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NADA DE SECRETOS

Candado estaba encerrado en su habitación y no planeaba salir. Era más que obvio que se debía al parche en su ojo; quería evitar dar explicaciones a su familia, especialmente a su abuela, quien, para su mala suerte, tenía el don de leer mentes.

—Esto es molesto —murmuró, irritado.

Tenía razones para quejarse. No podía leer ni ver televisión sin sentir incomodidad. Hacerlo con un solo ojo resultaba agotador y le provocaba dolor de cabeza o sueño. La única actividad que parecía quedarle era quejarse. De vez en cuando, se levantaba de la cama y se miraba en el espejo; su ojo seguía amarillo, aunque no se alarmaba al respecto.

—Ah… —exhaló, con resignación.

De pronto, un ruido en el árbol llamó su atención. Se acercó a la ventana, la entreabrió y chasqueó los dedos.

—Asinóh.

Al susurrar esta palabra, una llama violeta se filtró por la abertura, transformándose en un perro llameante.

—Investiga.

El animal inclinó la cabeza y saltó al árbol. Candado se quedó mirando por la ventana, esperando que su criatura infernal volviera con noticias. Al cabo de unos instantes, el perro regresó, saltando de vuelta por la ventana. Candado se hizo a un lado para dejarlo pasar.

—¿Encontraste algo?

El perro negó con la cabeza. Candado acarició su cabeza, esbozando una leve sonrisa.

—No pasa nada, descansa, amigo.

El perro se desvaneció, y Candado volvió a su cama. Justo cuando iba a acostarse, el reflejo en el espejo lo sobresaltó: allí estaba su propia imagen, sentada con una expresión seria y un facón en la mano. Para colmo, sus ojos en el reflejo eran completamente negros.

—Te dije que volvería, Candado.

Él lo miró con los ojos entrecerrados, sin sorpresa.

—Oh, pensé que te sorprenderías —dijo la figura en el espejo mientras se ponía de pie, acercándose—. Candado, ¿no tienes algo que decirme?

—No tengo nada que hablar contigo. Vuelve a tu celda.

—No creo que sea necesario. Tu cuerpo me ha dejado libre por sí solo. Desde que llevas ese conjuro… cada vómito, cada tos, cada estornudo y cada sobresalto han debilitado mi prisión hasta que ya no queda nada.

—Puedo usar mi poder para encerrarte de nuevo.

—Pero no lo harás.

—Ese conjuro… y el maldito que lo hizo… —Candado apretó los dientes—. Juro que haré que pague. Después de todo, usó a un muchacho inocente para convocarme.

La figura reflejada soltó una carcajada amarga.

—¿Un muchacho inocente? Candado… eres un cobarde. Te has rebajado demasiado.

—No estuviste allí. Luché con todas mis fuerzas. El cobarde…

—Eso es lo que recuerdas.

—Sí… —murmuró Candado, desviando la mirada—. No sé por qué pierdo el tiempo contigo.

El reflejo inclinó la cabeza, su sonrisa volviéndose siniestra.

—Parece que no la querías.

Candado lo miró con furia.

—¿De qué hablas?

—De Gabriela.

La mención de su hermana lo hizo hervir de rabia.

—Cállate. No sabes cuánto la amaba. Daría mi vida por ella.

El reflejo sonrió y, de repente, su mano atravesó el espejo, sujetando a Candado por el cuello.

—¿La amabas? No me mientas en la cara. Tu ira, envidia, dolor y venganza me hicieron fuerte durante todos estos años. Yo te protegí todo el tiempo. ¿Y cómo me lo pagaste?

Candado sujetó el brazo del reflejo con fuerza.

—Encerrándote.

—¡NO! Intentaste matarme. Y cuando ella… cuando ella te necesitaba, la defraudaste. Eres una maldita basura.

El brazo del reflejo comenzó a desintegrarse lentamente.

—Se te acaba el tiempo —se burló Candado.

—Puede que haya sido de la manera más cobarde posible, pero te lo diré aquí y ahora: tú la asesinaste.

Candado quedó petrificado, sus ojos se ensancharon al escuchar eso. Sin embargo, el reflejo continuó.

—Cuando te des cuenta de lo que te dije, me necesitarás. Y volveré a ser fuerte. Después de todo, yo soy la maldad, la ira, el dolor, la envidia. Todo lo negativo me fortalece, porque soy Odadnac.

Soltó a Candado y desapareció, esbozando una sonrisa.

—No soy ningún cobarde —murmuró Candado mientras se arreglaba la corbata. Pero, pese a la firmeza de sus palabras, comenzó a dudar. Su corazón latía con fuerza.

—¿Por qué? —se preguntó en voz baja, apoyando la mano en su pecho.

En ese momento, alguien llamó a su puerta.

—¿Qué?

Desde el otro lado de la puerta, una voz respondió:

—Soy yo, Hammyi.

—(¿Hammyi? ¿Acaso es una niña de cinco años?) Lárgate —dijo con frialdad, mirando la puerta—. Y llévate a los que te acompañan. No quiero ver a nadie.

—¿Qué? —preguntó ella, confundida.

—No te hagas la tonta. Sé que estás con Declan, Anzor, Pío, Viki, Lucas, Lucía, Erika, Pucheta, Walsh, Germán y… Germán.

—¡No dijiste mi nombre! ¿¡LO OMITISTE ADREDE!? —gritó Matlotsky desde el otro lado.

—Cálmate, Matlotsky —le susurró Erika.

—Candado, solo queremos hablar —dijo Walsh.

—Qué gracioso, porque yo no. Váyanse. Y tú, Hammya, ve a descansar; tienes fiebre.

—Lo sabemos —respondió Pucheta, preocupado.

—Bueno, cuídenla y lárguense.

—Hammya nos contó todo —dijo Lucas.

Candado cerró los ojos y bajó los hombros, inclinando la cabeza levemente hacia la izquierda.

—No puede ser… —susurró.

—¿Por qué no nos dijiste nada?

—No sé de qué hablan.

—Ernést, sabemos que estás enfermo y que lo que mató a Gabriela no fue una enfermedad, sino un conjuro. El mismo conjuro que tú llevas.

—Hammya… no sabes cuánto te odio en este momento. Cualquiera que hayan sido mis palabras, elogios o buenos tratos, olvídalos. Quedas oficialmente expulsada del gremio Roobóleo.

Del otro lado de la puerta, Hammya sintió una punzada de tristeza. Sus ojos se humedecieron, pero intentó mantenerse fuerte, mientras Viki y Erika la abrazaban.

Por primera vez, Declan sintió empatía por Hammya y dio un paso adelante.

—Señor, desde que llegó Hammya, siempre quise que se fuera para evitar que sucediera lo mismo con Ocho… pero si ha corrido desde su casa hasta aquí con cuarenta y dos de fiebre, es algo digno de admiración.

—Me sorprende escucharlo de ti, que desconfías de todo. Pero eso no cambia las cosas. Es cierto que necesito sus votos para echarla, pero como presidente del gremio, tengo el poder de cerrarle las puertas a nuestras reuniones.

—No lo harás, amigo.

—Esa voz… ¿Héctor? —Candado giró, sorprendido—. ¿Qué haces aquí?

—Hola, Candado —saludó Héctor mientras cerraba la ventana tras de sí.

—Se suponía que…

—Recibí la llamada de Hammya. Cancelé mis planes; esto es más importante que cualquier viaje.

—Héctor… sal de mi habitación.

—No lo haré. No después de lo que acabas de decirle a Hammya.

—Sal, Candado, ahora —ordenó Viki.

—Es hora de que nos des una explicación —añadió Matlotsky.

—¡CÁLLENSE! —gritó Candado, y un trueno retumbó a la par de sus palabras.

Hammya reaccionó, soltándose de los brazos de Viki y Erika.

—No, no lo presionen, por favor. Se pondrá peor.

Todos se detuvieron al escucharla.

—¿Peor? —preguntó Lucas.

Matlotsky sacó un juego de llaves y desbloqueó la puerta.

—Vamos, ya está abierta.

Lucas empujó la puerta y todos entraron.

—Candado, por favor, detente —suplicó Hammya.

Él se volvió hacia ellos y les gritó nuevamente.

—¡NO QUIERO SU PREOCUPACIÓN!

—Candado, cálmate.

Héctor dio un paso al frente.

—Ya basta, Candado. No puedes seguir siendo así con nosotros. Durante años no hemos hecho otra cosa que velar por ti, sacrificándonos sin esperar nada a cambio.

—No, dejen de excusarse con sus "buenas intenciones". Dejar de ser…

—¿Amigos? Candado, digas lo que digas, no cambiará el hecho de que cuidamos de ti. Se lo prometimos a Gabriela.

—Detente.

—No me detendré. Nos hemos acostumbrado demasiado a tus órdenes, y tú, a ignorar todo lo que sentimos. Tienes que superarlo.

—Silencio.

—No puedes seguir ocultándonos cosas importantes como estas. Confía en nosotros; nunca te traicionaríamos.

—Basta —murmuró Candado, llevándose la mano a la sien, donde tenía el parche.

—Candado… —susurró Hammya.

—¿Qué sucede? —preguntó Walsh.

—Héctor, ya basta. Lo estás presionando demasiado.

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—No, Hammya, Candado necesita entender que no todo puede ser risas y bromas. Necesita hablar con nosotros, confiar en nosotros, dejar de guardarse secretos.

—Basta, Héctor. Te aseguro que no quieres saber lo que guardo en mi corazón. Llevo tres años acumulando esto… tres años amargos.

—Es justamente de eso de lo que hablo. No es sano. Tienes que soltar todo ese dolor; no puedes seguir almacenando tus sentimientos, o te destruirás.

Candado esbozó una sonrisa irónica.

—¿Ahora les importa? Por tres años, estuvieron ahí en mi sombra. Es la primera vez que hablamos de esto de forma tan directa.

—Es cierto, fue un error. Te dejamos solo. Yo te dejé solo, observando cómo el niño alegre que eras desaparecía poco a poco. Le fallé a Gabriela. Pero no te fallaré a ti. Esa niña de la que hablas, Hammya… pensé que era un peligro, pero me equivoqué. Ella hizo lo que nosotros no hicimos: acercarse a ti, desafiarte, hacerte enojar, devolverte poco a poco lo que perdiste. En tres años no vi ninguna otra expresión en ti que no fuera seriedad. Pero ella… ella te hizo reír, te hizo llorar, te hizo enojar. Sentí envidia de Hammya, porque logró lo que yo no pude. Pero no voy a retroceder. Enójate, grítame, golpéame.

La voz de Candado tembló.

—Ya… basta.

—No lo haré.

—Me… lastiman… Solo hagan silencio.

Héctor se acercó, y Candado retrocedió, alarmado.

—¿Candado?

El parche se había caído, y su ojo, en otro tiempo amarillo, ahora era completamente negro. Pero lo que realmente impactó a Héctor fue que Candado temblaba, no por miedo o desconfianza, sino por dolor. La coraza impenetrable había caído; frente a ellos estaba un ser humano tembloroso, vulnerable. Intentó retroceder, pero los demás lo rodeaban.

—¿Señor? —preguntó Declan.

El cuerpo de Candado reaccionaba solo, temblando de dolor, luchando por mantenerse en pie.

—¿Qué me han hecho? Siento dolor… mucho dolor.

Los ojos de Candado comenzaron a llenarse de lágrimas mientras miraba a Hammya con rabia.

—Todo esto es... tu culpa... ¡ME DUELE! —gritó, antes de lanzarse hacia ella y hacerla a un lado.

—¡Persíganlo! —ordenó Héctor.

Candado bajó las escaleras a toda prisa, tropezando y rodando hasta el suelo, lo que llamó la atención de Clementina y de su madre.

—¿Señor? —dijo Clementina, preocupada.

—¿Hijo? —preguntó su madre.

Candado las miró con una expresión de furia mientras se ponía de pie. Un tatuaje en forma de círculo apareció momentáneamente en su frente y mejilla derecha, brillando en un intenso color amarillo, lo cual alarmó a su madre. Sin decir una palabra, apartó la mirada y vio a sus amigos bajando las escaleras detrás de él. Se levantó rápidamente, abrió la puerta de una patada y salió corriendo.

Lucas fue el primero en llegar a la puerta.

—Maldición.

—¿Qué le pasa a mi hijo? —preguntó la señora Barret.

Clementina miró a Hammya, quien negó con la cabeza, incapaz de ofrecer respuestas.

—Joven patrón... —murmuró Clementina, afligida.

—No se queden quietos, ¡hay que ir detrás de él ahora! —ordenó Viki.

Clementina saltó del sillón.

—Busquen por todo el pueblo.

—Vayan ustedes. Yo me quedaré con la señora Barret —dijo Matlotsky.

—Gracias, Matlotsky —agradeció Declan.

—No hay problema.

—Hijo... ¿qué le pasa? —preguntó la señora Barret, preocupada.

—No se preocupe, señora Barret. Traeremos a Candado a casa; es mi deber —la tranquilizó Declan.

—¡Hay que darse prisa! —apremió German.

—Yo voy con ustedes.

—No, claro que no. Estás enferma, Hammya —intervino la señora Barret.

—No voy a mejorar hasta que Candado esté aquí. Mientras pueda estar de pie, no me detendré ante nada.

—Eso es ser obstinada. Lo último que necesitamos es que te desmayes —dijo Pio.

—Déjenla. Que venga, yo me haré cargo —dijo Declan sin mirarlos.

—Tavis Declan Murphy Kennedy, no puedo creerlo. ¡El irlandés apático defendiendo a la persona que más odia! —bromeó Matlotsky.

—Cierra la boca, Matlotsky —gruñó Declan, apuntándole con su espada al cuello.

—Bien, hay que darse prisa —apresuró Lucía, mirando a los demás—. Vamos, busquémoslo.

En algún lugar del monte...

Candado corría por el bosque, atormentado por el dolor. Su ojo derecho se había vuelto completamente negro.

—¿¡Qué es esto!? —gritó de dolor.

—Es tu culpa, amigo mío —dijo una voz en su mente.

—¡Silencio! ¡Ya no eres parte de mí! —vociferó, agarrándose la cabeza.

—No puedes deshacerte de mí.

Candado cayó de rodillas en el barro, hundiendo su cabeza entre las manos.

—¿¡Qué es esto!? Duele... no para de doler. Mi cabeza arde... siempre he soportado el dolor, ¿por qué ahora no?

—Las cosas han cambiado. Te has debilitado.

—¡Ya basta!

—Tu ira solo me fortalece, Candado. Me alimento de tus sentimientos negativos.

Candado se levantó.

—Bien, haz lo que quieras. Te mostraré un dolor irremediablemente grande.

Una sonrisa distorsionada apareció en su rostro.

—¿No te dolía? —dudó la voz.

—No sabes cómo duele... es peor que una bala o una espada. Mucho peor.

Candado empezó a correr en dirección al gremio.

—Verás de lo que soy capaz.

—Me gustaría verlo.

—Te arrepentirás de tus palabras.

Aceleró el paso, hasta encontrarse accidentalmente con Lucas.

—Candado, me alegra encontrarte...

—Hazte a un lado.

—No, señor. Tienes un conjuro que te está matando. No me haré a un lado.

—Hoy parece que todos sufren de Hécterismo.

—No pienso apartarme después de ver tu rostro, señor. Esos ojos vacíos y negros no son buena señal.

—Es curioso que tú lo digas.

Lucas se puso en guardia.

—Adelante.

—Parece que tendré que hacerte suficiente daño para que no puedas levantarte.

Lucas levantó el dedo índice y lo hizo chocar contra su pulgar. Pero Candado retrocedió bruscamente, arrancó una rama de un árbol y la lanzó contra él. Lucas calcinó la rama al instante y se abalanzó hacia Candado, pero este se inclinó hacia adelante y lo golpeó en la frente, estrellándolo contra un árbol. Lucas intentó usar su teletransportación, pero Candado, anticipándose, dio un codazo a ciegas y le acertó en el pecho.

—Te conozco demasiado bien, amigo mío —dijo Candado con seriedad.

Lucas retrocedió sin rendirse.

—Si pudiera usar mis poderes, te vencería, pero aquí, en el bosque, solo puedo usar mi teletransportación y mis puños.

Candado arremetió de nuevo, invocando su flama violeta. Lucas, obligado a desaparecer una vez más, reapareció apenas un instante antes de que Candado lo atrapara del brazo izquierdo, elevándolo en el aire y luego propinándole un puñetazo en el pecho que lo dejó arrodillado en el suelo, jadeante.

—Quédate abajo.

—No, amigo mío. No lo haré.

—Tu estupidez es irremediable, ¿verdad?

Candado elevó su brazo.

—Buenas noches.

En ese instante, un objeto voló hacia Candado a toda velocidad. No lo percibió hasta que estuvo a unos centímetros de su cara, obligándolo a soltar lo que tenía en las manos y atraparlo al vuelo. Era una carta, el rey de espadas.

—Has ido muy lejos, Candado —dijo Héctor desde la distancia.

—Héctor, no estoy de humor para jugar al truco —respondió Candado mientras calcinaba la carta con su mano.

—Ven con nosotros y hablemos.

—No tengo tiempo ni paciencia para sus estupideces —respondió con frialdad—. Debo irme.

—Si no vienes por las buenas, vendrás por las malas.

—Asinóh —susurró Candado.

Al pronunciar esa palabra, dos enormes perros llameantes emergieron del suelo.

—Cuéntales tus problemas a ellos —dijo Candado antes de salir corriendo hacia el bosque.

—Te atraparé, amigo... lo juro —murmuró Héctor mientras alrededor de él comenzaban a danzar ochenta cartas.

Candado empezó a correr, aunque cada paso intensificaba su dolor. Sin embargo, no se detenía, impulsado por la determinación de llegar a su destino. Tras unos minutos de carrera, divisó la casa.

—Perfecto —celebró en un susurro.

Sin más preámbulo, se precipitó hacia la puerta, la abrió y entró. Al voltear, vio a sus compañeros acercándose a toda velocidad.

—¡Itóh! —murmuró Candado mientras cerraba la puerta.

De la nada, unas llamas violetas de casi veinte metros rodearon la casa.

—¡Deténganse! —gritó Walsh.

—¿Qué es esto? —preguntó Hammya, perpleja.

—Es la ira de Candado —respondió Héctor.

Dentro de la casa, él avanzaba pegado a las paredes.

—Lo que me obligan a hacer... Los odio... Odio a Hammya —susurró mientras su ojo derecho se tornaba completamente negro.

—Este no eres tú, Candado, recapacita —una voz se oyó a sus espaldas.

—Tínbari —respondió con repugnancia.

—El conjuro te está afectando. Has usado tu poder por demasiado tiempo. Es hora de que...

—Es hora de nada, nada, estúpido demonio —interrumpió Candado.

—Hace mucho que no te veía así. Si sigues, solo harás lo que él quiere.

—Voy a encerrarlo de nuevo. Ha tomado el espejo... Creo que es hora de que su celda sea aún más perturbadora para él.

Candado se acercó al espejo y se miró fijamente.

—No actúes como si nada.

Su reflejo comenzó a moverse por cuenta propia, y su ropa se tornó negra.

—Vaya, vaya... Parece que estoy haciendo un buen trabajo —dijo el reflejo, burlón.

—No sabes cuánto dolor estoy soportando, y cuánto deseo tengo de acabar contigo —respondió Candado con voz temblorosa.

—No puedes matarme, Candado.

Ante esas palabras, Candado cayó de rodillas frente al espejo.

—¿Duele, verdad? Así me sentí cuando me atacaste y traicionaste a ella.

—Tus poderes lo están destruyendo, detente —intervino Tínbari.

—Yo no estoy haciendo nada. Él mismo me está liberando, después de encerrarme en lo más profundo del Limbo.

Candado se puso de pie, su expresión de dolor estaba acompañada de una sonrisa amarga.

—Tú... No eres más que una versión oscura de mí.

Extendió ambas manos hacia el espejo, lo que alarmó a Tínbari y al reflejo.

—Lo que significa que lo que me haga a mí, también lo sentirás tú —dijo con una sonrisa adolorida.

Candado encendió sus manos con llamas violetas.

—¿Planeas derretir el espejo? —se burló el reflejo.

—No... Solo quiero que esto te mantenga lejos de mí. Esto no lo hizo el maldito conjuro de Pullbarey, sino tú cuando me distraje.

Con ambas manos envueltas en llamas, las acercó a su pecho.

—¿Qué haces? —preguntó Tínbari, alarmado.

—No te metas en esto, Demonto —murmuró Candado antes de mirar al reflejo—. Voy a destruirte ahora.

Candado inhaló profundamente y soltó toda su energía, quemando su interior. El dolor fue tan intenso que lanzó un grito desgarrador, uno que resonó en toda la casa.

—Candado está... —murmuró Hammya.

—Sí... —asintió Héctor, con el rostro contorsionado por el dolor y lágrimas en los ojos.

—Candado, no permitiré esto nunca más.

Héctor corrió hacia el muro de llamas, envolviéndose con las cartas que guardaba en su cinturón. Cruzó la muralla de fuego, perdiendo todas sus cartas en el proceso, pero llegó al otro lado con su escudo protector destruido.

—Gracias, compañeras —murmuró Héctor con tristeza.

Justo en ese momento, vio a Hammya, que también había cruzado la barrera de fuego.

—¿Cómo...?

—No lo harás solo.

—Hammya, esa muralla calcina a cualquiera. ¿Cómo es posible que estés ilesa?

—¿Así?

Héctor sacudió la cabeza.

—Hablaremos de eso después. Ahora hay que salvar a Candado.

Ambos corrieron hasta la puerta. Héctor fue el primero en abrirla, y atravesaron el pasillo hasta la sala de estar. Allí encontraron a Candado... o más bien a su reflejo oscuro. Sus ojos y su ropa eran completamente negros.

—Candado... No, tú eres Ira Odadnac, el sentimiento destruido por Candado.

—¿De verdad pensó que podía vencerme solo con eso? Aunque debo admitir que dolió mucho... Por fin soy libre para hacer lo que quiera.

—¿Qué le has hecho, maldito?

—Nada. Todo lo hizo él solo. Con ese patético discurso provocaste que Candado sintiera dolor y arrepentimiento, un sufrimiento que nunca había podido controlar.

—...Hijo de puta...

—Oh, la niña que hizo todo esto posible. Estoy orgulloso de ti.

—Mira, te lo advierto, suelta a Candado —dijo Héctor enojado.

—Mientras yo esté aquí, Candado no morirá jamás.

—Eso no me importa —respondió Héctor.

Odadnac se dio vuelta y, sin pensarlo dos veces, le dio un puñetazo, echándolo fuera de la casa. Luego, se acercó a Hammya y colocó su dedo índice en su frente.

—Eres muy buena, Hammya, muy buena. Gracias por liberarme, gracias por traicionar la confianza de Candado. Nunca lo vi tan dolido como ahora. Eres demasiado buena para ser mala. Te amo, niña.

Le besó en la frente, logrando que Hammya retrocediera con temor.

—Ujtais nawaja ahót (Gracias, chica demonio).

Guardó sus manos detrás de la espalda y caminó hacia la puerta. Apenas puso un pie afuera, la tormenta arreció; el fuego violeta se apagó, y su figura se hizo visible para todos, con una sonrisa en el rostro.

—¿Tú? —preguntó alguien incrédulo.

—Vaya, vaya... German Santiago Benítez, cuánto tiempo sin vernos.

Lucía se interpuso para proteger a su hermana.

—Jamás olvidaré lo que me hicieron. Es hora de que paguen.

Odadnac alzó los brazos y se inclinó levemente.

—Ahora descansen por favor.

De repente, Clementina irrumpió en escena, transformando su mano izquierda en un arma y disparando contra él. Odadnac esquivó los tiros y se lanzó hacia ella, tomándola del brazo.

—No quiero lastimarte, eres muy importante para mí.

Clementina convirtió su brazo derecho en un machete y lo arremetió contra él, pero Odadnac retrocedió justo antes de que la hoja lo alcanzara.

—Usted no es mi joven patrón.

Odadnac sonrió.

—Claro que no, nunca lo seré, pero así es.

Se elevó por los aires y comenzó a reír, mirando a todos desde arriba.

—Todos ustedes, pequeñas hormigas.

Sin embargo, algo lo obligó a bajar, un golpe de una roca, o mejor dicho, de tres rocas.

—¿Qué...? —murmuraron sorprendidos.

De entre la maleza salió una figura conocida para algunos y temida por otros.

—¡RUCCIMÉNKAGRI! —gritaron.

Ella sonrió, pero la mayoría reaccionó con desconfianza, excepto Héctor, Clementina y Hammya.

Lucas la miró con hostilidad.

—Tómatelas de aquí—ordenó.

Tínbari se interpuso para defenderla.

—Ella no es una enemiga.

—Claro, no lo es para un demonio —replicó Anzor con sarcasmo—, pero esa señorita es culpable de la muerte de muchos inocentes.

—Lo sé, ruso, lo sé, pero está bajo el cuidado de Candado.

La revelación dejó a todos estupefactos. No podían creer que Candado defendiera, u ocultara, a alguien como ella.

—Hablaremos de esto después. Ahora, mi amigo necesita ayuda.

Rucciménkagri avanzó hasta Odadnac, quien la miró con arrogancia.

—Vaya, vaya...

—No pienso pelear —respondió ella, tranquila—. Dejé eso hace mucho tiempo.

—Peor para ti.

Odadnac corrió hacia ella, pero antes de que pudiera tocarla, raíces emergieron del suelo y lo encadenaron, obligándolo a arrodillarse.

—Grave error —siseó él.

—No lo es —respondió Rucciménkagri.

Odadnac intentó incinerar las raíces, pero no pudo.

—Gracias, Candado —dijo Rucciménkagri.

—Imposible... Soy dueño de este cuerpo.

Rucciménkagri colocó su mano sobre su pecho.

—Duerme, muchacho malo.

Su mano comenzó a brillar de un blanco intenso, y poco a poco el cuerpo de Candado recuperó su aspecto normal. Exhausto y tambaleante, Candado volvió a ser él mismo.

—Gracias, Rucciménkagri.

Ella sonrió y soltó las raíces que lo aprisionaban.

—Ten más cuidado la próxima vez.

Candado hizo un esfuerzo por ponerse de pie.

—¿Lo oyes todavía?

—Ya no, pero sé que lo escucharé de nuevo.

Candado miró a sus compañeros, que se acercaban a él.

—Genial...

Se colocó frente a Rucciménkagri cuando Anzor lo encaró.

—Candado, habla ahora de esto, ya —exigió.

—Hola a todos. Me alegra verlos y... me disculpo con todos, menos contigo, Hammya.

—¿Por qué? —preguntó Pio, intrigado.

—Porque me mintió, porque no sabe callarse y porque no me hizo caso cuando le dije que se quedara en cama.

Los demás notaron a Rucciménkagri y volvieron a mirarla con hostilidad, pero Candado se interpuso de nuevo.

—Atrás, camaradas.

—Es Rucciménkagri, la terrible druida. La más grande delincuente que haya existido junto con Tánatos el conductor, Cronos el relojero, Laila la carnicera y Víctor el juez —reclamó Declan.

—Esos tiempos quedaron atrás.

—El hombre no olvida, Candado —dijo Declan.

—Pero sí puede perdonar, sin mencionar que pasó mucho tiempo.

Anzor desenfundó su espada.

—¡GUARDA TU ARMA!

—No lo haré. Durante los años Circuistas, en Siberia, los bosques masacraron a los pueblerinos locales. Esa herida sigue abierta en mi patria.

Candado tomó la hoja de la espada con su mano derecha.

—No me hagas enojar, Vladimir Anzor Dima

Clementina se interpuso entre ellos.

—No peleen, por favor.

Erika y Walsh pusieron sus manos en los hombros de Anzor, logrando que bajara el arma. Candado ocultó su mano detrás de la espalda.

—Bien, quieren respuestas...

De repente, Candado se arrodilló con un quejido de dolor.

—¡Candado! —exclamaron todos.

Rucciménkagri se acercó a él.

—No es nada, sólo tengo hambre.

—Sí, claro. ¿Nos estás diciendo que todo este escándalo fue porque... tenías hambre?

—Exactamente —respondió él, poniéndose de pie—. ¿Algún problema, Lucas Silva De Los Santos?

—Ninguno.

—Sé lo que vas a decir, pero tengo que hacerlo. Candado, necesitas descansar, te guste o no.

—Rucciménkagri, te agradezco lo de hace un momento, pero lo que haga con mi cuerpo es asunto mío.

—Si no hubiera estado cerca, habrías matado a tus amigos y destruido el pueblo.

Walsh se abrió paso y se acercó a Candado.

—Háblanos, Candado. Deja de cargar solo con esa pesada carga. Somos tus amigos, y sabes que haríamos cualquier cosa por ti.

Candado esbozó una sonrisa irónica.

—Todos ustedes… son una molestia para mí, pero… —hizo una pausa, como si pesara cada palabra— son una molestia necesaria. Los aprecio… mucho.

Con esas últimas palabras, Candado cerró los ojos. Su cuerpo perdió el equilibrio y cayó en los brazos de sus compañeros. Mientras su conciencia se desvanecía lentamente, las voces de cada uno de sus amigos se volvían un eco lejano, una última melodía antes de apagarse por completo.