir de ahora seremos enemigos.
—¿Qué? ¿No vas a confiar en su palabra? —preguntó Tíffany, sorprendida.
—He prejuzgado a Candado injustamente. Siempre he seguido a Harambee, pero olvidé por qué lo hacía. Ella... ella fue alguien genial, valiente. Estaba cegada por el odio hacia las personas falsas que se hacían llamar seguidores de Harambee. Yo también debo disculparme por haber actuado así.
—Lo entiendo —respondió Tíffany, con un suspiro.
—Tíffany…
—Ella ya ha tomado su decisión —dijo Ricardo, acercándose y tendiéndole la mano—. Siempre seré tu amiga, Pucheta, pero no puedo abandonar mis principios de los Circuitos. Quiero cambiar el F.U.C.O.T.
—Espero que seas una buena peleadora cuando nos volvamos a ver —contestó Pucheta con una sonrisa desafiante.
Pucheta miró a Candado, se acercó y, poniendo ambas manos sobre sus hombros, lo levantó con facilidad, como si fuera una bolsa de supermercado. Luego lo dejó de pie, firme.
—Dime, Presi —le dijo, con una sonrisa.
—¿Sí? —respondió Candado mientras se arreglaba la ropa que ella le había arrugado.
—¿Dónde hay que firmar, jefe?
Presente
—A partir de ese día, me convertí en gremialista nuevamente —narraba Pucheta mientras observaba la insignia del gremio—. Y esta es mi nueva insignia, la cual juré proteger.
—Guau, es la primera vez que te escucho decir eso —comentó Clementina, intrigada.
—Pues sí, la verdad, me sorprendió cuando se arrodilló —agregó Liv, todavía impresionada.
—Vaya, Candado arrodillándose ante alguien como tú —añadió Hammya divirtiendose.
—No sabía nada de eso —dijo Walsh, algo desconcertado.
—Debo decir que Candado es un gran amigo —dijo Pucheta, mirando a Hammya—. Pero en ti veo un futuro romance con él.
—¿Qué? —preguntó Hammya, ruborizada.
—Clementina me contó todo cuando fueron de viaje al prado donde custodia Mauricio.
Hammya miró a Clementina, mostrando su enojo.
—¿En serio, mi Hammyita? ¿Un beso? ¿Un beso en la mejilla? ¡Uy, casi se me salen los sesos de la emoción!
—Veo que estás muy animada —expresó Walsh con una sonrisa.
—Estoy más que emocionada. ¡Es excitante!
—Vaya, nunca imaginé algo parecido —comentó Liv.
—¿Algo parecido a qué? —preguntó una voz detrás de ellos.
Una figura con una gabardina blanca y una boina azul apareció detrás de las chicas.
—¡CANDADO! —gritaron sorprendidas Hammya y Pucheta al unísono.
—¿Pasa algo? —preguntó él, curioso.
—No, no, nada. Nada de nada.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Desde que escuché la palabra "excitante".
—Menos mal —dijo Hammya, soltando un suspiro.
—¿Menos mal qué? Esperen... ¿Estaban hablando mal de mí?
—No, para nada.
—¿Por qué siento que te estás burlando de mí? —Candado entrecerró los ojos.
—Vamos, Candado, no te lo tomes a pecho —dijo Walsh, tratando de calmar la situación.
—Walsh, no hables.
—Sí, señor.
—He venido porque he recibido un informe de parte de Tíffany. Seguro la conoces —dijo Candado, mientras metía la mano en su gabardina y sacaba un sobre.
—Esa es mía —respondió Ana María con una sonrisa de satisfacción.
Candado hizo una mueca antes de entregarle la carta.
—Felicidades, Ana María. Tu amiguita ha entrado al Gran Concejo General —dijo mientras le entregaba el sobre.
—Gracias, jefe —respondió Pucheta al tomar la carta.
—No me llames así —replicó Candado, algo molesto.
Luego dirigió su mirada a Liv y añadió:
—En cuanto a ti, todo está en orden. Ya eres parte del gremio en los papeles.
—Gracias —respondió Liv, agradecida.
—¿Quién te entregó la carta? —preguntó Pucheta, mirando el sobre que sostenía.
—Tínbari. Saqueó el correo —contestó Candado, con tono indiferente.
—Le daré las gracias cuando la vea —dijo Pucheta con una sonrisa.
—Vaya, la pequeña lo logró. Me alegro mucho. Ha pasado tiempo desde que la vi —comentó Candado.
—No te preocupes por eso, jefe. Estoy segura de que con ella allí, habrá muchos cambios —dijo Pucheta con confianza.
—¿Por qué sigues llamándome así? —preguntó Candado, frunciendo el ceño.
—¿Lo has olvidado, jefe? Soy lo que soy.