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ESE NO SOS VOS

Pasadas las dos de la madrugada, todos habían vuelto ya a sus casas por orden de Tínbari, quien aseguraba que no había nada de qué preocuparse. Aunque pocos creyeron en su palabra, algo de razón tenía: no podían hacer nada en ese momento, y quedarse allí solo habría servido para preocupar aún más a sus familias. Así que, sin otra opción, aceptaron la orden sin protestar.

Candado no despertó hasta la noche siguiente, a las once en punto. Al abrir los ojos, vio su habitación iluminada por la luz de la luna llena y escuchó el canto de los grillos en la quietud de la noche. Intentó recordar lo ocurrido, pero su memoria estaba nublada. Al tratar de moverse, se dio cuenta de que algo lo abrazaba; giró con cuidado y encontró a su madre, profundamente dormida a su lado. Tenía los párpados hinchados, señal de que se había refregado las lágrimas muchas veces. Aun en su descanso, las mejillas de su madre seguían húmedas, y de sus ojos cerrados brotaban lágrimas silenciosas.

—¿Qué me pasó? —susurró Candado, angustiado.

—Ya veo… no lo recuerdas —respondió una voz familiar.

—¿Tínbari? Oigo tu voz, pero no te veo.

—Estoy dentro de ti.

Candado se dio una palmada en el pecho, incómodo.

—Siento esto como una violación.

Tínbari dejó escapar una risita.

—Veo que sigues siendo el mismo. Escúchame, Candado: cuando uno de tus ojos se volvió completamente negro, noté que se acercaba tu fin. Ahora está normal, pero lo que hago no detendrá el...conjuro.

—Ya veo…

—Lo siento, Candado. Debido a los eventos recientes, tu madre, tu padre y todos los demás ya saben que padeces la misma "enfermedad" —hizo una pausa—, el mismo que mató a Gabriela.

Candado llevó una mano a la frente.

—No puede ser —dijo con preocupación.

—Estaré temporalmente desconectado por esta noche. Tu espíritu se volvió tan débil que permitió escapar a Odadnac.

—¿Qué hace en estos momentos?

—Está encerrado; no podrá molestarte por ahora. Tu ojo ha vuelto a la normalidad porque le corté cualquier contacto con tus guardianes. Mente, Corazón, Pulmón y Alma han estado ayudándome.

—Nunca imaginé que habría una guerra civil dentro de mí.

—Por ahora descansa, todo está bajo control.

Candado soltó un suspiro y miró a su madre.

—Lo haré.

—Bien, con eso dicho, nos vemos.

—Ya… Cuídate, y suerte.

En el interior de Candado, en una dimensión oculta, estaba Tínbari. El lugar donde se encontraba parecía una habitación con una lámpara que iluminaba solo un pequeño círculo a su alrededor. En las sombras, otras cuatro figuras permanecían a su lado, pero la luz apenas revelaba sus piernas. Una vestía de verde, otra de rojo, otra de blanco y la última de celeste.

—¿Qué dijo? —preguntó la figura de pantalones rojos desde la oscuridad.

—Dijo que descansaría —respondió Tínbari. Luego giró la cabeza para mirar a Odadnac, encadenado de pies y manos a una roca.

—Ahora dime, ¿qué debería hacer contigo?

Odadnac levantó la cabeza.

—Son todos unos buenos para nada. Este cuerpo colapsará sin mi ayuda.

—No necesitamos tu ayuda —replicó la figura de pantalones celestes.

—Están engañados… ¿Sus memorias fueron bloqueadas para protegerse, o son demasiado débiles para enfrentar la realidad? Me da asco ser parte de él… y de ustedes.

Tínbari chasqueó los dedos. Enseguida, cada uno de los guardianes tomó una de las cadenas y comenzaron a estirarlas con todas sus fuerzas, desmembrando lentamente a Odadnac. A pesar de su evidente dolor, no emitió ningún grito, aunque el sufrimiento se reflejaba en su rostro.

—Te lo advierto, Ira u odio, como sea que te identifiques, no vuelvas a entrometerte. Debiste aceptar la condena de Candado.

Odadnac sonrió con desafío.

—No entiendes… Su eclipse ha terminado. Ya no hay nada de él que tenga que ocultar, ni siquiera a mí. No puedes matarme; si él no pudo, menos podrán ustedes. Y cuando estas cadenas se rompan, desearán no haber presenciado ese momento. Mi fuerza no proviene de este cuerpo, sino del exterior. Todo lo que vea, todo lo que sienta o escuche será mi alimento.

—Eres muy pesado… y soberbio. Pero si Candado lo quiso así, así será. Después de todo, tengo una promesa con Gabriela.

—Sos un canalla…

—Tal vez, ante tus ojos. —Tínbari giró sobre sus talones y ordenó—: ¡Jaula!

Las cuatro figuras extendieron sus manos, y unos barrotes de lava emergieron del suelo, rodeando a Odadnac y a Tínbari antes de solidificarse en una prisión de piedra volcánica.

—Esta jaula está hecha con mi material —dijo Tínbari, señalando el techo.

—¿Y eso qué? —bufó Odadnac, despectivo.

—Significa que no podrás romperla. Solo alguien del exterior podría destruirla… y ese soy yo.

—Esta jaula no me detendrá por mucho tiempo.

—Claro que sí.

Tínbari se fue alejando de él, atravesando los barrotes como si fueran un holograma. Odadnac observó, impotente, cómo el guardián se desvanecía en la penumbra.

—Hasta nunca —se despidió Tínbari. Luego volteó hacia los otros—. Vamos, tenemos muchas cosas que hacer en esta zona.

—Nos vemos —replicó Odadnac con una sonrisa torcida.

Candado observaba a su madre mientras pensaba en qué decirle cuando ella abriera esos ojos enrojecidos y se fijara en él.

—Mamá —murmuró.

Posó suavemente su mano en la mejilla de ella, limpiándole las lágrimas, pero su toque fue suficiente para que Europa Barret despertara. Sus ojos se abrieron y, al verle, se incorporó con un movimiento rápido, sin apartar la mirada.

—Candado...

Él no tuvo el valor de mirarla a los ojos y bajó la cabeza.

—Lo siento, mamá.

Europa lo abrazó con fuerza.

—Primero Gabriela, y ahora tú... ¿Cuántas cosas más piensan arrebatarme?

—Yo...

—No, Candado... ya he perdido demasiado. Si te pierdo a ti también, será mi fin. No puedo volver a pasar por eso, no puedo ver morir a otro hijo.

—Lo siento.

Ella lo apretó más fuerte, temiendo que, si lo soltaba, lo perdería para siempre. Candado, sin embargo, sabía que ese abrazo no resolvería nada.

—Mamá, no te aferres a mí sólo porque me estoy debilitando. No quiero que te pase lo mismo que me ocurrió a mí con Gabriela.

—No hables como si ya estuvieras resignado a ese destino. No permitiré que te lleve.

—Por más esperanzador que eso suene, mamá, no cambiará lo que está sucediendo. Aún no estoy muerto, y si la muerte quiere buscarme, tendrá que enfrentarse a un camino muy difícil. Haré que se agobie de mí y me deje.

Candado se separó de ella, esbozando una débil sonrisa.

—¿Qué haces?

—Tengo hambre.

Europa saltó de la cama, sorprendida.

—Es verdad. No te he preparado nada. ¿Cómo no lo pensé antes?

—¿Karen ya ha comido? —preguntó él.

Europa se detuvo a medio paso, notando el escalofrío en sus palabras, aunque evitó profundizar en lo que realmente sentía.

—Sí, ya ha comido. ¿Por qué preguntas?

—Es que siempre soy yo quien la alimenta.

—No te preocupes, hijo, Karen está durmiendo con el estómago lleno.

—Menos mal.

Europa se apresuró a salir, dejando a Candado solo en su habitación, iluminada por la luz de las estrellas. Se quedó pensativo, repasando los acontecimientos recientes. Todos habían descubierto su secreto, unos Baris intentaron asesinarlo a él y a su familia, se había dejado llevar por la ira y el dolor, y además había dicho palabras crueles a Hammya, quien no merecía su trato. Todo aquello había ocurrido en un solo día.

Sin embargo, también había comprendido cuánto lo amaban sus amigos y su familia, especialmente su madre, una mujer bondadosa y de un corazón tan tierno que cualquier persona envidiaría. Candado suspiró.

—Mamá... ¿por qué tienes que ver morir a tus hijos?

La idea de causarle ese sufrimiento nuevamente lo dolía profundamente. Sabía que ella era fuerte, pero incluso la fuerza tenía un límite. Sentía que si él moría, su madre colapsaría. No podía permitir que ella pasara por eso, ni ella ni su padre, pese a esos roces, aun la amaba.

En otra habitación, Hammya reposaba en su cama, con un pañuelo húmedo sobre la frente. Tras todos los eventos del día, el agotamiento, el estrés y el uso excesivo de su magia la habían llevado al límite de una fiebre alta. Héctor había insistido en que no debía moverse de la cama, y ahora tenía estrictamente prohibido levantarse, ni siquiera para ver a Candado.

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—Espero que esté bien —murmuró con voz ronca.

—Claro que lo estará —respondió Clementina, quien estaba sentada en el escritorio, leyendo el diario Soliant.

En la portada de ese día, aparecía una imagen de Krauser saliendo de una iglesia bajo la lluvia, con el encabezado: "¿El inspector Krauser, religioso?" Clementina soltó una pequeña risa.

—Pobre tonto.

—¿Pasa algo, Clem?

—Nada, señorita, nada que deba preocuparle.

Hammya miró al techo, donde algunas palabras estaban escritas.

—Clementina... ¿qué significa eso que está escrito ahí?

—Es algo que Gabriela solía decirle a su hermano: "Tienes tarea que hacer." Según ella, ver esa frase le recordaba que cada día era una nueva oportunidad para ser feliz.

—Suena hermoso.

—Gabriela tenía talento para crear frases así.

—¿Y Candado? ¿Él tiene algo así?

—Ah, bueno... cuando termina una pelea, suele decir "Oyik". Es una manía suya, la verdad.

—Ya veo... —Hammya sonrió débilmente, tocándose la toalla húmeda—. Quizá mañana me sienta mejor.

Clementina cerró el diario y se recostó en la silla.

—Esperemos que así sea.

—Clem, ¿puedo...?

—No —respondió, adivinando su intención.

—Pero...

—No, señorita Hammya. No verá a Candado hasta que se recupere.

—Sólo quiero saber si está bien.

—No, él está bien es lo que necesitas saber.

Mientras tanto, Candado había dejado su habitación y se dirigía al establo para alimentar a Uzoori. Allí, encontró una presencia familiar. Matlotsky lo esperaba, apoyado en una columna de madera.

—Vaya, es interesante ver que rompas las reglas de la mami, ¿no es así?

—¿Qué haces en mi casa? —preguntó Candado, sin ocultar su molestia.

—Cuidándote —respondió Matlotsky, con un lenguaje corporal exagerado.

—Vete de mi casa.

—Claro que no. Hoy planeaba hacerte una broma, pero por cosas del destino terminamos en esta situación.

—Seguramente era algo que me haría perder la paciencia, pero me alegra que haya fracasado.

—Candado, no es divertido ver cómo haces llorar a tu madre.

Eso casi lo llevó al límite. Candado respiró hondo, sintiendo la tensión en su cuerpo.

—Entiendo —respondió amargamente.

Pero Matlotsky no pensaba detenerse ahí. Para él, ocultar un problema de esa magnitud era una falta de respeto hacia la amistad y la confianza.

—¿Sabes? Nunca imaginé que entrarías por esa puerta con esa actitud. Pasamos por todo esto, y aun así, siempre te muestras duro y frío ante cualquier problema.

Candado cerró los ojos.

—¿Ya? ¿Eso es todo lo que vas a decir?

Al oír esas palabras arrogantes, Candado abrió los ojos, y en la penumbra de la habitación, sus iris brillaron en un intenso color violeta.

—Todo lo que dijiste es verdad hasta cierto punto. Tu ira es idéntica a la mía, y entiendo que la uses conmigo por lo que te hice pasar, pero…

Sus ojos volvieron a la normalidad.

—¿Pero qué? —preguntó Matlotsky.

—Tu alma se tiñe de negatividad. Creo que es hora de que vayas a casa y duermas.

—No tengo poderes, Candado, es imposible que tú…

—Es cierto, pero todos tenemos un alma. Eso es algo en lo único en lo que la Biblia ha acertado.

Matlotsky se recostó en la pared y empezó a reír.

—Eres y siempre serás el candado, Candado.

—No uses mi nombre para burlarte de mi rango.

—Por ahora, el candado es Héctor.

—Oye.

—Pero sería entretenido que el candado de los candados fuera Candado.

—A eso se le llama Mariscal.

—Aunque sería gracioso si te llamaras Sekur.

—Hey…

—Pero…

—¡YA!

Matlotsky se acercó a la ventana.

—Señor Candado de los Candados del candado del candado de Candado, es hora de que me retire a dormir, pero antes…

Candado tomó un cepillo que usaba para limpiar a su caballo y se lo lanzó, provocando que Matlotsky perdiera el equilibrio y cayera de la ventana.

—Insoportable —dijo Candado, con frialdad.

Se acercó a su caballo, Uzoori, y le acarició el cuello.

—Lo siento, amigo, no pude sacarte a pasear hoy.

El caballo relinchó y lamió su rostro, arrancándole una leve sonrisa. Candado acarició la cabeza de su fiel compañero y, sin colocarle la silla, se subió al corral y se recostó sobre el lomo de Uzoori.

—Esto me trae recuerdos…

Cinco años antes

El 9 de diciembre del años 2008. En alguna parte del impenetrable monte chaqueño, dos jóvenes caminaban entre la espesura. Gabriela, de dieciséis años, avanzaba con su hermano menor, Candado, de ocho, en busca de algo que solo ellos creían real.

—¿Falta mucho, Gabi?

—Claro que sí, Candy. Si no fuera por el machete, estaríamos días aquí.

Candado suspiró y se limpió el sudor de la frente.

—¿Estás segura de que aquí está el Pombero?

—La inspectora nunca se equivoca. Con este calor y el machete en mano, puedo oler al Pombero, te lo aseguro.

—Estoy cansado. Llevamos una hora caminando.

Gabriela clavó el machete en el suelo, se acercó a Candado y lo miró fijamente, una sonrisa divertida asomándose en su rostro empapado de sudor mientras contemplaba la carita enrojecida y sudorosa de su hermano.

—¿Qué? —preguntó Candado, evitando su mirada.

—¿Sabes qué estoy pensando ahora?

—Tu sonrisa me da miedo, Gabi.

—Me encanta —dijo Gabriela, abrazándolo con fuerza—. ¡Adoro tu ternura! ¡Es hora de refrescarse! ¡Al rio Nilo!

El grito resonó, haciendo que algunas aves y reptiles huyeran. Candado miró a su hermana con desaprobación.

—¡Gabi, no hagas tanto ruido! Podríamos espantar al Pombero…

De repente, la yerba alta comenzó a moverse y se vislumbró un sombrero de paja andante.

—¡Gabi, ahí! —susurró Candado, poniéndose nervioso.

Gabriela observó el sombrero que se alejaba y, sin perder tiempo, subió a Candado a Uzoori, el caballo que los acompañaba, sin montura.

—¡Vamos, Uzoori! ¡Tras el duende!

—Oye… Gabi, esto es peligroso.

—Nada es peligroso cuando la peligrosa soy yo.

Por supuesto, no lograron alcanzar al Pombero. Después de una hora de persecución, llegaron a una laguna, donde parecía que el duende los había burlado una vez más. Gabriela, frustrada, flotaba en el agua, maldiciendo su mala suerte, mientras Candado, sentado en una roca con los pies en el agua, la observaba.

—Gabi, ¿no crees que deberías ponerte, al menos, la ropa interior?

—No quiero; me estoy bañando.

—El Pombero te va a secuestrar.

—No lo creo, porque tú me defenderás.

—Claro… siempre.

Gabriela nadó lentamente hacia él, imitando a un caimán acechando a su presa.

—Gabi, eso da miedo y no es higiénico, es agua con muchas bacterias…

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, levantó los brazos y soltó un rugido juguetón.

—¡Voy a devorar a un niño mejillón!

—¡Gabi, me has salpicado! —se quejó Candado, secándose las gotas de agua.

Gabriela lo levantó por la cintura, y ambos cayeron al agua. Candado, sin saber nadar, comenzó a inquietarse. Al notarlo, Gabriela lo subió a su espalda.

—Tranquilo, aquí estás seguro.

—Gabi, estoy mojado y no sé nadar, pero…

—¿Pero qué?

—Ponte algo de ropa.

—¿Tienes miedo de que alguien me vea?

—Va a refrescar y te enfermarás.

Gabriela lo miró, divertida, y finalmente suspiró.

—Está bien. Vamos a la orilla.

—Gracias, Gabi.

Gabriela obedeció y lo llevó de regreso a la orilla.

—Volvamos; ya se hace tarde —murmuró Candado.

—Lo sé… solo me divierto mucho estar aquí contigo.

—¿Conmigo?

—Sí, es lindo tener un hermano, siento que cada vez que te veo me dan ganas de dar lo mejor de mí, como también abrazarte.

Candado sonrió.

—Yo también.

Presente

—Sinceramente, me gustaría que estuvieras aquí, Gabriela —murmura Candado, mientras sus ojos se llenan de lágrimas.

Uzoori menea la cabeza, moviendo las orejas en señal de comprensión.

—Ya entendí, ya entendí —responde, como si pudiera comprender sus palabras.

Candado se limpia las lágrimas, da un profundo suspiro y desciende del caballo.

—Estoy hambriento —dice, acariciando a Uzoori con cariño—. Mañana te sacaré a pasear.

Se separa de él y se dirige hacia la puerta de la casa, pero antes de alcanzar el picaporte, la puerta se abre de repente. Detrás de ella aparece Clementina, con un costal que, por el olor, parece contener comida para Uzoori.

—¿Joven patrón? —dice ella, sorprendida.

—...Clementina.

—¿Sucede algo, señor?

—No, nada… solo estaba jugando con Uzoori.

—Pero...

—Discúlpame.

Candado sale de la habitación apresuradamente, dejando a Clementina sin la oportunidad de terminar su frase.

—Señor… —alcanza a murmurar, viéndolo desaparecer mientras baja las escaleras.

La habitación está oscura; si no fuera por la luz que se filtra del pasillo, Clementina no lo habría reconocido. La tenue luz ilumina apenas su pecho y parte del cuello, dejando su rostro en sombras. Sin saberlo, Candado oculta así sus lágrimas, aquellas que no desea que nadie, especialmente Clementina, descubra. Mientras baja las escaleras, se seca los ojos con rapidez.

—Eso estuvo cerca —musita para sí.

Se dirige a la cocina, la única habitación con luz, donde encuentra a sus padres, Europa y Arturo, cocinando juntos.

—Bien, ya está —anuncia Europa—. Iré a llamar a Candado.

—No será necesario —dice él al entrar.

—¡Hola, papi! —exclama Arturo, riendo.

Europa deja la olla y se acerca a su hijo, tocándole la frente con preocupación.

—¿Estás bien? ¿Fiebre, cansancio o algo?

—Estoy bien, mamá —responde Candado, sosteniendo su mano con suavidad.

Europa asiente, aliviada, y regresa a la cocina.

—Claro, debes tener hambre. Te serviré enseguida.

Arturo se le acerca, mirándolo con una expresión seria.

—¿Pasa algo? —pregunta Candado.

Arturo hace una mueca antes de abrazarlo con fuerza.

—Nos tenías muy preocupados —dice, mirando por encima del hombro de su hijo, donde Tínbari observa en silencio.

Tínbari sonríe y cierra los ojos antes de desvanecerse, sin que Candado se percate de su presencia.

Candado se sienta a la mesa, contemplando el ambiente familiar.

—¿Qué ha cocinado la chef? —pregunta, olfateando el aire.

—Guisado de ravioles —responde Europa con una sonrisa, mientras se sienta a su izquierda y Arturo ocupa el asiento a su derecha.

Candado observa a sus padres, que lo rodean con una sonrisa forzada, y percibe el brillo de tristeza en sus ojos.

—Ya… —sonríe con dulzura—. Pueden llorar.

Ambos miran su rostro, tan similar al de Gabriela, y no pueden contenerse más. Europa es la primera en quebrarse.

—¿Por qué? —solloza, abrazándolo—. ¿Por qué tiene que pasarnos esto a nuestra familia?

Candado observa a su padre, que intenta mantenerse fuerte.

—No hace falta que te contengas, papá.

Arturo finalmente se rinde y lo abraza, dejando que las lágrimas fluyan.

—¿Es esto un castigo? —pregunta entre susurros.

Ambos lo abrazan con todas sus fuerzas, como si temieran que Candado se desvaneciera entre sus brazos.

—No voy a morir —dice él, con firmeza.

—¡Ella dijo lo mismo! —grita Europa, recordando las palabras de Gabriela—. Hasta el último momento, seguía diciendo eso…

Candado no se inmuta.

—No lloren, de verdad, no pasa nada.

—¿Cómo puedes decir eso? —pregunta su madre, desconsolada.

—Papá, mamá… —Candado les sonríe con determinación—. Lucharé y ganaré.

Los abraza, y su voz se llena de una calidez que no pueden ignorar.

—Sentir su amor, su tristeza, su enojo… me hace feliz. Me hace ver que me quieren, que se preocupan por mí. Por primera vez, me siento realmente querido. —Suspira—. No saben cuánto me alegra que estén conmigo. Estos dos años de tristeza… quiero recuperarlos, quiero vivir, quiero seguir aquí, junto a ustedes. No voy a morir. Voy a pelear con todo lo que tengo.

Europa y Arturo lo miran, con una mezcla de orgullo y dolor.

—¿Y ahora…? —preguntan ambos, expectantes.

—Ahora… —dice él, tomando el plato— a comer. Tengo hambre.

Ambos ríen y lo abrazan nuevamente, reconfortados por su actitud habitual.

(Tengo algo que hacer después de esto), piensa Candado. La comida siguió sin ningún otro percance.

En la habitación de Hammya, Clementina y ella conversan en voz baja.

—Clementina, ¿crees que Candado esté bien?

—No sé… cuando iba camino a alimentar a Uzoori, lo vi salir a toda prisa del establo.

—¿Por qué no lo seguiste?

—Porque no recibí una orden de los señores Barret.

—Oh… supongo que no puedes desobedecer.

—No, no es eso.

—¿Entonces?

—Si abandono mi puesto, te escaparías.

—Ah… entiendo.

—Pero no pasa nada. Si Candado no quería que lo viera, debió ser por algo importante.

—Sí… siempre debe ser por algo.

Clementina frunce el ceño, pensativa.

—Claro que sí. Él nunca hace nada sin pensar… probablemente.

De pronto, la puerta se abre de golpe, y Candado entra desde el oscuro pasillo.

—¿Señor? —dice Clementina, sorprendida.

Candado la mira.

—¿Probablemente?

—Ah, eso… discúlpame.

Se dirige hacia Hammya, quien lo mira con una mezcla de terror y sorpresa, incluso trató de retroceder inconscientemente.

—Niña, no tengo sarna.

Hammya se queda quieta, mirándolo con curiosidad.

—Rubí —dijo Candado fríamente, por el color que tenía en ese preciso momento.

—¿Viniste a molestarme? —preguntó ella.

—Sí.

—Entonces, lárgate.

—No.

—¿Por qué?

—Porque no he terminado.

—¿De molestarme?

—No, de disculparme.

Hammya lo observa, sorprendida.

—Si bien traicionaste el secreto que te conté y eso me molestó… —comienza Candado, aunque Hammya lo interrumpe.

—Ya entendí la primera parte, Candado—dijo ella arrepentida.

—Pero… lo sabía desde el principio, que en algún momento abrirías la boca. Aunque no esperaba que lo hicieras tan pronto. Sin embargo… gracias por ayudarme. Lamento mucho lo que te dije —murmura Candado, poniendo su mano izquierda en la frente de Hammya—. Eres un dolor de cabeza, pero… fuiste tú quien logró que mis padres estén a mi lado en este momento. Nunca pensé que este día llegaría, y menos por una niña como tú.

—¿Señor… está llorando?

Hammya aparta suavemente la mano de Candado para poder ver su rostro, y nota que una lágrima tenue brilla en sus ojos. Nunca lo había visto así. La primera vez que lo vio llorar, Candado escondió su rostro en el pecho de Nelson; la segunda y tercera vez, en los brazos de su madre. Esta era la primera vez que podía verlo con claridad, vulnerable.

—Adelante, puedes burlarte.

—No —Hammya toma la sábana, se levanta de la cama y le seca las lágrimas con suavidad—. Así está mejor.

Clementina sonríe en silencio, observando la escena.

—Considéralo un pago por aquella vez —dice Hammya.

—¿Aquella vez?

Candado se queda pensativo, hasta que recuerda el momento en que él le dio su pañuelo para que se secara las lágrimas. Al rememorarlo, sonríe.

—¿Ya te acordaste? —pregunta Hammya, esbozando una pequeña sonrisa.

—Sí, pero en aquella ocasión yo no te limpié las lágrimas. Fuiste tú quien se las limpió.

—No tiene que ser igual esta vez, ¿verdad?

A sus espaldas, Clementina reprime una risa mientras escribe un mensaje de texto a escondidas, dirigiéndolo a Krauser, uno de los mejores amigos de Candado, quien no estuvo presente ese día.

El celular de Krauser vibra, pero con ambas manos ocupadas sosteniendo a una niña, no puede sacarlo del bolsillo. Entonces, extiende un tentáculo de su espalda para tomar el celular y leer el mensaje.

"Ya ha despertado XD"

Krauser suelta una risita casi inaudible.

—Me alegra saber que está bien.